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Cultura  |  29 junio de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Cuento: El niño de Berruecos

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Un texto de Luis Carlos Vélez. Hace parte del libro Literatura Herramienta de la Historia. Un proyecto del grupo Café y Letras Renata.

Padrecito le voy a decir la verdad, y usted me dice cuando me van a dejar ir de la capilla…

Antes le digo que me gusta leer y poner cuidado a lo que veo para contarlo bien.

Por orden de mi padre guardé su hoja escrita en el morral y eché a andar las dos leguas que separaban mi casa de la posada de La Venta, padrecito. Apenas clareaba. Por alegrar la mañana fría silbé a medida que avanzaba por entre la niebla. El trino de los pájaros competía con el aullido de los monos, y el olor a madera húmeda se metía en mis narices.

Ya había pasado por la Jacoba. Usted sabe que es un sendero boscoso, húmedo y estrecho, por donde hay que caminar despacio para no caer en lodazales; sentí el trote lento de caballos y apenas tuve tiempo de apartarme. Eran tres hombres que subían en fila por el sendero. Me lancé a los matorrales para que no me atropellaran. No hablaban, pero fumaban y bebían.

“¿Para dónde vas muchacho?”. Me dijo uno.

Para la venta, dije.

“Vamos, apúrate”, dijo uno a otro; y siguieron.

Salí de los matorrales, y sacudiendo mis ropas saqué el morral del charco. Le confieso y me perdona padrecito, pero dije: maldita sea… Yo sé que sí me perdona… Los zancudos formaron una nube que se metió por la montaña, serenitos, padrecito, sin un zumbido.

Reacomodé el pañuelo que cubría mi cabeza y que en la caída me tapó un ojo; ajusté la cabuya que sujetaba mi alpargata a la pierna izquierda, subí mis pantalones que no sabía que los tenía en las rodillas, y sentí frío en las nalgas. Reí de mí mismo, y seguí para la Venta. De a poquitos empecé a sentir miedo.

Salió el sol y despejó la niebla. Atisbé atrás para recordar el sitio en donde caí, pero no maldije más, padrecito, se lo juro. Silbé a la soledad de la montaña, para romper el silencio del miedo.

Buscando las orillas y salir de los matorrales sujeté las yerbas para no resbalarme; miré arriba, a los árboles, buscando no sé qué; tal vez un pájaro muerto o un polluelo huérfano, no recuerdo bien. Tanto me entretuve que llegué a la posada de la Venta sin pájaro ni polluelo.

Dos mulas cargadas y siete caballos amarrados a los postes que sostienen el alero de la entrada. Adentro se oían voces. Una gallina salió corriendo, se detuvo en la mitad del camino, seguida de tres pollitos amarillos, y escuché los cabezazos de un marrano a la cerca.

Dudé si entrar o devolverme. Después de recorrer el camino a la posada, sentí miedo, y me dije: qué te pasa Gabriel, te volviste cobarde de la noche a la mañana, tuntuniento estúpido; recuerda que no debes volver a la casa sin entregar el mensaje al dueño de la posada.

Cuando entré todavía no tenía todo el miedo por dentro, pero después va a ver por qué sí, padrecito. Tal vez porque el sol me traía enceguecido no distinguí a quienes estaban dentro. Sólo sombras que se movían. Después, las sombras se volvieron hombres. Hombres que no conocía. Siete, pero dos eran arrieros. Hablaban en voz baja y me miraron de reojo cuando saludé al dueño de la Venta. Entonces sí sentí que tenía el miedo por dentro.

Señor, le dije, vengo a traerle un recado de mi padre. El posadero se quedó mirándome y en sus ojos leí el mismo miedo mío. Imaginé que quería decirme algo pero no se atrevía.

Imprudencias de muchacho que soy, tal vez, pero tuve el atrevimiento de recostarme en el mostrador para ver mejor a los que seguro eran dueños de los caballos. Vestían de paisanos. Sin armas a la vista. Todos llevaban sombreros. Y entregué el recado.

Me di cuenta del error y giré para encontrar que el dueño de la posada trataba de leer con cuidado las letras mojadas del recado de mi padre. Más que eso, arrugó las cejas; se parecía a mi padre cuando me regaña. No dije nada, seguí esperando, y atisbando.

Uno de los hombres se levantó; eché mis hombros atrás, y él pasó por mi lado para pagar la cuenta, y preguntó:

“Venimos del Salto de Mayo y vamos al sur. ¿Falta mucho para llegar a la Jacoba?

“Un poco más de legua y media”. Dijo el posadero, y le sentí el miedo.

Yo bajé la cabeza, pensando en el sendero pantanoso que los esperaba. El posadero dijo:

“Les deseo buen viaje, y no olviden que los espero de regreso en mi fonda para atenderlos. Dios vaya con ustedes”.

Seguí sin mirarlos cuando salieron. Escuché que hablaban afuera. Después el ruido de sus caballos. Uno de los caballos relinchó y sentí el sonido de las herraduras en las piedras de la entrada. El trote, y luego, otra vez, el silencio, sin canto de pájaros.

Me senté en la misma mesa donde estuvieron los viajeros, a esperar que el posadero enviara su recado a mi padre, pero no dijo palabra y yo hice lo mismo. Imagino que las letras del recado se borraron y por eso no pudo leer para enviar su recado. Apenas dije adiós, y él no contestó, salí. Atisbé para todos lados. Creo que los viajeros me llevaban diez minutos de camino.

Al rato, padrecito, vi a los viajeros bajo un árbol. Creo que bebían licor para calentarse.

“Buen día, muchacho”, me dijo el que parecía que mandaba.

Buen día, contesté y el otro preguntó:

“¿Qué se dice por estos caminos?”.

Se me ocurrió contestar algo distinto y dije: Nada señor; como puede ver, solo silencio y soledad, de vez en cuando le canto a los pajaritos para antojarlos a hacer lo mismo, pero no quieren.

Se rieron y el que parecía ser el jefe dijo:

“Si quieres muchacho, sigue con nosotros. Yo te llevo al anca”.

El miedo me hizo decir: No señor, gracias. Vivo cerca de aquí. Estoy por llegar y quiero cazar un pajarito.

Rieron a carcajadas y seguí mi camino. Después me alcanzaron y pasaron de largo, aunque iban despacio, muy despacio… Antes de llegar a una curva del sendero volvieron riendas; agitaron sus manos para despedirse. Hice lo mismo y empecé a silbar para espantar el silencio que me envolvió al quedarme solo; caminé despacio; mucho rato caminé, mirando de vez en cuando mis alpargatas y otras, el camino. Así, hasta cuando escuché el primer estampido. Sin pensarlo dos veces, tiré el morral a la zanja y me escondí en los matorrales. De miedo no supe si sonaron otros dos o tres pistoletazos. Escuché el galope que se alejaba y no salí hasta que volvió el silencio. Esperé como dos horas hasta que me atreví a salir y a pasar por el sendero de la Jacoba. Y cuando vi al señor que se ofreció a llevarme al anca, tendido en el lodazal y sin sus amigos, supe por qué sentía miedo, y corrí y corrí hasta llegar a mi casa, para contar a mi padre lo que había pasado. Él me preguntó si el posadero había mandado un recado conmigo, y me regañó, se puso furioso y me castigó cuando le dije que no, y que su recado se me había caído al charco.

Días después, llegaron los soldados que me amarraron, y yo pensé que era por haber dejado mojar el recado; acuérdese padrecito que usted me preguntó: “Muchacho, ¿vio a quiénes mataron al mariscal Antonio José de Sucre?”, y yo le contesté que no los vi, pero que sí sentí los disparos, padrecito; ahora recuerde que usted estaba presente cuando el que manda allá afuera le dijo a cuatro de sus soldados:

“Vayan de inmediato por el posadero y por el padre de este muchacho, que este testigo que me salió poeta…pero antes pongan al muchacho en capilla”. Y no me llevaron a ninguna capilla, me trajeron aquí…

Ahora sí contésteme, padrecito: ¿cuándo me puedo ir después de que me lleven a la capilla?

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