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Cultura  |  06 julio de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Cuento: La otra mirada

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Un texto de Ofelia Arévalo Ariza. Hace parte del libro Literatura Herramienta de la Historia. Un proyecto del grupo Café y Letras Renata.

La calle se ve desierta bajo el inclemente sol de la una de la tarde.

Una mujer camina buscando la sombra de los aleros. Su paso es irregular; a veces rápido y luego se detiene, como si se cansara o se arrepintiera de seguir hacia su destino, su cuerpo se encorva más -pareciera llevar una carga-, mira al piso, reanuda su caminar cansino.

Por fin se detiene frente a un antiguo portón de madera; levanta la mano para tomar el viejo aldabón de hierro en forma de garra de león, está entreabierto, así que empuja. La sobresalta el chirriar de los goznes, pero sigue al umbroso corredor, desierto como la calle.

Se sintió intimidada por los altos techos que coronaban encaladas paredes y el silencio que hacía retumbar sus pasos en el piso adoquinado. Junto a las paredes se alineaban muchas sillas de madera café oscuro y baqueta. Continuó su marcha y al final desembocó en otro corredor que la llevó a un pequeño patio lleno de plantas y un imperceptible olor a yerbabuena. También había sillas. Siguió bordeando el patio y en el fondo vio otra puerta cerrada. Supuso que allí, estaba lo que había ido a buscar.

Buscó una silla cercana a la puerta, se sentó con los ojos fijos en las plantas y en unas pocas flores blancas que no había notado. No supo cuánto tiempo pasó, de pronto se abrió la puerta y un hombre con uniforme militar, le indicó sonriente que debía pasar.

Puso de pie muy despacio, dudó en caminar hacia la puerta abierta y su vacilación fue tan notoria que oyó decir al militar: “ñora, por favor pase usted, la estamos esperando”. Miró la cara del hombre , quien seguía sonriéndole, entró y vio en el centro del salón una mesa donde estaban sentados una mujer y dos hombres; hacia el fondo, otra mesa con cuatro personas, incluido el militar que había abierto la puerta. Una leve inclinación de cabeza fue su saludo.

Se encaminó a la primera mesa y uno de ellos se puso de pie y la invitó a sentarse. Lo hizo mirándolos uno a uno. Ellos, parecían expectantes. Se hizo un largo silencio.

La mujer de la mesa al fin dijo con voz un tanto seca: “y bien señora… la escuchamos”. La recién llegada, apretó las manos en su regazo, tomó aire, como si llegara de una muy pesada jornada y necesitara retomar el aliento para hablar. Su voz sonó firme: “¿Señora no me recuerda? y ¿Ustedes dos tampoco? Los de la mesa se miraron entre sí de manera interrogante, pero ninguna mirada mostró respuesta…

“Soy María Colombia Pérez, de la vereda. No importa el nombre de la vereda, porque creo que igual tampoco la recordarán. Ahora estoy aquí sola, pero antes tenía un esposo y dos hijos, que ya no están”, aspiró profundamente y prosiguió: “A él, lo dejaron ustedes allá a la sombra del corredor de nuestra pequeña casa, de la “chagrita”, y a mi hijo mayor justo debajo del guanábano que estaba en la cerca de la salida. Fue hasta donde logró correr, y a mi hija”. Los miró inquisitivamente. Ellos sólo la miraban. “¿No recuerdan que se la llevaron? Pero tampoco les duró. Lo supe cuando volví de no sé cuántos meses de oscuridad”.

Su voz sonaba cada vez más cansada. Tomó aliento de nuevo y los miró: “pero ustedes no me recuerdan. No los recuerdan a ellos, pero yo sí los recuerdo a ustedes.  Están algo más viejos, pero sus ojos, su mirada, sigue siendo igual de fría e indiferente. Los miraba uno a uno. Siguen iguales a como los vi la última vez”. Ninguno dijo nada. Parecía que ni siquiera se respirara en el amplio salón.

María se puso de pie, retrocedió un paso, suspiró muy fuerte y dijo: “Creo que no debía de haber venido. Creo que fue un error, no debí gastar su tiempo”, dio media vuelta y rápidamente salió.

Casi corriendo cruzó los corredores ominosamente vacíos y salió a la calle. Hizo una pausa y de nuevo empezó a caminar alejándose del lugar. Iba cada vez más, más rápido y de pronto notó que fluían lágrimas a torrentes. Luego corrió y siguió llorando. Levantó los brazos como si fuera a volar. Corría, lloraba, reía. Reía, lloraba, corría y de repente, paró en la mitad del parque solitario. Loraba menos y reía más. Se dijo muy quedito: “ ésta debe ser la paz”. Al fin se sintió libre, porque hacía muchísimos años no lloraba, y menos aún, reía y siguió pensando: “sí, sí creo que así debe ser la verdadera paz”.

Volvió a caminar, despacio con los hombros derechos, la cabeza erguida, la mirada al frente y una risa que ahora, era una sonrisa que salía desde sus ojos aún con unas cuantas lágrimas. Sí, allí estaban, ya no tan saladas y no eran amargas.

Miró la calle y le pareció que se había convertido en un camino luminoso, lleno de sol.

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