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Cultura  |  22 marzo de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda.

Cuento: El muerto y su hija

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Este texto es inédito y se publica con autorización de la familia del escritor y poeta Gustavo Rubio, fallecido en el año 2020.

"Todas las calles que conozco son un largo monólogo mío, las gentes que hallo son simples piedras que no sé por qué viven rodando. Son un largo gemido tdas las calles que conozco."

Rogelio Echavarría.

El ataúd va siendo empujando por la niña. Ella, como pudo, hizo un roto a la tabla y lo va halando por la avenida, y cuando se cansa su mano y sangra, rompe su pobre vestido blanco, saca una tira, alza la tapa del cajón e insiste en un nudo tan pobre como su tristeza, logra algo, hala con fuerza ahora para comprobar la resistencia, está bien, dijo para sí la pequeña, calculó sus energías, no sabía que su mirada se iba hundiendo de hambre y sueño, respiró profundamente, aún faltaba mucho para arribar al cementerio; la gente a su paso la victoriaba, ¡bravo niña!, pero nadie le ayudaba con el muerto, éste se estaba haciendo pesado para sus fuerzas, se detuvo a mirar con quien contaba en su desgracia, sola, apenas otros niños se acercaron y le preguntaron por el difunto…es mi padre dijo, ¿no tienes a nadie que te ayude? no, no tengo, ¿te ayudamos? bueno; se fueron con ella dos cuadras empujando cada niño de cualquier lado el cajón, hasta que los padres de los niños los llamaron y los golpearon por ponerse a ésas cosas, no son cosas de niños, la dejaron como estaba antes y la niña sólo pudo recordar que su padre, tres días atrás, le había prometido un vestido para que hiciera la primera comunión, era feliz por eso, se vería como una reina de los cuentos de hadas que papá contaba, ¿y mamá dónde estaba? mamá nos dejó un día porque no pude cumplir con las obligaciones y tampoco te quería mucho, dijo una noche que éramos un estorbo, créeme niña mía, eso dijo, y se fue con un señor que le gustaba porque trabajaba más que yo y tenía más plata, nos dejó niña, no tenemos mamá y la muchachita no supo decirle nada, era más pequeña, casi no hablaba, la vida se fue armando desde sus manitos de escoger periódicos, pedazos de huesos y botellas, cartones y residuos de metal, en el basurero de la ciudad que ahora la veía muy lejos de la basura depositada, y todavía lejana del cementerio, con su padre en un ataúd, hecho a la carrera por la policía y dejado a su disposición: para que hagas lo que puedas y ella lo fue arrastrando paso a paso pues ya sabía que la muerte exige sepultura, que cuando uno le pasa esto no hay más remedio que hacer lo que le dijeron, entierra a tu padre, mételo en una caja, pone las manos sobre el pecho, rézale un padrenuestro que estás en los cielos, empújalo hasta el cementerio que allí el cura hará el resto, y así lo está haciendo la niña de pelo lacio, negros cabellos que caían sobre sus hombros delgados, su rostro mudo exigía el auxilio de alguien, de la caridad de damas rosadas, de cuerpos de paz, de alguien en fin, que le diera una mano a su cansancio y soledad, nadie vino, nadie se inclinó y quiso conocer al muerto, su padre, nadie derramó una lágrima siquiera de desprecio, lo fue arrastrando por la avenida del libertador, cruzó con lástima el puente donde una vez se tendieron con su padre y durmieron algunas noches, sus manos sangrantes la hacían detener cada momento, se lamía la sangre del dolor y rezaba con devoción la oración señalada, no la había aprendido bien en su corta vida, su padre solía rezarla en voz baja, ella lo escuchaba, así la fue memorizando hasta hoy que con sus labios de sangre la recuerda y la repite, padre nuestro que estás en los cielos santificado sea tú nombre...y empuja el ataúd de tablas viejas que comienza a romperse, la niña corre a mirar la destrucción, un roto, ¿ y ahora qué hago? siempre oyó decir que después de muerto uno no vale nada, pero cree que su padre es otra cosa y levanta la tapa del cajón para mirarlo, se agacha hasta el rostro pálido y lo besa, pobre padre muerto, no debió decir que no a esos señores, ellos le dijeron que los acompañara a una bodega y mirara que había para él, se fue con ellos pero padre tenía miedo, sus amigos los enterró uno a uno y no me dijo nada, ¿ padre por qué te has muerto?, la pequeña llora desolada en medio de la calle donde un bus hace sonar la bocina quiten esa cosa de ahí, los taxis emiten estruendos, los carros oficiales pasan raudos ante las lágrimas de la niña, los peatones cruzan por un lado, otros sentados en los bares hojean diarios de la tarde, los políticos reparten hojas volantes y ponen pasacalles que anuncian al candidato para la alcaldía, las señoras de buenas maneras y las de malas exhiben el vestido de moda, los gay con aretes y pintados a lo hembra mueven sus nalgas de toreros al son de un vallenato, pasan, desfilan las reinas, vemos un partido de televisión jugado hace tres años y, en tanto, la niña, evitando todos los obstáculos se acerca al camposanto, ya el cuerpo sin vida viene destrozado, el cajón roto por debajo va dejando pedazos de carne por las calles, el cerebro se perdió y los cabellos, uno a uno, señalan el tránsito, ¿las piernas y el tórax dónde están? regados por el suelo, señor cura, dice la pequeña que ha dejado de llorar, llevo esperándola tres días y tres noches, ¿y usted me trae el muerto incompleto? la niña no dice nada, calla, el cura reza algo, riega el ataúd, el cajón desaparece en hueco de cemento y la niña nos mira a los ojos.

Gustavo Rubio (1985).

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