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Cultura  |  05 noviembre de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Murió doña Aminta, la única Buena Vecina elegida por voto popular en Armenia

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Miguel Ángel Rojas Arias

 

Con dolor, familiares y amigos despidieron a Aminta Herrera Vda de Pulido, quien murió a la edad de 93 años en su casa del barrio Santander de Armenia, donde hace 20 años sus vecinos la eligieron, a través del voto popular, como La Mejor Vecina.

Doña Aminta era tan buena vecina que, en aquellas elecciones de agosto del 2002 no quiso votar por ella misma en las elecciones del Buen Vecino del barrio Santander. Lo hizo por María Gallego, a quien considera una señora muy trabajadora por las gentes del barrio. Sin embargo, obtuvo la mayor votación y el certificado de la Registraduría Nacional del Estado Civil en Armenia que la acreditaron como la Buena Vecina del barrio Santander en el período 2002-2003.

Cuando sus amigas le informaron que la habían inscrito para las elecciones, ella les contestó: “bueno, háganle muchachas que yo le juego a todo”, creyendo que era una broma. El día que la Registraduría la notificó con el tarjetón, se sorprendió y hasta pidió que la sacaran de ahí.  “Creí que lo que mis amigas habían dicho era una recocha”, me dijo con una cara sorprendida.

Muy a pesar de trabajar por los demás como una buena samaritana, doña Aminta no se explicaba qué cualidades le habían visto los vecinos para elegirla aquel domingo como la Buena Vecina del barrio Santander.  “Yo no entiendo esto, yo soy una persona común, y no sé por qué me metieron como Buena Vecina”, sostenía, mientras me ofrecía un café en su humilde vivienda de este barrio que un día se llamó El Jazmín, pero que desde que pusieron un busto de Francisco de Paula Santander en su parque, se siguió llamando Santander.

En ese año de 2002, Aminta tenía 73 años y yo 40. Y con el café servido en su mesita de sala, desató sus palabras para contarme una historia que es también la historia de su barrio que la llamó La Buena Vecina. Ella llegó al barrio Santander cuando este era una urbanización que se llamaba El Jazmín, donde vivía Julio César Cardona, a quien cariñosamente las gentes le decían: El doctor Cuajada o El Conde del Jazmín por su extravagante corbata de colores que le llegaba casi hasta las rodillas y sus sacos levas y gabardinas que lo hacían ver como un misterioso arlequín de un castillo de bufones.

En la conversación, recordaba que en la calle cerca de la carrera 19 había una zona de tolerancia que llaman Brumas por donde no podían pasar las personas decentes porque les tiraban piedras. Y con nostalgia hablaba de la calle de los braceros, en la cola del Santander, donde vivían familias enteras dedicadas a transportar cargas en sus espaldas tanto en la estación del ferrocarril como en las galerías. “Eran otros tiempos del barrio Santander, donde la gente tenía trabajo y no existían tantas necesidades como hoy”, recordaba esta mujer delgada a sus 73 años de edad, a quien vi muchas veces caminando sin cansancio y con tranquilidad las calles donde había transcurrido la mayoría de su vida.

Doña Aminta hablaba suave y despacio. Conversaba conmigo acomodada en una silla de comedor metálico de asientos tapizados con hule rojo. Era muy prudente para vestir, siempre de bata larga y colores opacos, pues, cuando la conocí, aún le guardaba luto a su compañero de toda la vida, don Pedro Pulido Bautista a cuyo entierro fue todo el barrio, 14 meses atrás. 

En su casa, cuando pude conversar con ella hace 20 años, al frente había un cuadro grande de la última cena, de tela pintada sin enmarcar. Su casa era una vivienda de mucho fondo y poco frente donde antes del terremoto había 16 piezas que alquilaba como pequeños apartamentos residenciales. Solo quedaron cuatro habitaciones, una sala comedor grande y una cocina donde uno se podía mover holgadamente, sin paredes que la escondieran. La casa era tan sencilla como doña Aminta. Tenía paredes de ladrillos, pero también de esterillas y en ella resaltaba la limpieza como un don que se conjuga con la honestidad.

Vocación de servicio

Por esos días del 2002 acudía a la casa de doña Aminta un hombre joven que le falta un brazo. Hacía pocas semanas, tal vez tres, había perdido la extremidad izquierda completa al recibir una herida por apropiarse de lo ajeno. Era un ladrón. Nadie quiso auxiliarlo. Doña Aminta lo acogió en su casa, lo curó, le compró los remedios, le hacía bebidas de yerbas que sembraba en su patio, lo alimentaba, le consiguió un trabajo honrado y le recordaba: “Eso le pasó por ladrón, pórtese bien que Dios lo ayudará”.

En medio de aquella charla llegó un hombre viejo y doña Aminta le ordena a su nieto: “Sírvale aguapanela a don Crisanto”.  Este Crisanto vivió dos meses en uno de las habitaciones de la casa cuando lo operaron de la próstata. Ella lo recogió de una choza cerca de la carrillera donde sabía que se iba a morir. Le prodigó cuidados, cariño, medicinas, comida, una cama limpia y un techo decente hasta que se recuperó.

A doña Aminta se le veía tocando las puertas de las casas pidiendo ayuda para enterrar los muertos cuyas familias sólo poseían el dolor a la hora de sepultarlo. O haciendo una minga de productos de la canasta familiar para no dejar morir de hambre a una familia con niños y ancianos.  La gente le daba dinero y mercado con confianza porque sabían que esta mujer jamás se quedaría con un peso ajeno. En estos menesteres le ayudaban sus amigas del grupo de oración que se rotaban una imagen de la Virgen de Schoenstatt para rezar en una casa distinta cada noche.

El día de aquellas elecciones, en las calles del Santander casi todos decían: “Doña Aminta ya ganó”, a pesar de no tener electoreros. Sus amigas del grupo de oración votaron por ella, pero me recordaron que se les olvidó pedirle a la Virgen que Aminta saliera elegida como la Buena Vecina. “Lo que sí le vamos a pedir a la Virgen de Schoenstatt es que le ayude mucho a nuestra amiga, sobre todo para que al Santander le construyan una capilla porque no tenemos un sitio cercano a dónde ir a rezar”, me dijeron.

No solo fue la única persona en el barrio Santander, talvez en el Quindío, y en Colombia, elegida por voto popular como la Mejor Vecina, sino una amantísima madre y abuela. Es posible que solo en el Santander la hayan conocido, porque se negó a militar en los grupos politiqueros que contaminan y dañan, pero para sus hijos y nietos y para sus vecinos, fue suficiente.

Doña Aminta se fue en paz, como ninguna, porque su vida fue un ejemplo de solidaridad, de bondad y de amor.

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