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Cultura  |  06 junio de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Cuento: Pájaro Azul

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Este texto hace parte del libro "Tedas cuenta que no hay nada que amar", y se publica con autorización de la familia del escritor Gustavo Rubio.

Hace frío y usted viene camino de la cita. No se detiene, no tose, mira de pronto el aviso luminoso y se estremece. Usted ha dejado las gafas en cualquier parte de la casa, no se ha dado cuenta. La desmemoria es su asunto y pienso en los días que se marcharon.

Todavía tendrá que dar la vuelta, ver dos o tres autos, acaso una mujer que le interesa y estará en la puerta. Justo ahora lo recuerdo sentado, leyendo sin ganas lo que habrá de comer; Juan mira las luces amarillentas, los destellos azules del pájaro volante; si no fuera por esa aparición, cada cuarto de hora, la vida para Juan sería una infamia, no tendría el mínimo apetito y tal vez me recordaría; lo cierto es que por el pájaro, yo también lo recuerdo.

Estoy segura que pedirá un vaso de vino para acompañar la sobre-barriga, luego ha de mirar alrededor, piensa en los momentos en que lo amé y observa la puerta de entrada; no entiendo cómo es posible sobrevivir del simulacro de un recuerdo y de ese modo convierta las sombras en cómplices e igual las horas en una espera de cobarde.

Hará más probando el alimento, huélalo hombre, pruebe el vino y compruebe que la vida vale la pena, que no hay derecho a protestar cuando afuera hay niños que mueren por no tener lo que a usted le sobra, piense en los problemas sociales, usted debería ser como yo que lucho porque haya pan para todos, lea a Lenin y a Stalin, adore a Fidel, déjese de chanzas, comprenda que los libros pequeño-burgueses sólo sirven para cuestionar la vida y bla-bla-bla.

Juan come tranquilo, a veces le ha ocurrido imaginar que el vaso de vino es su propia sangre y que una mujer (podría ser yo) es lo conveniente ahora. No obstante, Juan espera que el pájaro azul emerja del balanceo pendular instalado en la pista, que el pájaro dé una vuelta y retorne a la jaula; los meseros se divierten cuando el artefacto a control remoto redime las espesas sombras. Juan pide más vino y ellos, ya se lo traemos señor.

Sospecho que Juan no logra descifrar aún cómo fue posible que se le ocurriera instalar aquella luz con imagen de pájaro y el dueño del establecimiento se prestara para ello; para mí esa acción apenas corrobora que la costumbre es más real que la niebla y el llanto y que este vino que ahora bebo.

Afuera son las ocho y una mujer camina entre las sombras: parece orientarse por la mesa de Juan y usted la mira y la ignora; se sienta en la diagonal estricta a su mesa, busca algo en el bolso, el movimiento de sus manos es torpe y se diría que nada busca o que intenta alargar los instantes para que usted simplemente la observe.

Los meseros acuden , la mujer vestida de rojo recibe la carpeta, pero retornan de inmediato porque yo los he llamado, usted me ha visto; el pájaro inunda de luz la estancia, usted y yo no nos damos cuenta, por un momento sus azules ropas sus azules ojos y todo el salón azul y la vida y la amargura, la noche vomitando sombras azules por las calles y somos la pareja desesperada de la entrega, usted y yo burbujeando rabia y esta camisa no me sirve, córrete hacia la orilla que te voy a amar a bordo de cama, dile a Rosita que no me espere, los servicios llegaron caros, qué manera de robarle a uno la plata. Los meseros, bandeja y vaso de vino, yo me levanto y usted mira cómo me le acerco, buenas noches digo, aquí está su vaso de vino y Juan dice muchas gracias.

Vuelvo a mi mesa, comienzo a probar el pescado; usted no olvida que un único instante puede cubrir de gloria y de dicha una vida o convertirla en un foso de mierda, sabe que las imágenes son hijas de la miseria y que sin embargo son todo cuando el desencuentro es el único lugar del amor que ha huido sin retorno; el pájaro de luz ilumina aquella mano que te entregó el vino, acabo de comer y bebo, pido algo más y cuando lo tengo en mi mesa, usted sabe que me levantaré y casi temblando he de recorrer la distancia que existe entre las mesas, usted no acudirá a salvarme del infortunio que es vivir sin rumbo alguno en la vida, le diré buenas noches y usted se hará el pendejo. Los meseros ignoran lo que pasa y se suben las mangas de la camisa.

Camino tranquila ahora que domino mi cuerpo, usted (lo imagino) no concibe que tanta oscuridad cohabite al lado de tanta luz, el pájaro escapa de su jaula y recorre los espacios del salón, los murmullos se escuchan leves; hago un gesto y los meseros se acercan : usted mira sin ganas porque le importa un carajo el amor , no cree que de pronto un milagro pueda irrumpir y cambiarlo todo; pago y me levanto, con pereza admiro el bullir del pájaro, tengo ganas de decir la vida es una mierda, pero callo.

Por fin puedo largarme y los meseros me siguen con la vista; para ellos soy una mujer extraña que todas las noches llega a comer y a ofrecerle un vaso de vino al tipo que se sienta en esa mesa, un tipo no menos extraño que la mujer; yo dejaré el salón, tomaré por la calle que usted transita y abriré la puerta de mi casa. Usted ha de quedarse sentado, toma más vino, los meseros se acercan y le informan que ya vamos a cerrar, señor.

Sale y son las nueve de la noche y el frío le hace tiritar. Quiere huir como todos de los fantasmas que se anidan paupérrimos en la soledad, pero esta vez (quizás la última) retrocede y solicita hablar con el dueño; le pide que por favor no vuelva a encender la luz azul, el hombre lo miró y no entendía, ya no le sirve el pájaro, dijo, así es señor, ya no me interesa, bueno y ¿qué hacemos con la jaula? se la obsequio a quien viva de ilusiones, dijo usted, y se marchó rumbo a su hotelucho de hambre, su rostro entre las manos y se preguntó si aquello valía la pena, esto es que las posiciones se mantenían y una mujer resbalando de su liberación de pompas de jabón, yo tratando de liberar la pasión que siento por usted y usted pensando que lo mío era una mera liberación de la vagina. Usted no transitó una vez más el sendero de mi casa, no volvimos a la caricia y me quedé mirando hacia atrás y sólo vi la soledad con una cruel carcajada pudriéndose en el aire; usted quiso que las cosas ocurrieran así para perderse luego en su comedia de libertad; usted llegó a su hotel, puso su cara frente al espejo y sonrió con amargura, pensó en Mónica y supo que en sus ojos hubo días y sueños y en su boca un helado de chocolate que no terminaba de chupar, que no terminaría de chupar.

Gustavo Rubio Guerrero
(Extraído del libro de cuentos: “TE DAS CUENTA QUE
NO HAY NADA QUE AMAR”. 2008)

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