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Cultura  |  26 abril de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Andrés Caicedo: Una vida irrepetible

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Gloria Chávez Vásquez

“Caicedo es el eslabón perdido del boom. Y el enemigo número uno de Macondo”

Alberto Fuguet (escritor chileno)

La del escritor suicida es un alma en pena que vaga por el mundo en busca de otros, que experimentan la angustia existencial. De esa manera comulga con esos espíritus y les ofrece su legado, en la esperanza de redimirse. Pero si alguien dudaba del poder de las palabras y las ideas, de que son como semillas que crecen con el tiempo, regadas con las memorias de los amigos y familiares, y florecidas en la imaginación de los lectores, el legado del colombiano, Andrés Caicedo, es la máxima evidencia. Porque la lectura de esas elucubraciones, es una manera de vivir a través del escritor. Y viceversa.

“Lo único que quiero es dejar un testimonio, escribir, aunque sea mal, aunque lo que escriba no sirva de nada, que, si sirve para salir de este infierno por el que voy bajando, que sea ésa la verdadera razón por la que he existido…” (Carta a Carlos Mayolo, Cali, 13 de enero de 1972).

Aunque en vida sus cuentos ganaron en concursos en Cali y en Caracas (Los dientes de caperucita) y ¡Viva la música! (1977) su único libro publicado, llamó la atención de la crítica, el resto de su obra hubiese quedado en el baúl sellado, donde la guardó su madre, de no ser porque en 1985, Luis Ospina, cineasta, decide hacer un documental sobre la vida de Caicedo. Junto con Eduardo Romero, admirador del escritor, edita dos antologías de sus cuentos: Destinitos fatales, y Angelitos empantanados. En 1999 Ospina y Romero editan 124 de sus críticas filmográficas, en un tomo: Ojo al cine. Descubren El atravesado, (1975) un librillo editado con el auspicio de su padre, Carlos Alberto. En 2007 el escritor chileno Alberto Fuguet, que había leído Ojo al cine coincidió con las hermanas de Caicedo en la feria del libro de Guadalajara, que promovían la edición de El cuento de mi vida, una selección con los diarios de Andrés. Fuguet propuso escribir su biografía, pero en Cali se encontró con que “todo el mundo tenía historias contradictorias sobre Caicedo”. Edita entonces una antología a manera de autobiografía con el título Mi cuerpo es una celda.

Andrés Caicedo, había nacido en Cali (1951) con dos ideas fijas: la de escribir y terminar su vida a los 25 años. En ese corto lapso de tiempo, escribió sobre él, sobre su angustia, sus dudas, sus delirios, sus pasiones, criticó y recreó el mundo a su imagen y semejanza; experimentó el teatro y comentó el cine. Pero sobre todo incursionó en los estados alterados de la mente, para aliviar su aburrimiento. Para cuando recibió la primera copia de su primer libro, ¡Viva la música!, su mente ya estaba desequilibrada. Ese día, en lugar de celebrar el nacimiento de su primera obra, se entregó a la muerte, consumiendo una sobredosis de barbitúricos.

Para entender a Andrés, el hombre, hay que haber vivido en Cali en esa época. Una ciudad de clima cálido, aparentemente tranquila, en estado de gracia, pero con la procesión por dentro. Una sociedad hedonista, conformada por la élite, que recibe transfusiones culturales europeas, y la clase trabajadora que reclama su catarsis a través de la música y la pachanga semanal en las múltiples discotecas urbanas. “Cali es Cali y lo demás es loma”, se jactan al resto del país. El lema perenne en el lenguaje de sus habitantes es: oiga mire, vea. El bufón/mariscal de su desfile-carnaval por varios años, es Jovita, una anciana demente. En ese momento de locura, la ciudad se cubre con harina y se baña con cerveza.

Caicedo es Cali y Cali es Caicedo. De familia acomodada, el menor y único varón, tuvo problemas de disciplina en los colegios por su personalidad obsesiva-compulsiva. Termina graduándose en la escuela nocturna, pero lee y escribe desaforadamente. A fines de la década de los 60, la vida cultural caleña giraba en torno al Museo de Arte La Tertulia, al teatro al aire libre Los Cristales, al Teatro Experimental de Cali (TEC), que dirigía Enrique Buenaventura y anualmente, al festival de arte en el que se consumen muestras del arte internacional.

Con sus amigos de la Universidad del Valle, Andrés monta y dirige dos obras de Eugene Ionesco. El minimalismo de las obras de Ionesco (La soprano calva y Las doce sillas) atraía al público porque era el teatro de lo absurdo. Caicedo le metió mano, no solo por su facilidad en el montaje, sino porque era el sueño adolescente. Su proyección de “nerd” era fascinante y su energía intelectual le daba acceso al ambiente cultural de la ciudad que reconoció el genio en ciernes. Su talento era innegable y los recursos estaban a su alcance. Siempre activo, siempre tramando, inventando, escribe guiones de teatro y cine y crea un cineclub. En 1970 adapta La noche de los asesinos, de José Triana y escribe Antígona. Los demás lo siguen en sus “locuras” que, en resumidas, terminan siendo arte.

Es también obvio en su narrativa, que el escritor absorbe el nadaísmo de la época. La filosofía trágica de sus gurús, Gonzalo Arango, Jotamario y Pablus Gallinazus. Por esos años, la clase media de Cali liba de la cultura norteamericana con la música de Hair, Ray Charles, films como Woodstock y los animados experimentos del canadiense, Norman McLaren. Las pautas literarias las marcan Sartre y Camus.

No es agraciado, pero resulta interesante. Es flaco, usa gafas de carey y una melena que no favorece. Viste jeans y camiseta blanca. Años más tarde, los amigos lo recuerdan como un tipo alegre, narcisista, bipolar, que tartamudea, y sus ideas salen, en un lenguaje atropellado, de su mente. Su sexualidad parece fluida o confusa. Se enamora de la esposa de su mejor amigo con quien sostiene un romance intenso. Pero se deja tocar por un escritor homosexual que conoce en Nueva York (1973). Sus cartas son “de alto contenido homoerótico” pero en uno de sus manifiestos expresa su “odio a los maricas, por estúpidos, en todo el sentido de la palabra”.

"Olvídate que podrás alcanzar alguna vez lo que llaman “normalidad sexual”, ni esperes que el amor te traiga paz. El sexo es el acto de las tinieblas y el enamoramiento la reunión con los tormentos. Nunca esperes que lograras comprensión con el sexo opuesto. No hay nada más disímil ni menos dado a reconciliación. Tú, practica el miedo, el rapto, la pugna, la violencia, la perversión y la vía anal, si crees que la satisfacción depende de la estrechez y la posición predominante. Si deseas sustraerte a todo comercio sexual, aún mejor.

En esa época, los adolescentes empezaban a vender hierba para resolver el problema de dinero y aburrimiento. Las apestosas humaredas eran la neblina en los parques, donde se reunían las galladas. Andrés, uno de los “dialogantes”, como llama al grupo. Pero él no es un chico común. Escribir lo calma y se comunica por carta con todo el mundo. Reduce la velocidad de su ansiedad, tomando valium. De la marihuana y los opioides pasa a otras drogas. Ya para entonces han surgido en Colombia los carteles de la droga y el de Cali es uno de los más ambiciosos. En esa búsqueda por la panacea, Andrés cae en el bajo mundo y su adicción llega a recluirlo en el hospital psiquiátrico. Quien le conoció en ese papel, dice que para mantener el vicio se vio obligado a expender la droga y que su viaje a Los Ángeles (1973), aparte de querer vender sus guiones en Hollywood, tuvieron que ver con cuentas a saldar con los carteles. Para esas fechas, ya andaba “tocado”, sus amigos lo esquivaban; había pasado de la hipérbole a los delirios de grandeza. Lo ven como un “degenerado” por su extraña relación con Guillermito y Clarisol, dos niños adictos, los protagonistas de sus Angelitos empantanados. Irónicamente, en los mensajes a sus seres queridos en el momento crucial, hay lucidez y su decisión es clara: desea la muerte. Es su destino, escribe, porque no quiere llegar a viejo. Está cansado, decepcionado y le queda grande el sufrimiento. Es una figura trágica como la de José Asunción Silva o la de Arthur Rimbaud. Se une al club de estos que escriben desde el dolor y la desesperación. Y de paso al club 27 que es la edad en la que han muerto los artistas suicidas como Joplin, Morrison y Hendrix. Es la moda. Es una forma de manipulación emocional. ¿Qué mejor manera de promover su incipiente pero poderosa obra sino en la glorificación del suicidio? El conocimiento de la tragedia sirve para despertar el interés internacional que no tarda en traducirlo, para acceder a la humanidad de ese fantasma.

Allá en mis convicciones íntimas/ Allá en ese lejano universo/ Donde dudo de todo y me disuelvo en preguntas/ Allá donde existo sin saberlo/ Donde recuerdo el sueño que era/ Allá/ no hay nada. / Esta el silencio apoderándose de todo/ Están las preguntas con señales desconocidas/ Las certezas en efímeras ráfagas o destellos sin eco/ Allá en esa parte honda profunda y siempre presente/ Camino descalzo y desnudo. / Como encontrando mi piel en la gruta descolorida/ Allá tampoco hay sombras/ Solo escasas luces verticales que lo diluyen todo.

(Fragmento de Intimo)

Alberto Fuguet, opina que la literatura de Andrés Caicedo es la respuesta al universo macondiano. Del realismo mágico se pasa a una realidad sin magia. Pero en lugar del polvo y las tormentas en las leyendas vallenatas, lo de Caicedo es el aire caliente con sonido musical en las anécdotas urbanas. Prisionero de la droga, los amores prohibidos, tratando de encontrar el norte y terminando en el sur. Es la droga la que lo desarticula y le permite crear una radiografía desde la decadencia de su ciudad. El suyo es un estilo al que le llegó su momento.

¡Viva la música! (Liveforever en inglés) abarca todo ese universo caicediano: es el diario de una joven caleña que vive a los acordes de la música y el sexo, en una especie de iniciación condimentada con salsa (fiestas, vida nocturna), droga (marihuana, hongos, LSD, cocaína) y magia negra. La trama es avasallante, pero el lenguaje es poético, musical.

La clave de Andrés Caicedo es, que inspira a resolver el enigma de un joven, con la idea fija de que, vivir más de 25 años era repetirse. Su trabajo literario es relativamente corto, pero tiene la madurez suficiente para enseñarla a los lectores del mundo. Y es que, en su esquizofrenia, se funden lo bueno y lo malo. Pero su antorcha es demasiado luminosa para ser ignorado por sus contemporáneos. Así es que su familia y amigos se convierten en “apóstoles” de una obra que vale la pena por novedosa, por lo menos en su país. para críticos en el extranjero, la vida de Caicedo es comparable a la de Rimbaud. Sus historias tienen un olor a Poe y a Lovecraft. Es un desadaptado con propósito. Un escritor maldito.

Desafortunadamente, su lado oscuro interfirió y boicoteó lo que podía haber sido una obra de más relevancia. Como diría Andrés en su menor momento: no quedó sino la música.

“Mis sueños se han hecho livianitos.” “Dedicaré mi vida al ajetreo y el desorden será mi amo.” “...y algún día, a mi pesar, sacaré la teoría de que el libro miente, el cine agota; quémenlos ambos, no dejen sino [la] música”.

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