• MIÉRCOLES,  01 MAYO DE 2024

Cultura  |  30 enero de 2022  |  06:34 AM |  Escrito por: Administrador web

Cuentos de domingo

0 Comentarios

Imagen noticia

Me desperté llorando

Por Mario Castro Beltrán

 

 

 

Me desperté llorando porque toda la noche estuve pensando en mi madre muerta hacía poco más de un año. Fue en Panamá, en Ciudad de Panamá. Fue esa una de las experiencias anímicas más extraordinarias que he sentido en mi vida. Mi madre estuvo postrada en su lecho de enferma durante unos treinta meses. Era robusta, animosa y fuerte; y joven todavía. Es que se es joven a los cincuenta y dos años, más si se trata de una mujer. Dicen los científicos que la naturaleza femenina es más resistente que la masculina y que la expectativa de vida es mayor en las mujeres que en los hombres. Es lo cierto; es que hay más viudas que viudos, lo que quiere decir que mueren más maridos o amantes machos que esposas o amantes hembras. Y hay más mujeres solas que tienen hijos y que vivieron durante muchos años con el padre de estos, que hombres solos con hijos, hombres que hayan sobrevivido a su mujer de años. Ella contaba con cincuenta y dos años cuando se cuerpo comenzó a desmejorar. Mi padre la llevó al médico, quien dijo que había que operar, lo que hizo dos semanas después. La cosa pareció que marchaba bien, pero unos meses más tarde ella recayó. La examinó otro médico, y se programó una nueva operación en la que se le abrió el vientre y se vio lo que nadie imaginaba: un cáncer en el hígado. Sin llevar a cabo lo que pensaba hacer, el médico cerró y se le hizo creer a mi madre, previo acuerdo con la familia, que todo había salido bien. “Apenas son seis meses de vida los que le quedan”, fue el pronóstico del galeno. Éramos quince los hijos de la desahuciada, los que, perplejos, como mi padre, comenzamos a preguntarnos si debíamos contarle o no a mi madre lo que ocurría con su hígado. Resultaba muy difícil hallar la respuesta acertada. Pero, ¿acertada para quién? Debíamos partir del hecho inicial de cómo habría de vivir ella ese medio año. ¿Mi madre tenía derecho a saberlo desde ya? Y en cualquiera de los dos casos, negativo o positivo, ¿habría ella de salir favorecida? ¿Cómo quedaría ella sabiendo que habría de morir de manera ineluctable, en poco tiempo? ¿Qué haría? ¿Viviría en paz? ¿Lo resistiría? ¿Se amargaría desesperadamente? ¿Cambiaría su manera de proceder, su forma de pensar, sus creencias, sus sentimientos, su benevolencia, su magnanimidad, su especial sentido maternal para con nosotros, su sentido de esposa frente a mi padre? ¿Se inclinaría por dejarse morir sin remedio, olvidándose que podría luchar por la vida contra la muerte? O, por el contrario, ¿velaría por vivir con suma intensidad el corto tiempo que supuestamente le restaba en el mundo de los vivos? Y de ser así, ¿tendría fuerzas para hacerlo y para lograrlo? ¿Se lanzaría, quizás, a vivir para nosotros los de su familia, acentuando su especialísimo sentido de madre, su incomparable rol de esposa, brindándonos un amor más intenso, un cariño más caluroso, un haz de directrices grandilocuentes por la vida y para la vida? ¿Acaso habría perseverado por fortalecer más aún los estrechísimos lazos fraternales, filiales y paternales que a todos nosotros, los de su directa familia, nos envolvían, de modo que esos vínculos jamás llegasen a enervarse con el paso del tiempo, o de llegar a ocurrir que se debilitasen lo fuesen luego de que hubiese transcurrido un larguísimo tiempo? Por amor a ella, ¡oh, cielos!, ¿qué hubiese pasado de haber conocido ella el infausto mal que la aquejaba? ¡Todos nos quedamos sin saberlo! Y yo todavía me pregunto si obramos bien o mal al no decirle de su estado malhadado, y aunque pasé por fuerte durante todo el tiempo del desenlace previo a su partida de este mundo, mi opinión particular fue que ella no lo llegara a saber, y ante la disyuntiva de si debía o no decirle la verdad, cerré cerreramente mi inteligencia, luego de ponerlo en la balanza no más de tres veces, y a nadie de mi familia le llegué a tocar el tema. Llegué a pensar que ni a mi padre ni a mis hermanos les cupo la duda al cabo de un corto tiempo, pues a ninguno le oí decir algo al respecto: fue como si todos nos hubiésemos puesto de acuerdo al unísono. Aún hoy no sé si fue acertado el hecho de que nunca le hubiésemos manifestado a ella lo que derruía su fuerte organismo. En cuanto me toca, hoy quizás puedo pensar que la mía fue una posición muy cómoda. En fin: la de todos. Pero creo que obramos bien al no haberle comentado absolutamente, pues no tuvimos que cargar con un ser querido que se hubiera amargado más de lo que estuvo durante el tiempo de su larga enfermedad, de haberlo sabido. No obstante, se llega a la misma cuestión de que nunca pudimos saber cuál habría sido la verdadera reacción de nuestra madre si hubiera conocido su mal. Tal vez ella habría sido más fuerte que cualquiera de nosotros, y hasta más que todos juntos. Mas, ¿cómo saberlo ahora? A pesar de todo, tuvimos que sobrellevar la intranquila y exasperante situación de ver y sentir cómo se iba consumiendo lenta, lentamente, con el paliativo extraordinario de que asumió cierta disposición de ánimo difícil de encontrar hasta en personas plenas de salud y de vida. Yo la miraba ahí postrada y me parecía sentir que ella creía que no iba a morir, al menos en muchos años. Pienso ahora, y pensaba por ese entonces, que de haberme atrevido a tener la fortaleza y la impertinencia de preguntarle “cuántos años mamá te gustaría vivir desde este instante en adelante”, me habría respondido que varias vidas más largas que la de Matusalén. Es que mi madre amaba la vida. La amaba tanto como a sus hijos, y tal vez por este amor hacia nosotros era por lo que sentía aquel. Se le veía en sus ojos, en sus caricias, en la manera de mandarnos algo, en sus sonrisas, en la forma como narraba una travesura de alguno de sus hijos, o uno de nuestros pequeños éxitos; en el modo como nos defendía discretamente de las soberanas palizas que nuestro padre nos daba, no sin razón; en la manera como nos castigaba; en la forma como nos atendía y como se preocupaba por cada uno de nosotros; se le sentía por todos sus poros, se le sentía porque así lo irradiaba, porque nos alcahueteaba cuando consideraba que debía permitirlo, cuando nos ordenaba perentoriamente algo porque debíamos hacerlo o dejarlo de hacer o, sencillamente, porque no debíamos hacerlo, ahí se le veía siempre, siempre, velando siempre por nuestro bien en todos los vericuetos de nuestras formaciones, de nuestras marchas por la vida y por el mundo. Ella nos amaba y por eso amaba la vida. Y gozaba viviendo, como nadie: ella reía de buena gana, y lloraba también; lloraba como mujer, como madre y como esposa, sin mimos, con ardentía, con altivez, con buena compostura, enseñándonos que es bueno saber llorar para limpiar con los lloros y las lágrimas todo lo que tenemos dentro. Ella gozaba viviendo y ansiaba que todo el mundo gozara viviendo: así la recuerdo y así la llevo en mi mente a toda hora. Ella habría querido vivir para ver y sentir a los hijos de sus hijos, y a sus bisnietos y a sus tataranietos, de ser posible. Y bien que amaba con fuerzas desmedidas a todos los seres que de ella nacieron y a los comenzaron a nacer de las entrañas de estos. ¿Cómo, pues, llegar a creer que a ella le cruzaba por su mente la idea de que habría de morir ahí en su cama, definitivamente? Hasta donde me penetré, no llegó ella a pensar, en ningún momento, en que se le habría de ir su aliento por siempre; lo pensó, tal vez, en los últimos instantes de su vida. Se aferró a esta con una fuerza inusitada que a mí me conmovió cada minuto, y que bien habría querido poseer yo. La veía adelgazar, la veía perder sus carnes y sus facciones, y veía cómo ese rostro suyo se iba muriendo poco a poco. Amaba tanto el vivir que fue capaz de vencer a la muerte en muchas batallas, pues los seis meses transcurrieron y el desenlace fatal del pronóstico plural de los médicos no se dio. Poco a poco fueron transcurriendo uno, tres, cinco meses adicionales, y nada que la muerte podía con ella. Y pasó más tiempo, y a veces amanecía irradiando tanta vivacidad, a pesar de que su cama no la soltaba, que hasta pensaba yo que nunca fenecería. Venció de seguido a la muerte, en tantas oportunidades como para que llegase yo a tolerar la idea de que no la vio de cerca si no en los instantes del desenlace final. Y la continuó venciendo al través de treinta meses más. Un día en la madrugada, a eso de las dos de la mañana —me lo contó mi padre porque yo no estuve en casa durante los últimos meses de la enfermedad—, mi madre lanzó un grito profundo como un ronquido grave, o, más bien, como una voz de auxilio que trataba de conseguir fuera escuchada con toda su intensidad, pero que parecía como que venía apagada desde el fondo de su garganta. Corrió mi padre hacia el cuarto de la enferma y vio que ya no era la mujer que luchaba: la muerte comenzaba a ganar la última batalla, la que siempre se decide en su favor, y la puso en mortal agonía. A partir de esos segundos larguísimos para mi padre, la inexorable parca galopó y galopó acaballada sobre la escuálida humanidad, y dos días después se la llevó a sus dominios. Ahí quedó su cuerpo exánime; su faz, con todo, quedó sonrosada y llena de una bondad dulce e inmarcesible, tanto como para que aún hoy pueda decir que la veo tal cual era en sus mejores momentos de sana potencia vital, y pueda llegar a concluir que la llevo viva en mi corazón, dentro de todo mi ser. A ella, durante todo el tiempo que sobrellevó su amargo y fatal mal, no la lloré. ¿Cómo, si nunca ella misma nunca lloró su mal estado, su dolor, su consunción? No la lloré porque sabía que no habría querido que se le llorase. Solo, al cabo de un año, sin darme cuenta, me desperté llorando. Fue en Ciudad de Panamá. Me desperté llorando, pues estuve soñando toda la noche con ella. Soñé sobre lo sucedido al través de los treinta meses que duró postrada en la cama; soñé todo lo acontecido al través de los largos años de su vida en que pude disfrutarla. Por eso fue que tal vez lloré, y porque, pese a que gocé teniéndola viva ahí, amparándome, ayudándome, queriéndome y consintiéndome, el recuerdo que llevo de ella dentro de mí —así sea el mejor del mundo—, no se compadece con el hecho de tenerla viva.

 

PUBLICIDAD

Comenta esta noticia

©2024 elquindiano.com todos los derechos reservados
Diseño y Desarrollo: logo Rhiss.net