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Cultura  |  15 marzo de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Cuando el Quindío era tierra de espantos

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Josué Carrillo

Contrario a lo que hoy se puede creer, que los espantos y fantasmas sólo eran huéspedes consuetudinarios de los castillos medievales del centro y sur de Europa, el Quindío, en especial su capital, fue tierra fértil para todo tipo de apariciones y un lugar de recreo de espíritus y duendes. Estos habitantes ocasionales y trashumantes del departamento, que en tiempos pasados era una selva enmarañada y muy rica en fauna y flora, poco o nada tenían que ver con el espiritismo, los conjuros y la autosugestión; muy probablemente tenían mucho más de ese realismo mágico del que tanto se habla.

Hasta mediados del siglo pasado no había casona vetusta que no tuviese su espanto propio, y dentro de la casa había unas partes más apetecidas que otras por los fantasmas. Los aposentos o alcobas eran el espacio donde más se escuchaban los pasos lentos y vacilantes de alguien que entre quejidos y lamentos los cruzaba de un extremo a otro; en ellos se percibían las conversaciones vagas y los murmullos, el arrastrar de cadenas y los gemidos a altas horas de la noche. Las cocinas eran el teatro donde las ollas sonaban, los platos se caían y, tras un golpe sordo, se partían en pedazos y aparecían regados en el piso granos de maíz y de fríjol. Todas estas eran manifestaciones usuales de residentes fantasmales de caserones que, se decía, habían sido habitados por un avaro, un renegado, o que escondían un entierro o una guaca. También había espantos callejeros que preferían andar expuestos a los rigores del clima a estar bien abrigados y tener que soportar la continua cantaleta de las señoras; había los que merodeaban ciertos sitios como el cementerio san Esteban, la estación y el túnel del ferrocarril.

En Armenia, una casona detrás del antiguo hospital dominaba el paisaje al otro lado de la quebrada La Florida; era una vieja residencia señorial venida a menos, que en sus últimos años parecía ser la quinta que describe el poeta Alberto Ángel Montoya en su romance La casa que asusta por fuera, porque no obstante el feo aspecto de su fachada y de haberse granjeado la fama de ser residencia de fantasmas, terminó convertida en un lupanar y de ella podía decirse “por dentro es amor lo que en la casa se encierra”. Varios factores contribuyeron al ocaso de esta mansión de medio pelo, pero quizá el más relevante fue el material empleado en su construcción: el bahareque; además, el banqueo del terreno a su alrededor aceleró su ruina y, por último, llegó el terremoto de 1999 que tiró por el suelo las paredes de esterilla carcomidas por el comején y el abandono.

En las fincas no faltaban las luces, fueran mortecinas o brillantes, que se movían por los potreros, ni los duendes que mortificaban a las bestias. En la finca de una familia amiga, en la parte donde están las ruinas de lo que fuera el cementerio familiar, había un duende -o una ‘duenda’, vaya usted a saber-, que con frecuencia confundía a los trabajadores y les hacía perder el camino de regreso a casa. Aunque muchas veces, para esto no se necesita la intervención de un duende.

También ocurre con frecuencia en las fincas, cuando se hacen reuniones familiares y alguien empieza a relatar de duendes y fantasmas, que, a la hora de escuchar las historias, todos están atentos a lo que se cuenta y siempre hay los que quieren oír o contar más; pero cuando se hace tarde, a altas horas de la noche, termina la sesión y todos deben irse a sus camas, nadie quiere dormir solo; a las mujeres –y hasta a los hombres- los acomete el vértigo del espanto; es como si todos tuvieran miedo de que uno de tales fantasmas venga a hacerles compañía y se les acueste al lado.

En el inventario fantasmal de la región son muy escasos los espantos descabezados; sin embargo, no faltó quien viera cómo, en ambas bocas del túnel del ferrocarril, salía una mujer a quien le habían cercenado tan importante miembro. En dicho listado hay varios fantasmas que parecen ser filiales de otros que son los principales, pero no se sabe dónde residen. Logré averiguar cuáles son los espantos y apariciones más reconocidos de la ciudad y del departamento, pero no se puede afirmar que todos ellos sean oriundos de esta región. El catálogo es amplio y variado; tanto, que sus exponentes bien pudieron servir como un renglón de exportación adicional al café; solo faltó alguien emprendedor que se entusiasmara a hacerlo, y si no lo hizo fue, muy seguramente, por temor a alguna represalia de estos seres enigmáticos que no querían verse tratados como cualquier mercancía barata. Todo espanto que se respetara tenía su historia y entre los más conocidos y afamados estaban: la Patasola, la Llorona o Candileja, los duendes, los difuntos que deshacen sus pasos y el Mohán, pero este nació, creció y, si aún vive, reside en las regiones vecinas del río Magdalena.

En Armenia, y me parece que en todo el país, existe la creencia generalizada de que algunas personas que están prestas a coger el coche que las llevará al lugar de donde no se regresa deshacen sus pasos, esto es, se manifiestan de cierta manera en lugares que solían visitar, lo cual significa que durante su agonía visitan mentalmente todos los sitios a donde fueron con frecuencia en su peregrinar por la tierra. Por eso, cuando se escuchaban pasos, ruidos extraños e incluso se llegaba a ver el halo de una persona, había –quizás aún hay- muchos que se preguntaban, quién se irá a morir, porque alguien está deshaciendo sus pasos.

Esto me recuerda a una empleada que había en la finca de la familia de mi mujer: ella era admiradora a morir –fan, se les dice hoy- de Jorge Negrete; a los pocos días de la muerte del que fuera el ídolo de todo el servicio doméstico latinoamericano de la época, ella, al enterarse de la noticia, comentó entre sollozos: “yo sí sentí que ese día aquí se movieron las ollas en la cocina, como si alguien estuviera deshaciendo sus pasos”. A ratos pienso que a lo mejor por allí anduvo el charro mejicano.  

Hasta mi adolescencia oí hablar de espantos, apariciones, súcubos y fantasmas, y aunque en muchas ocasiones estuve en lugares en donde era propicia la salida de estos seres sobrehumanos, nunca pude ver uno de cuerpo presente, ni tuve la experiencia de ser testigo de una aparición y mucho menos la de orinarme de pavor ante una de esas visiones fantasmagóricas que dizque horrorizaron a quienes me las relataron.

En este mundo siempre han sido más peligrosos los vivos que los muertos; quizás por esa razón, en el Quindío, los vivos, en los años de la Violencia, se encargaron de hacer desaparecer los espantos y todo lo que tuviera relación con ellos. Además, como todos estos curiosos seres exigen condiciones especiales para entrar en escena y cumplir su misión, son muchos los agentes que se encargaron de acabar esas condiciones e hicieron esfumar los parajes en donde duendes y fantasmas solían hacer fiesta. Hoy no es de temer que en la urbanización construida en lo que fuera un bosque espeso se aparezca un espanto, ni que en los tugurios que invadieron las azarosas cañadas de repente se le atraviese a un feligrés el jinete sin cabeza o la llorona de Pumía; el pavimento y el alumbrado público desterraron de calles, veredas y caminos, de manera implacable a todos esos personajes fabulosos; con la desaparición de los zarzos por las construcciones de propiedad horizontal también se evaporaron las lluvias de monedas, de maíz y fríjoles.

Los cuyabros y quindianos nacidos en la primera mitad del siglo pasado hemos sido testigos de cómo toda una constelación de espantos y duendes y otras especies del mismo género están en vía de extinción y han llegado casi al punto de desaparecer, y desaparecerán definitivamente a menos que iniciemos una cruzada para brindarles de nuevo a todos ellos las condiciones que les son propicias para su aparición.

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