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Cultura  |  01 marzo de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Nos olvidamos del cable aéreo

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Josué Carrillo

Me envió un viejo amigo un documental, realizado por el historiador Pedro Felipe Hoyos Körbel, sobre el cable aéreo que una vez existió entre Manizales y Mariquita, me decía en su nota remisoria: “Le comparto este documental que hace parte de mi infancia”. Le comprendí su mensaje porque yo sabía que él nació y creció en un pueblo que estaba en el área de influencia del cable aéreo de Manizales; desde el patio de su casa se alcanzaban a ver las vagonetas cargadas de café o de víveres que se desplazaban, como en cámara lenta, por las laderas de la cordillera. Contemplar el ir y venir de las góndolas era un programa igual al que teníamos en las ciudades con aeropuerto, ir a ver aterrizar y despegar aviones.

En la escuela donde yo estudiaba nos decía el profesor, en clases de geografía, que uno de los medios de comunicación que teníamos en Colombia, entre otros varios, era el cable aéreo que había entre Mariquita y Manizales; para mí eso fue incomprensible, yo no lograba imaginarme cómo podía funcionar algo así. Apenas cuando cursaba sexto de bachillerato, en una excursión que hicimos al nevado del Ruiz, pude ver lo que antes con dificultad cabía en mi imaginación: en el ascenso al páramo de Letras vi cómo las vagonetas se desplazaban lentamente, suspendidas de un cable, iban tan cerca de la carretera y a tan poca altura, que parecían invitar a todo el que las viera a subirse a ellas, o al menos a intentarlo; si yo hubiera tenido el permiso del director del grupo, hubiera corrido tras ellas en el loco intento de alcanzarlas. Eran los últimos viajes de las vagonetas, ya muchas iban sin carga, pues la construcción de la carretera que va de Manizales a Honda y Bogotá había sentenciado la muerte del cable aéreo. Poco tiempo después volví en otro paseo y habían desaparecido del paisaje, casi siempre cubierto de neblina, esas jaulas de acero, y las pocas que había permanecían inmóviles a lo largo del tramo entre la estación La Camelia, en Manizales y el páramo de Letras.

No muchos años después volví a pasar por la misma carretera que transité cuando era estudiante de bachillerato y solo encontré dos o tres vagonetas en La Camelia, la que fuera la estación final; la torre número 20, que fue trasladada desde Herveo, y la casona de madera, construida en el estilo de tabla parada, por los ingenieros ingleses que hicieron todos los trabajos del cable aéreo. Se conserva esa casa como una reliquia, porque la Universidad Nacional de Colombia la ocupó con su Facultad de Arquitectura y se salvó así de que la hubieran demolido y convertido en un lujoso edificio de apartamentos o en un centro comercial de los que hoy abundan en el sector.

La construcción del cable aéreo entre Mariquita y Manizales, que fuera el más largo del mundo, se inició en 1913; el trazado fue elaborado por el ingeniero alemán Theodor Salisberger y las obras fueron dirigidas por el ingeniero civil neozelandés James F. Lindsay. Después de sortear muchas dificultades con el transporte y el suministro de los materiales para la construcción, ocasionadas por la Primera Guerra Mundial; además de perder la torre 20, que venía de Inglaterra en un barco que fue hundido en altamar; finalmente, tras haber coronado la cordillera Central en una cumbre de 3.675 m y haber pasado una topografía escarpada, con numerosos cerros y cañadas, fue inaugurado el 2 de febrero 1922. Es interesante observar cómo se pudo construir esta obra en apenas nueve años, si se tiene en cuenta su magnitud; que todos los materiales de construcción fueron importados; que hubo una guerra de por medio que obstaculizó su abastecimiento; que todo el trazado se hizo a través de un relieve demasiado abrupto y selvático, y que no existía ninguna infraestructura (vías, campamentos, estaciones para el suministro de combustibles, etcétera) que facilitara la ejecución de los trabajos.

En el primer centenario de su inauguración solo queda el recuerdo en quienes lo alcanzamos a conocer, porque hoy casi nadie sabe exactamente qué es esa torre de acero y madera, parada junto a una vieja casona construida en un estilo que cualquiera pudiera pensar que se trata de una extravagancia de arquitecto, quizás relacionada con la prestigiosa facultad de arquitectura que funciona allí. Sepultadas quedaron las historias y anécdotas, coma la del muchacho que se trepó a una góndola, con tan mala suerte que poco después cesaron el funcionamiento de las máquinas, y el pobre hombre quedó atrapado sin poder bajarse. Al día siguiente lo encontraron muerto de frío.

El cable aéreo, que fue motivo de orgullo de manizaleños y mariquitas (si se me permite el gentilicio) y que jalonó el progreso de ambas ciudades, tuvo el mismo final que tuvieron los ferrocarriles nacionales. Así como las góndolas, las torres y los cables fueron convertidos en chatarra, y de las estaciones solo quedó la última, La Camelia, también de los ferrocarriles sus locomotoras acabaron como falsos monumentos en plazas y glorietas a la entrada de algunas de las ciudades adonde llegaron; casi todas las estaciones, excepto las más grandes, a las que les dieron otro uso, y todo lo demás como talleres y carrileras terminaron en el más triste abandono. Hoy muchos confunden el cable aéreo con el moderno funicular que funciona entre Villamaría y Manizales. Ya somos pocos los que años ha viajamos en tren por las carrileras nacionales, como también son muy pocos los que montaron en una góndola del cable aéreo de Manizales, con bultos de café, cemento, o tal vez al lado de un piano de cola. Claro que este sistema no fue concebido para transportar pasajeros, pero como en Colombia todo está permitido, especialmente lo prohibido, fueron muchos los que tuvieron la oportunidad de gozar la experiencia de montar en ese novedoso medio de locomoción que fue, como se dijo, el más largo del mundo.

En mi último viaje a Manizales, después de volver a ver la torre 20, llevada a la que fue la estación terminal y de haber conocido el mencionado documental sobre el cable aéreo, durante mi regreso a casa pensaba, por qué razón en este país de Nuestra Señora de Chiquinquirá somos incapaces de hacer algo duradero, por qué no conocemos qué es darles mantenimiento a las obras públicas que se construyen con tanto esfuerzo, por qué no sabemos repararlas y mucho menos renovarlas y ni pensar en modernizarlas. Aquí son tantas las obras que fueron bien concebidas y bien ejecutadas; sin embargo, después de unos pocos años de servicio, incluso a veces sin siquiera inaugurarlas, se dejan abandonadas. Como el cable aéreo de Manizales hay un sinnúmero de obras costosas, dignas de mejor suerte, valga mencionar toda la red de ferrocarriles que hubo en el país.   

Toda comparación es odiosa, pero es difícil no caer en la tentación de hacerlas. Hace unas cuatro décadas viví en Staufen, un pueblo situado a unos 16 km de la ciudad de Freiburg, en Alemania; a él se llega en auto o en tren. Cuando yo viajé la primera vez lo hice en tren, el único que había y tenía un solo vagón, era de segunda clase, o más bien de tercera. Para mí era un motivo de entretenimiento viajar en él o, al menos, verlo pasar por el pueblo. El día que viajé en él por última vez, pues en adelante viviría en la ciudad donde iba a estudiar, pensé que seguramente esa sería la despedida de ese tren, porque en uno o dos años levantarían los rieles y venderían el vagón como chatarra, si es que no lo montaban en un pedestal a la entrada del pueblo. Volví a los seis años, antes de regresar a Colombia y, oh sorpresa, el tren era moderno, seguía siendo de un solo coche, pero de primera clase. Después de 35 años volví al pueblo, en auto por una excelente carretera que va cerca de la línea del ferrocarril y vi el tren, ya no era el que vi 30 años atrás, era otro, nuevo, moderno, que hacía el mismo recorrido y llegaba a las dos mismas estaciones.

No me queda más que pensar con nostalgia en cuan distinta fuera nuestra condición si aún pudiéramos oír el pito de nuestras locomotoras y ver que el lento deslizar de las vagonetas del cable aéreo de Manizales es todavía el espectáculo que maravillaba a los pobladores de la cordillera

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