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Cultura  |  14 febrero de 2021  |  03:14 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

Un Gavilán Rufinista y Nadaista

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Un texto de Luis Carlos Vélez Barrios. Rufinista 1970. Tomado de Apuntes al azar de rufinistas 1970.

Este rufinista lee sin parar. Lo hace en la calle, en los baños también; cuando camina por el patio de recreo, mientras habla, o calla sentado en el muro. Lee y oculta la mirada entre los cabellos largos que caen sobre su rosto de mejillas alargadas y pálidas.

Es un estudiante de notas irregulares. Lo suyo es leer, y por tal razón, su actitud es marginal, silenciosa. Da la impresión del estudiante desubicado que asiste al colegio a no se sabe qué; los amigos piensan que su comportamiento no cuadra en el esquema rufinista que, sometido a dura disciplina, abunda en regaños, gritos, enfrentamientos con profesores, expulsiones por días y la rutinaria memorización de datos sin utilidad para el futuro. Semeja al invitado de piedra con temperamento de cristal, que ajeno a las clases, poco le importan las críticas sobre sus preferencias intelectuales. A Memo sólo le interesa la literatura, los grandes escritores de novelas, los ensayos, la letra impresa, y prefiere la poesía; recita textos completos de los poetas malditos: Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, de quienes opina que conocen y revelan en sus escritos las intimidades sombrías de los humanos.

Su nombre lo cambiaron sus amigos; le dicen Memo. Introvertido, delgado; pocas veces locuaz, muchas otras sus silencios perfilan su leve parecido a Porfirio Barba Jacob.

También escribe o emborrona las últimas hojas de sus cuadernos con sus poesías.

Reflexivo, analítico hasta desenterrar la raíces a los temas que le interesan; doctoral en las conversaciones, hace gala de estoica tranquilidad al momento de contestar a quien, con buenos modales y palabras, intenta refutar sus puntos de vista, en cuyos casos, Memo sufre una transformación que le cuesta disimular, y el tono de su voz pasa a manifestar sin diplomacia el furor que lo arrebata y que distingue a los abogados sarcásticos. En tales lides, no suelta su presa hasta aplastarla con la fuerza de su argumentación. Monotemático; de apreciaciones discutibles en los temas que domina; sobra decir que su asignatura preferida es el español.

Para sus compañeros de clase es el hippy sin balaca que se precia de conocer al dedillo los cuentos, poemas, teatro y novela de los integrantes del movimiento de vanguardia, versión latinoamericana del existencialismo, el Nadaísmo. El nombre de Gonzalo Arango y sus seguidores, Mario Rivero, Germán Espinosa, Eduardo Gómez, José Manuel Arango, suenan en su boca como amigos del alma, y habla de ellos con tal entusiasmo, que parecieran sus hermanos. Algunos se preguntan si ignora la rígida disciplina del colegio, o si tal vez no sabe por qué y a quién dirige su protesta.

Memo lleva pantalones a la moda ajustados de la cintura hasta la altura de las rodillas, en donde se abren para formar las botas campana que al caminar abanican el aire.

La vez que intentó ponerse balaca en clase, el profesor de español lo citó a la rectoría: se la hicieron quitar. Esto aumentó su franca rebeldía y su nueva respuesta: ir en chanclas. Los llamados de atención de don Israel Bernal y don Libardo Ramírez, prefectos de disciplina, no los escuchó ni cumplió hasta en día en que citado a la rectoría en compañía de sus padres, surtieron efecto: nunca más en chanclas.

Pero Gavilán no se dio por vencido. Otro asomo de inconformidad se manifestó en el silencio que llamó la atención de los compañeros: se hizo más monosilábico, lacónico y sentencioso.

En los centros literarios, mostró su capacidad narrativa en los escritos que leídos por él, resultaron verdaderos panfletos imbuidos por las ideas revolucionarias del nadaísmo, que varios de sus compañeros copiaron. Verdaderas catilinarias, páginas que parecían escritas por José María Vargas Vila o El Indio Uribe.

Durante su lectura hacía gala de oratoria y llevó a pensar que la única manera de escapar a sus dicterios, ataques directos sin temor a dar nombres, eran advertencias claras de que quien se atreviera a enfrentarlo en clase, lo mejor que podía hacer era meterse debajo del pupitre. No dejaba títere con cabeza. Se solazaba en el poder de sus argumentos. Lo divino y lo humano pasaba por el tamiz de su crítica despiadada.

Al pasar los meses, conocida y reconocida su actitud discursiva, hasta los profesores le tomaron respeto.

No practicaba ningún deporte. Era lento para los ejercicios, apático, estaba en la mira de don Gustavo Arce, el profesor de educación física, quien lo tenía en cuenta cuando buscaba en quién descargar las iras etílicas en su oído, y para nada le importaban. Más bien por su silencio estoico, los compañeros en clase de filosofía lo postulaban para discípulo de Zenón de Citio.

La junta de profesores reunida para resolver su permanencia en el colegio, decidió obligarlo a visitar una peluquería. La sola idea de motilarse descompuso su estoicismo, y ahí fue Troya. No valieron razones, alegatos del director de grupo ni de la rectoría; al contrario, Memo, que parecía conocer al dedillo los deberes y derechos del estudiante rufinista, amenazó con quejarse a la Secretaría de Educación.

En esa época mandaban los profesores bien o mal, pero mandaban con el apoyo irrestricto de los padres, y su caso no fue la excepción: lo expulsaron por una semana.

Los comentarios de sus compañeros de grupo por su ausencia terminaron en las especulaciones y expectativas que generarían su regreso a clases.

Parecía que su fuerza no residía, como en Sansón, en sus cabellos: radicaba en sostener con argumentos, en soportar amenazas, y esperar el momento de hacer su bendita gana.

Apareció una mañana de cabello corto, pero no era el mismo. Para sus compañeros fue la sensación del año ver escaso cabello donde antes hubo abundante; las sienes resaltadas por los milimétricos y precisos arcos trazados por el peluquero, dejaron a la vista sus orejas blancas después de tanto tiempo ocultas al sol; llamaba la atención que su rostro alargado resaltaba sin discusión su parecido a Porfirio Barba Jacob. Sus facciones adquirieron la dureza de la rabia contenida; las cejas se le vieron espesas, los ojos fijos y los labios prestos a la réplica. Su comportamiento de estudiante solitario, aunque pareciera indefenso y resignado, no permitió sospechar que su mente, después de sopesar y elaborar cuanto ocurrió, tomó una decisión.

Memo no volvió a ser el mismo. Sentado en las gradas del patio, conversaba poco con sus amigos. No discutía con los profesores. Leía menos y evitaba preguntas. Se hizo oscuro, enigmático. Si antes participaba entusiasmado con sus escritos en los centros literarios, ahora nadie lograba sacarlo de su mutismo.

Una mañana no apareció para contestar a lista. Se fue sin decir adiós. ¿Estarían equivocados quienes pensaban que Guillermo Gavilán dependía del largo de sus cabellos? ¿Eran cortas sus ideas?

Armenia, marzo de 1972.

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Treinta años después se reencontró con Lucas Yarumales en la calle veintiuna, justo al pie de la silla callejera ubicada frente a una entidad bancaria. La charla fue larga: Gavilán terminó bachillerato en el Liceo Universitario en la época de Arbey Ríos. Dictó clases en la escuela del corregimiento de La Virginia, y viajó a Bogotá contratado por una editorial como corrector de estilo de las obras en trámite de publicación. Oficio que desempeñó durante años.

Regresó a Armenia para dirigir el “Taller de escritura Carmelina Soto”, en las aulas del Instituto de Bellas Artes, de la universidad del Quindío. Probó suerte en el comercio de flores, pero meses después retornó al ambiente caótico de la capital de Colombia.

Durante la charla, Lucas Yarumales observó que a pesar del traje azul oscuro, el chaleco, la corbata y los zapatos de charol, su amigo Guillermo Gavilán llevaba como rezago de su vieja rebeldía, y atado con cinta negra, el cabello largo de nadaísta.

Armenia, julio 17 de 2005

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