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Cultura  |  24 marzo de 2024  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Meditavirus y meditabundo en la resistencia

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Un texto de Francisco A. Cifuentes S, publicado en el libro, Colcha de relatos, del Taller Literario Café y Letras Renata.

“Meditabundo” era todo un personaje, no sé si de la calle o de una película, pero en verdad existía. Se distinguía por su lento andar, su merodear y su cavilar por Chapinero, cabizbajo, ensimismado, más o menos cachaco, con un toque a la antigua usanza santafereña, es decir, trajes no muy nuevos. Pese a las normas de la sociedad y la inseguridad de la capital, solía abordar personajes y entablar conversación en el entorno del Parque de Lourdes, en la Playa de los Mariachis o a la salida de cualquier restaurante cuya especialidad es el “corrientazo”.

No le quedaba difícil iniciar una conversación callejera con “Meditavirus”, un poeta de la barriada que lo había conocido por allá en los “patios de vida libre”, en la zona de Puente Aranda. El poeta Meditavirus ya rondaba los setenta abriles y había trasegado por el país, conociendo calles y ollas de toda índole, arrastrando una pobreza digna de su condición de adicto que ya nada espera, pero que aún se bendice y se encomienda a su Dios, ya que como él mismo lo expresa: “No hay más que hacer, sino lo que Él mande".

–Hola, hermano, tiempos sin verte. ¿Dónde te habías metido? – inquirió Meditabundo.

–En la pandemia estuve parchando allá en los Puentes de la 26. No había más–. Contestó Meditavirus.

–Y qué tal la comilona, ¿sí conseguía algo? ¿o sólo pa’la traba?

–Usted sabe viejo que Diosito no desampara a nadie. Por ahí venían curitas y fundaciones y algo repartían, porque los restaurantes estaban cerrados.

–Poeta, yo estuve encerrado. No volví a salir y los libros me atraparon.

–Yo leo periódicos sucios, cuando la lluvia no los estropea.

Meditavirus a la puerta de un restaurante cuidaba carros a la espera de cualquier limosna. Ya por la noche, cuando cerraban el negocio, se aprestaba con sus cartones a arroparse, encostalarse y a tratar de dormir después de meterse siquiera dos bichas. Cuando se conocieron, Meditabundo dirigía la biblioteca de los “ñeros” y el poeta iba a dormir, leer y escribir sobre las mesas. Solía pedir un lápiz, una hoja y al rato mostraba un bello soneto que cuando el bibliotecario improvisado leía, el bardo lo rasgaba y echaba los restos líricos al cajón de la basura.

No tenía ninguna pretensión; solo un desahogo pasajero y una fugaz confidencia literaria con Meditabundo, que siempre lo ponderaba y lo animaba a continuar en el oficio de las letras, aunque no persiguiera ninguna nombradía.

Llovía y más llovía. Tal vez en “la nevera” siempre ha sido así y por eso, un poeta repentista acuñó la frase: “Una pertinaz lluvia se cierne sobre la ciudad” y otro más moderno expresó: “El taladro de la Iluvia me sabe a ron”. El poeta de Chapinero solo podía beber “chamber” para calentarse y olvidar unas horas su existencia de lírico callejero en una urbe que devora cada noche seres humanos, y al amanecer vomita personas “cachacas” en Transmilenio.

–Yo creí Profe, que a usted le había dado el tal covi.

–No, aunque caí una noche al San Ignacio por otro cuento, pero ahí mismo me metieron en la película del virus y casi me mandan para la UCI hermano. Yo sólo vi pasar viejos y viejos para el desfiladero, pero tuve suerte, porque como no volví a toser, me echaron en chanclas, piyama, y solo, casi a medianoche, dizque porque corría peligro.

–Viejo, a mí no me dio nada. Yo siempre he tosido, y aunque flaco, no soy tísico. El frío es mío, igual que “el pucho de la vida”.

Meditabundo no era propiamente un ser de la calle, aunque era una especie de ciudadano de la noche, condenado a ver al rey sol después de interminables tertulias de filosofía, literatura y política, o en brazos de alguna “Ioca”, refugio para la angustia en la noche encabritada. Conocía los recovecos de la urbe bogotana; y de igual manera había sobrevivido en “la Ciudad Milagro”, cuando el famoso terremoto avisó el final del siglo y permitió beber y fumar en los cambuches día y noche, las burocracias hacían plata y los ladrones se desquitaban saqueando supermercados a diestra y siniestra.

Participó en la “Convivir del Sur”, para cuidar el barrio abajo del San José. La integraron de la noche a la mañana: un sindicalista maoísta, médico guerrillero, intelectual de provincia, militante del M-19, un Alférez que estaba de vacaciones, un policía retirado y dos vecinos con sentido de pertenencia muy arriesgados. Como sobrevivientes del terremoto, se dedicaron al noble oficio de “guachimanes”, turnándose y repartiendo café y galletas mientras llegaban noticias fantasiosas sobre bandoleros y asaltos.

–¿Qué es lo que más recuerdas de la pandemia?

–Ver la soledad del día, porque las noches son tan nuestras como el mismo frío y la misma lluvia.

–¿Nunca le pasó nada?

–A mí que más me va a pasar...

–¿De verdad, ya nada lo asusta?

–Nooo, nada.

–¿No se enfermó?

–Tampoco, ya estoy vacunado de por vida.

–¿Volvió a escribir?

–Pienso en poesía, vivo en poesía, pero no escribo… ¿para qué?

–Qué pesar...

–¿Y usted?

–Leí mucho, pensé mucho, ¿Y sabe? me hacía falta la calle, así sea para ver pasar gente, porque qué más…

En esta etapa, Meditabundo volvió a la metafísica, y a preguntarse cada día más por el sentido de la existencia, por el problema de apartarse de la naturaleza y entregarse a la tecnología. Veía el dolor y la sociedad en las calles. Analizaba los músicos solitarios que conseguían monedas para comer, cantando frente a los edificios de apartamentos donde alguien se apiadaba de ellos o se motivaba por una canción, en medio de la incógnita colectiva de esta pesadilla mundial. Pensaba que nunca había visto algo similar fuera de las películas y las novelas.

Cómo sería la Edad Media, con la famosa peste negra. Cómo las enfermedades en la conquista española. Cómo las cámaras de gas de los nazis. Cómo las culebras y los mosquitos que asediaban a los secuestrados por las FARC. Cómo sonarían las motosierras de los “paracos” en las rodillas de los campesinos despojados de su terruño. Cómo serían las “trabas” de Meditavirus en la oscuridad y la soledad de la noche bogotana. El ser, el ser, la condición humana, la condición humana. Fantasmas y fantasmas.

–Poeta, cuándo lo vuelvo a ver para regalarle una muda de ropa.

–Mañana al pie del Campin, cuando vaya a “mercar”.

–¿Y es que ya no hay “tombos”?

–Sí, pero ellos se aguantan si hay billete.

–Todo está cuadrado.

–Si, menos la muerte, por eso hay que resistir y resistir.

 

Meditavirus había venido de la tierra de las esmeraldas, donde mandaba el señor Carranza. Todo lo dejó; la chagra y la familia y quedó tirado en las calles bogotanas con un pucho en la boca y las ilusiones en el suelo. Pero nunca ha renunciado a seguir viviendo. Recicla, pide, recoge comida del suelo, se parcha con las “locas” en las esquinas, desafía la lluvia con los cartones, se cruza la ciudad de pe a pa. Ha usado cuchillo, se ha dado trompadas con otros ñeros, pero ahí va, porque ni la droga, ni la noche, lo han derrotado. Tose y tose, fuma y fuma y vuelve a amanecer vivo; saluda los Cerros orientales y orienta a los conductores con un trapo rojo. Escribe poesía, cuando no cuida carros.

Meditabundo se había ido para Armenia, a encontrarse con el terremoto. Estaba marcado. Cuando iba de juerga y de paseo, no temblaban ni las carnes de sus amadas de ocasión. La vida era una fiesta. El carnaval nunca terminaba. Ni el guayabo lo azotaba. Pero un día se apuró, renunció en Bogotá, consiguió apartamento en el norte donde vio caer edificios y se tropezó con heridos y muertos, mientras avanzaba por una ciudad desconocida, como un zombi, tratando de llegar al sur, donde su mamá, su hijo y su hermana. Su hija se desmayó a la altura de la Avenida de las Américas y tuvo que cargarla desgonzada y maltratada por la destrucción apocalíptica que sufrió la Ciudad Milagro.

Muchos años después, Meditabundo vería con asombro y alegría, las manifestaciones de la lucha estudiantil y se alegraba que por fin triunfaran los muchachos

Ahora todo lo palpaba con mayor empuje desde un tercer piso, encerrado como un Ioco cualquiera, a punta de pastillas y terapias salvadoras, para resistir el ansia de vivir de una forma diferente, que ya nadie aguantaba.

¿Dónde estará Meditavirus? escribiéndole poemas a la paz que nunca ha conocido. ¿Dónde estará Meditabundo? filosofando sobre la existencia humana, tratando de comprender el horror, las banderas y los “ismos”.

–Ahí te traje una muda de ropa más o menos buena.

–Gracias profe, me la chantaré esta noche.

–Hermano. No la vaya a vender ni a cambiar por una bicha.

–¡Nooo! qué pasa llave, usted sabe que en este parche yo consigo lo mío.

–Suerte y en el camino nos vemos.

Se dieron la mano, sin importar que la de Meditavirus estuviera sucia y la de Meditabundo perfumada. Me quedé mirándolos, analizándolos e imaginándome cómo sería escribir cinco páginas acerca de estas vidas y muchas más.

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