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Cultura  |  22 abril de 2024  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Los orígenes de la burocracia

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Gloria Chávez Vásquez

Nuestra historia comienza en la época en que aún no existía el papel. La raza humana vivía con normalidad sus problemas cotidianos y arrastraba su forma de vida hacia lo que se conocería más tarde con el nombre de civilización. Los ricos eran lujuriosamente ricos y los pobres ridículamente pobres. El mundo tenía mucho camino por recorrer todavía.

En ese entonces, el hombre trataba de recordar eventos. Las actividades humanas se sucedían con relativa frecuencia: batallas, conquistas, dominaciones, reconquistas, inventos, nacimientos, muertes.

Resultaba muy difícil recordar todo en orden sucesivo o en orden alguno, aun bajo la amenaza de pena de muerte, solución a la cual acudió uno de esos reyes desesperados por dejar su nombre impreso en la historia y en la memoria de los pueblos. Otros recurrieron a las cadenas perpetuas, a los matrimonios por tradición o por conveniencia. Pero no fue hasta cuando se inventó el lenguaje escrito y el mundo dio un gran salto (¿hacia qué lado?, no sabemos todavía) que se pudo hacer uso práctico de la historia.

Los escribanos originales rayaron sobre arena, barro, tierra, paredes de cavernas, madera y todo aquello en lo que pudiese dejarse huella mediante el tallado o el grabado.

Uno de los acontecimientos más importantes para la escritura fue la época de oro del papiro, material muy especial y costoso el cual hubo de racionarse para las clases altas —generalmente la nobleza— y los escribanos privilegiados.

Finalmente llegó la llamada civilización. A alguien se le ocurrió la brillante idea de inventar el papel. Le pareció al genio una forma de hacer el trabajo más rápido y eficiente que como se hacía hasta el momento.

Por lo pronto, el tema sobre el cual tratamos, comenzó su desarrollo —en apariencia— el día del cual no se tienen datos escritos y cuya historia llegó a nuestros oídos por tradición oral. Hubiese sido imposible o realmente confuso referirse a los hechos, de haber sido estos grabados en alguna pared cavernosa o tableta de barro.

Anteriormente el pueblo era más efectivo transmitiendo mensajes al futuro. Existía el riesgo de la tergiversación, pero tal riesgo era muy entretenido. Además, no existía el problema de los papeles oficiales, ni los sellos de notarías, ni los secretos máximos. Tal práctica transmitió un síndrome indeseado, pero inevitable: el síndrome del chisme.

Cuenta pues esta tradición oral, de un hombre llamado Burr (y las evidencias confirman su apellido: Ocracio), “quien por locura o pasatiempo gustaba de coleccionar cuanta notita caía en sus manos. Estas prácticas las empezó desde muy pequeño: notas de mandados, cartas amorosas de su padre a nobles damas (y continuadas por él más tarde), garantías de rescates —se cree— de piratas. Burr Ocracio empleó su vida tratando de diseñar maneras de cómo localizar papeles, porque no confiaba en su memoria.

De sus orígenes se habla poco, pero alguien sugirió la idea de que pudo descender de los gitanos. Tal alusión está relacionada con la antigua creencia de que los gitanos eran adictos a coleccionar porquerías y particularmente aficionados a convencer a los tacaños, de ejercer actos de caridad involuntarios.

Basados en estos detalles, podemos especular sin mucho margen de error que Ocracio empleó un cofre pirata como primer lugar destinado a servir de archivero. Poco tiempo debe haber transcurrido antes del cual nuestro individuo apelara al diseño de una especie de gabinete con la mayor parte de las características del archivero actual.

Como su colección aumentara con los días y a la par de sus actividades, Ocracio debió haber recurrido a un espacio más apropiado en el cual pudiese desempeñar libremente su oficio, y de esta educación magnífica —sugerimos— el nombre original de la palabra oficina destinada a describir el lugar en donde se desenvuelven hoy en día tales actividades.

A nuestro personaje no se le agotaron las ideas originales. Hay versiones aceptables de su dedicación al trabajo de organizar su colección, y de pasatiempo, su afición se transformó en una manía de la cual se habló en todas las tierras civilizadas. Sus contemporáneos, al conocer de este raro mal, no pudieron calificarlo de otra cosa, sino de posesión diabólica. El hombre trabajaba como un desaforado, en medio de papeles y “cobró su piel el matiz pálido de los documentos a los cuales acostumbró su tacto. Su visión se gastó y sus ojos se encogieron en un esfuerzo por reducir el brillo de la luz solar con la cual se enemistó”.

Ocracio continuó sus hábitos con obstáculos, pero al fin se impuso, cuando los acaudalados comenzaron a necesitarle. Muy pronto se dio cuenta de que, en lugar de ahorrar dinero, lo estaba gastando en decorar su oficina, en comprar papel, plumas, tinta y toda la parafernalia tradicional que heredarían las oficinas. Alguien debía pagar por esos gastos y fue cuando tuvo la brillante idea de cobrar favores y para aquel entonces ya estaba haciendo bastantes.

Burr Ocracio colgó a la entrada de su oficina un letrero describiendo sus habilidades: “Burr Ocracio: Escribano, Notario, Testigo ocular de cualquier evento”. Puso precio a las firmas y sellos —dos cosas muy apreciables durante una época en que una gran mayoría no sabía leer ni escribir. Para hacer sus tareas más valiosas: diseñó las colas largas y las salas de espera en las cuales torturaba a sus clientes por horas y horas y horas y horas. Dada su afición a complicar las cosas más simples, Burr Ocracio les hacía creer que la solución a sus necesidades requería de un proceso tan complicado, que solo su experiencia era capaz de resolver.

Pronto deseó tener un asistente; después de todo se aburría en la soledad de su oficina. Llamó a su sobrino Deudisio para mantener el secreto de su profesión en familia, le dio su viejo título y se otorgó uno nuevo y deslumbrante: “Administrador Ejecutivo”.

Deudisio hizo honor al oficio de su tío, abusando de los necesitados mientras tomaba una siesta o sorbía lentamente un café para mantenerse despierto. Entretanto, Ocracio contaba el dinero de los magnates, calculaba la deuda de los infelices, ayudaba a vender y a comprar, asegurando a los clientes que este era un arte conocido por muy pocos. Inventó palabras sofisticadas para comunicarse en clave con Deudisio y mantener entusiasmados a los ignorantes. Aumentó el número de ayudantes, empleando a unos mellizos morones a los cuales pagaba un solo sueldo so pretexto de su relación familiar íntima. Crédito y Rédito hacían las tareas pesadas y aburridas, lo cual constituía una buena parte de la actividad de la oficina primitiva.

La tradición habla poco del fin del padre de la oficina y sus derivados, pero sí sabemos con seguridad cuál fue el origen de la palabra burocracia. Nuestras especulaciones nos empujan a concluir, sin embargo, que este sujeto pasó el resto de sus días muy infelizmente víctima de su propio invento. Creemos también que su infelicidad fue transmitida a sus seguidores. La gente olvidó el hábito de organizar sus asuntos y de ocuparse de los suyos, dando así el poder a las oficinas, las cuales se multiplicaron después de la muerte del inventor del sistema. Sus descendientes y seguidores se encargaron de mantener viva la tradición.

Hoy en día, la civilización, estancada por coágulos de papeles que no circulan y las interminables líneas diarias, rinde homenaje al padre de la burocracia. Frente a la infinidad de escritorios y ventanillas podemos encontrar a los descendientes de este espécimen, tan común hoy en día como las cucarachas, sobrevivientes de los sueldillos, por miserables que sean y en cuyas caras pueden verse los gestos característicos acondicionados al ambiente.

Sabemos por fuentes fidedignas que la oficina originada por Burr Ocracio fue quemada durante la persecución de los primeros oficinistas, los cuales cayeron en desgracia delante de sus clientes por sus abusos monetarios y desfalcos continuos. Tenemos pruebas de la existencia de Ocracio por la tabla de madera que anunciaba su oficio a la entrada de su oficina. De cualquiera otra evidencia no se tiene noticia. De haber alguna, sería imposible dar con el coleccionista interesado. La justicia histórica ha reconocido, sin embargo, que Burr Ocracio es el único héroe cuyo monumento —aún en proposición en una sala del congreso— debería hacerse de papel.

De la colección Opus Americanus, White Owl Editions, New York, 1996

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