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Cultura  |  27 febrero de 2022  |  12:01 AM |  Escrito por: Administrador web

CUENTO DEL DOMINGO: La banda de los diez

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Por Mario Augusto Castro Beltrán

A hurtadillas, cada uno iba sacando de su casa lo que tenía que sacar para poder cumplir con su compromiso frente a la banda. Hoy le tocaba al negro Hernán, de la misma manera como ayer le había correspondido a Mario Arcila, o la semana anterior a Julián, o mucho antes al Topo, o a Toño Riaño, o a Juan —el hermano del negro Hernán—, o a Alfonso, alias Carablanca, el hermano de Julián, o a Gutiérrez, o a Guillermo Oviedo, o a Enrique Castaño. Eran diez los que integraban aquella banda. Y cuando se daba la vuelta entre todos, en cuanto al cumplimiento de su compromiso su trataba, se reiniciaban los turnos. Eso sí: a las dos parejas de hermanos que había dentro del grupo, al igual que a Mario Arcila, el compromiso era más gravoso, pues se partía de la base de que les quedaba más fácil entrar a los negocios de sus padres, en los que el dinero o ciertos artículos que estaban al alcance de sus manos, abundaban más. Los otros cumplían con menos porque todos partían del hecho de que en sus casas eran escasos el dinero o las cosas que en cada evento le pudieran servir a la banda. Pero todos estos mucharejos les robaban parejo a sus padres. Y el negro Hernán y el risueño Juan, los dos González, eran quizás los que más lo hacían. El descaro de estos dos hermanos llegó a tal punto que, tres años más tarde, si partimos de la época en que la banda de estos diez traviesos muchachos estuvo en su apogeo en el pueblo, don Pedro González entró en quiebra y tuvo que acabar con su tienda: cerró puertas, ferió su casa por una bicoca, pagó algunos cuentas a las personas que más lo acosaron, cargó un camión con algunos enseres y trastos caseros, y dirigió ruedas hacia la capital provincial en donde, aprovechando su vinculación política de siempre, se dedicó a la burocracia y a medrar del erario público. La Banda de los diez chicuelos llegó a ser la más prestigiada en el pueblo, entre todos los niños y chicos de la localidad. Ninguna otra pudo anteponerse a ella. Recuerdo que yo pertenecía a otra, que al lado de la de los González y del Toño Riaño era una escuelita de angelitos, pues no hacíamos más que jugar a la lleva, jugar a la Vuelta a Colombia empujando con el dedo medio de la mano derecha una bolita de cristal por entre el canal que dibujaba pretensiosamente el mapa del país, y jugar al tuntún, o pertenecer a la cruzada de niños que formó el cura del pueblo para que diéramos lucidez a la misa y a las procesiones formando un escuadrón de rapaces que entonaba canciones religiosas y místicas dirigidas al Señor Caído, o a la Virgen del Carmen, y en los días de las Navidades, al Niño Dios. Todos los que hacíamos parte de una banda como de la otra, y varios otros que hacían parte de otras muy conocidas entre sí, estudiábamos en la misma escuela. Lo que ocurría era que los de La Banda de los diez cursaban el cuarto o el quinto de primaria, en tanto que los de mi banda apenas sí comenzábamos los dos primeros años escolares. Entre los míos comentábamos las travesuras de los de La Banda de los diez y nos escandalizábamos. ¿Acaso éramos unos angelitos buenos? No, por nada. ¿Y los de La Banda de los diez, qué eran? Creíamos que eran unos demonios, y hasta nos daba cierto miedo encontrarnos con ellos; es que eran de armas tomar, aventurados, testarudos, desobedientes, medio pendencieros, se enfrentaban con algunos de los profesores, desafiándolos, con algunos y no con todos, porque lo que era con don José, o con don Édgar, o con don Evelio, o con don Guillermo, no había modo, pues eran muy, pero muy bravos estos profesores. A doña Cleta la hacían llorar a cada rato. “¿Y quién fue, doña Cleta?”, le preguntaba a ella don José, el director de la escuela, y ella, cansada ya de soportar las travesuras de siempre, respondía que “nadie, don José, es que a mí me parece que me molestan, pero creo que no, y dejémoslo así, señor director, que no vale la pena, son niños traviesos y nada más”; doña Cleta sí que se acostumbró a sobrellevar las travesuras de los chicuelos de La Banda de los diez. En cuanto a mí, el miedo que yo sentía frente a ellos se aminoraba porque tenía plena fe y confianza en Julián, que era también mi hermano. Julián me defendía de sus compinches y no permitía que jinetearan sobre mí, como sí ocurría con otros de mis compañeros de barra. La Banda de los diez, en definitiva, era comandada por mi hermano Julián, en conjunto con el Topo y con Toño Riaño. Los demás se atenían a las directrices que trazaban estos tres mocosuelos, y pare de contar. Mi otro hermano, Alfonso, no contaba, pues solo recibía órdenes, como los seis restantes, y, eso sí, robaba parejo a mi padre con el fin de cumplir con su compromiso. Los compañeritos de mi banda —que éramos siete— sí que respetábamos a los de La Banda de los diez. Y pese a que casi todos nosotros, los de la banda que pertenecíamos a la cruzada del cura, teníamos parentesco con algunos de los de la banda más jodida, también nos arropaba el temor frente a ellos, de modo que ninguno, excepto yo, llegó a salir con ellos a recorrer los alrededores rurales del pueblo. Y eso que solo lo logré en una única ocasión, porque así lo dictaminó Julián una mañana en que preparaban una de sus salidas rutinarias. En aquella oportunidad, y sin proponérmelo, llegué yo a cierto sitio que se conseguía detrás de la casa de los Riaño, y allí estaba reunida toda la banda. Preparaban una salida a los alrededores, quizás a las montañas que quedaban en la parte media de la tierra fría del pueblo. Yo hice como que no me extrañaba al ver cómo alistaban dos escopetas hechizas, de esas que denominaban de cañafístula. Toño Riaño tenía una, y el Topo la otra; los demás empacaban galletas, sardinas enlatadas de las grandes de Ecuador, panes, arepas y gaseosas. Todo eso de las comidas, según oí, lo habían comprado en la víspera con el dinero que Hernán y Juan le habían hurtado a su padre el día anterior. Ahí, al lado de Toño y del Topo estaban las bolsas que contenían la pólvora, la sal, los perdigones y los tacos de cabuya que servían para cargar cada escopeta. La sal, según entendí, la utilizaban para que le ardiera el culo al que recibiera una descarga: era copia de un truco que usaba el viejo cascarrabias de don Tobías Avendaño para espantar con las nalgas ardiendo, a los rapazuelos que penetraban a hurtadillas al solar de su casa con el fin de robarle sus moras de Castilla. Vi cómo cada uno de los dos comandantes, como en aquellos momentos se hacían llamar de sus demás compinches —el tercero era Julián—, ponían un poco de pólvora en cada escopeta, luego un taco de cabuya, después un poco de sal revuelta con los perdigones, luego otro taco de cabuya, y después otro tanto de pólvora para continuar con la misma carga, valiéndose para ello de una varilla rematada en una punta con un taco de cabuya bien amarrado, para que no se desprendiera de la varilla. “¿Y este pendejito qué viene a hacer aquí?”, recuerdo que con voz estentórea y salida de tono preguntó al desgaire Toño Riaño, el más atrevido de todos y por esto mismo el más temido; alzó su cabeza sin dejar de sujetar la varilla en un movimiento de sube y baja dentro del cañón de la escopeta, y me miró furioso con esos ojos verdosos que se enmarcaban dentro de curtido rostro de bronce. Yo no dije nada, pero sí me puse colorado. Julián salió en mi defensa ahí al lado de Toño y dijo, en los momentos en que varios de sus compinches trataron de agarrarme, que era que él quería que yo los acompañara y que desearía que no se hablara más del asunto. Contra la rabia del Topo y, sobre todo, contra la iracundia que invadió a Toño, Julián arrastró conmigo, una vez que acabaron el alistamiento de cuanta vitualla juntaron para atender las necesidades de la marcha. Recuerdo que empacaron las armas entre unos costales que supieron disimular muy bien, pues al menos ninguno de los adultos que se encontraban en la plaza por la cual hubimos de cruzar en diagonal, ni ninguno de los que se encontraban en las calles que tuvimos que recorrer para alcanzar la salida del pueblo, miró con extrañeza cada bulto, y mucho menos sospecharon la marcha de los muchachos, pues se trataba de otra caminata más de las que solía hacer La Banda de los diez. Promediaba la mañana cuando empezamos a alcanzar el paraje hasta el que la banda se había propuesto llegar ese día. Durante la caminada, Toño Riaño no hizo otra cosa que echar pestes de lo verraco que estaba, a causa de mi enrolamiento al grupo, y en medio de ellas despotricaba con cierta cautela improperios contra Julián. Al llegar al sitio predeterminado, el enojado Toño me hizo caer al suelo intempestivamente, aprovechándose de que yo medio me recostaba para dejar caer la pequeña carga que se me había encomendado, y en esos momentos fue cuando Julián ya no mantuvo más su disfrazada tranquilidad y se dejó ir con toda su descomunal humanidad —que era bien grande para su edad— sobre el cuerpo de Toño; con la carrera acelerada que traía mi hermano se llevó por delante a su oponente y ambos rodaron por el suelo, enlazándose en furiosa batalla. Solo el cansancio los venció a los dos porque ninguno de ellos pudo vencer por su propio esfuerzo a su contrincante. Raro fue que ninguno de los dos protagonistas de la reyerta fuera aupado por ninguno de los que allí estábamos, como tampoco fue vituperado ni el uno ni el otro. Fue como si todos nos hubiéramos puesto de acuerdo para dejar que mediante ese combate a mano limpia, a puño cerrado, se definiera cierta rivalidad que existía entre este par de muchachos. En cuanto al Topo, ya estaba definido que nadie disputaba el liderazgo que compartía con Toño y con Julián, pues de su naturaleza emanaba cierto don de mando que era respetado por todos, sin exceptuar a los dos que acababan de pelear. La riña volvió más amigos a los dos rivales y propició el milagro de que entre ellos y el Topo naciera un mejor entendimiento en cuanto a la forma de ejercer la jefatura. Casi en el mismo instante en que los peleadores tuvieron fuerzas para ponerse en pie, se miraron a los ojos, y como impulsados por un resorte se acercaron uno al otro y se tendieron la mano, como diciéndole cada uno al otro que hasta ahí llegaba cualquier fricción que hubiera podido existir entre ambos. Mientras duró el repuje de los contendores, yo no hice más que estar atento a que el tal Toño Riaño no fuera a descalabrar sin compasión a mi hermano, y sin que nadie lo viera me hice a un tremendo palo que por el suelo encontré y lo oculté detrás de mi espalda, por si acaso. Pero no lo necesité al ver que finalizaba la lucha, me desprendí del garrote y me acerqué a Julián que jadeaba y procuraba sonreírme. “Aquí te quedarás, niño, con nosotros”, musitó, “aquí te quedarás, ya lo verás, y nadie te volverá a joder”. Me puso una mano sobre la mollera y mesó mis cabellos, y yo me sentí reconfortado, ya que durante las varias horas que duró la marcha apenas sí me sentía con fuerzas para que no me derrotaran las miradas verdienojadas del Toño Riaño, ni las imprecaciones suyas que volaban por los cuatro costados. Todo, después, fue color de fiesta. Estos chicuelos que inician sus quehaceres, sus charlas, sus juegos, sus chanzas. A la hora del almuerzo se abrieron las latas de sardinas y se le dio a cada uno su buena porción; Toño Riaño buscó la manera de congraciarse mucho más conmigo echando un pedazo de sardina de su plato a mi plato; comimos los pescaditos enlatados con muy buenas cantidades de arepas y de pan, y hasta con arroz, pues Mario Arcila nos sorprendió con un kilo de este cereal llevado por él y que él mismo preparó. Acompañamos el almuerzo con naranjas silvestres y con guamas, y bebimos gaseosas. Algunas cervezas que había empacado Toño Riaño fueron despachadas por los tres comandantes y por nadie más, “ustedes están muy culicagados para beber cerveza”, fue lo que nos alegaron para evitar darnos una gota siquiera. Acabado el almuerzo nos pusimos a charlar, aunque este término no es el más apropiado porque la verdad es que los que charlaban eran ellos y no yo, que no me separaba de Julián, quien de vez en cuando me preguntaba si estaba contento. Carablanca era el que más reía, y reía hasta que alguno se atrevía a llamarlo por su apodo, pues hasta ahí llegaba la fiesta y se presentaba un conato de riña que no pasaba de ser eso, puesto que Julián frenaba a nuestro hermano, al paso que el Topo o Toño frenaban al que se había atrevido a zafar el sobrenombre malquerido. No te apures, Carablanca, que no tengo quién me espere, decían de cuando en vez los del grupo, buscando enojar a Alfonso, pero todo paraba de la misma manera, con Julián por un lado, y con Topo o Toño por el otro. Llegaron las tres de la tarde. Lo que hicimos durante la tarde después de hacer un poco de pereza para botar la modorra que deja un almuerzo opíparo, fue iniciar una sesión de tiros al blanco, escopeta al hombro de cada tirador. Casi no me dejan hacer el único disparo que hice, pues me consideraron muy pequeño para ello, a más de que, decían algunos, no tenía derecho a hacerlo porque no pertenecía a la banda. “Que haga uno de mis tiros”, fue lo que argumentó Julián, y se hizo así. Me pusieron el arma en posición de disparar y disparé: el tiro salió hacia adelante, tal vez hacia arriba, y yo salí disparado hacia atrás: la escopeta me disparó a mí también: brutal pateada fue la que me pegó y fui a caer contra una roca que me dejó bien golpeado, pero sin que alcanzara a hacerme daño. Sobre las cuatro de la tarde pasadas, los muchachos dejaron de disparar. Los comandantes dispusieron que empacáramos porque había que regresar, como que en menos de dos horas ya habría de llegar la noche. Se hizo así. De pronto, en medio de unos fugaces momentos de silencio, de aquellos que quedan después de ratos de haberse gastado muchas energías en juegos y charlas, oímos como unos ayes. Los comandantes se dirigieron al lugar desde donde provenían los clamores de dolor y regresaron a los dos minutos con los ojos desorbitados y llenos de espanto, y gritando que lo habíamos matado, que estaba ensangrentado, sus ropas llenas de barro y sangre, todo barbado, todo flaco, medio muerto por las esquirlas, que nos fuéramos rápido, que voláramos antes de que llegara alguien y nos acusara, y todos nosotros cogimos todo lo que debíamos llevarnos, como robotizados, como si estuviéramos haciendo lo que siempre hacíamos, sin pensarlo dos veces, rápido, con prisa, como almas que lleva el diablo. Revolamos en cuadro, corra que corra, tanto que hasta Julián se olvidó de mí y yo de él, y Toño Riaño de todos y todos de él, y Mario Arcila de los González y estos de Enrique Castaño, y todos de todos, y todos de todos. Y terminamos perdiéndonos. Al rato, uno se encontró con otro, yo me encontré con Juan González, quien, de reír todo el día, ahora lloriqueaba, asustado, molido por el miedo; al rato nos topamos con Gutiérrez y después con Toño Riaño. Todos estábamos llenos de pavura, bien pero bien asustados. “Quién sabe dónde andarán los demás”, dejó escapar Juan González, pero nadie respondió. Llegó la noche y nos cobijó, y nos pusimos a temblar de miedo y de frío; lo cierto es que el que mantenía mayor presencia de ánimo era el Toño Riaño, quien por momentos llegó a dominar la situación para dedicarse a pensar qué era lo que teníamos que hacer en esas circunstancias. Luego de caminar varias horas sin rumbo fijo, sin ni siquiera alcanzar a ver alguna luz en lontananza, sin saber siquiera hacia dónde nos dirigíamos, decidimos pernoctar bajo un frondoso árbol. Tal vez en las mismas circunstancias se encontraban los demás, pensábamos, y eso en efecto fue lo que aconteció, de acuerdo con lo que corroboramos al siguiente día. Ninguno durmió durante esa noche que sí que fue bien larga. Apretujados unos contra los otros nos defendimos del frío y del miedo al sabernos los cuatro juntos. A la mañana siguiente, con las primeras luces, nos incorporamos y buscamos la forma de orientarnos. Solo unos doscientos metros nos separaban de la casa de la finca de uno de los tíos de Gutiérrez y allí fuimos a dar. Allí nos regalaron aguapanela caliente y le encomendaron a uno de los peones de la hacienda que nos acompañara hasta el pueblo, adonde llegamos atortolados y dispuestos a recibir sendas y soberanas muendas de parte de nuestros padres, como aconteció en efecto. Ya por las horas de la tarde nos juntamos todos a comentar lo que pudo haber sucedido y lo que sucedió, pues antes del mediodía, de un modo u otro, ya estábamos todos en el pueblo. Fuimos al solar que estaba sito en la parte trasera de la casa de Toño Riaño, pero después de largo rato no pudimos concluir nada que nos satisficiera. Solo en las horas de la noche comenzó a correr el rumor de que en la vereda de Bellavista se había encontrado el cadáver de un hombre que resultó ser uno de los más peligrosos chusmeros de todo el contorno comarcal. Hasta una recompensa de cincuenta mil pesos se daba por él, pero ninguno de los de La Banda de los diez, ni yo, nos atrevimos a sugerir que posiblemente alguno de los tiros lanzados por alguno de nosotros había sido el causante de la muerte del bandolero. “Bueno, bueno, muchachito, márchese que ya no podemos seguir contigo”, fue lo que me dijo el Topo. Los tres comandantes, incluyendo a mi hermano, se habían puesto de acuerdo para no andar conmigo un metro más. De manera, pues, que no volví a andar con ellos durante el resto del tiempo que mi padre nos tuvo viviendo en aquel pueblo, que no fue más que seis meses. Durante ese medio año, me precisa decirlo, no volví a tener temor alguno frente a La Banda de los diez. Me quedé calladito frente a los pequeños miembros de mi banda sobre los pormenores de la aventura por la que habíamos pasado aquel rápido día, aquella larguísima noche. Seguí con los de mi banda jugando a la lleva, jugando a la Vuelta a Colombia, al tuntún, al trompo, y cantando canciones religiosas y místicas dirigidas al Señor Caído, a la Virgen del Carmen, y en la última Navidad que pasé en aquel inolvidable pueblo, al Niño Dios.

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