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Cultura  |  21 marzo de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: Sembrar por sembrar

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Por Juan Felipe Gómez

Sembrar por sembrar

No son mis amigas, las mariposas. Es lo que trataba de explicarle a Martha cuando me veía zafar los huevecillos que ponían en las hojas de los rábanos. Son bonitas, me dijo al principio, cuando empezaron a brotar las primeras semillas en la huerta y las veía sobrevolar al calentar el sol a media mañana. Por supuesto yo no tenía la menor idea entonces de que eran las culpables, la plaga, como me había advertido papá al saber que emprendería el proyecto de la huerta tras el primer mes de cuarentena.

Me había quedado sin trabajo desde diciembre y después de asimilar que no conseguiría uno nuevo fácilmente, que tendría que lidiar con el encierro y el recuerdo de S., con quien había roto hacía apenas medio año, asumí la responsabilidad de sacarle provecho al pedazo de tierra al lado de la casa, además de ayudarle a papá con el cuidado de Martha, mi sobrina, mientras mamá cumplía con las labores domésticas y mi hermana, la mamá de Martha, teletrabajaba. Martha pasaba entonces, a sus 4 años, una buena parte del día con el abuelo consentidor, y otro rato con el tío desempleado.

También estaba la tarea postergada del libro de cuentos, ese del cual solo existían un par de historias completas, algunos argumentos más y posibles títulos. Mis amigos A. y H. lo esperaban desde que un día les dije, borracho, que ellos serían protagonistas de alguna de las historias. Pero el impulso me había alcanzado solo para rayar un argumento que ahora esperaba en un archivo de Word en una carpeta llamada “Proyectolibrodecuentos”, dentro de Mis documentos. Esa carpeta existía desde hacía unos cuatro años, cuando había terminado el taller de cuento con el inefable F., el escritor mejor pago del departamento por cuenta de sus habilidades como relacionista público y líder de costureros literarios. Después de terminar ese taller conseguí un contrato como promotor de lectura en la biblioteca pública. Eso me convirtió, me criticaban A. y H., en un burócrata de la lectura y la escritura que no escribía. Esa carpeta, con esas palabras –“Proyecto”, “Libro”, “Cuentos” − se convirtió desde entonces en un vertedero de promesas al que, con el confinamiento, me dije, le había llegado su hora.

Seguí entonces una de las recomendaciones de los psicólogos consultados por las damas de la farándula para lidiar con el encierro, el tedio, el miedo y la incertidumbre que se habían apoderado del mundo por cuenta del “bicho”, como lo llamaba papá: establecer rutinas productivas. Con el hábito de madrugar heredado de papá, proyecté que los días me rendirían para leer de 5 a 6, salir a trotar de 6 a 7, baño y desayuno entre 7 y 8, y sentarme a escribir hasta el almuerzo. Después de una breve siesta navegaría por alguno de los muchos cursos virtuales a los que me había inscrito, y cuando ya hubiera bajado el sol, después de las 4, me encargaría de mi sobrina y la huerta.

La secuencia funcionó en rigor poco más de un mes, cuando dos de las rutinas se vieron afectadas así: molestia en la rodilla izquierda (adiós a la trotada), bloqueo e imposibilidad de darle forma a las anécdotas y argumentos que tenía guardadas en la carpeta (adiós libro de cuentos). Me quedaba el tiempo con mi sobrina, la huerta y los cursos virtuales, que terminaron convirtiéndose en una sola rutina y es de la que quisiera hablar, o mejor escribir, para ver si vale la pena como cuento y tal vez reciba el favor de algún jurado en un concurso, o al menos sea publicable en algún blog, o grabable como podcast, nunca se sabe.

Invertí los últimos ahorros en comprar semillas y utensilios para adecuar algunas camas de siembra en el solar en el que mamá solo tenía plantas de flores y ornamentales. El criterio para la selección de los primeros cultivos se basó en la respuesta de Google a la consulta “cultivosdecrecimientorápido”. Rábanos y cilantro, 40 días. Martha se entusiasmó al ver en el sobre de las semillas las “pelotitas rojas”, relacionándolas con las pomarrosas que había conocido hacía poco y tanto le habían gustado. No me atreví a decirle que su sabor era diferente, picante y amargo, recomendado para abrir el apetito, leí en el sobre. Me gustaban los sabores fuertes, y me entusiasmaba poder empezar a tener productos frescos para las ensaladas pensando en otro propósito “cuarentenario”: comer saludable, aunque eso me recordara a S. y su obsesión fitness. En cuanto al cilantro, era el infaltable para los caldos y las sopas de mamá, así que eran buenas las perspectivas para esa primera siembra, por lo menos sabía que podríamos consumir lo que brotara y no sería solo el embeleco de sembrar por sembrar.

Pero lo más importante era el entusiasmo de Martha, la alegría cada vez que notaba el crecimiento de las plantas, o su preocupación al ver una hoja que se secaba o aparecía mordisqueada. Fue entonces que tuve que explicarle, después de verlo en YouTube, lo de las mariposas blancas, que no eran mis amigas porque ponían los huevecillos de donde salían los gusanos que devoraban las hojas de los rábanos. Que era bonito verlas volar, pero que eran una plaga, que si no desprendíamos los huevecillos no habría “pelotitas rojas” para la ensalada y el tío se olvidaría de comer saludable, y por tanto no recordaría más a S. Que era importante esmerarse en sacar adelante la huerta porque, como lo recomendaban los psicólogos, había que ponerse metas, como terminar ese proyecto que teníamos postergado hacía tiempo: escribir, escribir, escribir, cumplirle la promesa a los amigos, pero sobre todo cumplirse a uno mismo y no enloquecer en el encierro. Todo eso creí decírselo a Martha aunque en realidad no salió de mi cabeza y lo guardé para mí mientras la veía correr alrededor de la huerta, persiguiendo dos mariposas blancas.

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