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Cultura  |  14 febrero de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

XXXI. NOTAS DE LA PANDEMIA UNA MUERTE RÁPIDA

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Enrique Barros Vélez

Mientras escribía me sorprendió el insistente sonido de un aleteo en la parte baja de la cortina, junto a la vidriera corrediza que da salida al balcón. Al acercarme vi una tortolita que había entrado a explorar y no encontraba la abertura de regreso. Me agaché para ayudarla, pero se asustó y voló hacia el interior del apartamento. Entonces abrí por completo la puerta corrediza acristalada y me dirigí hacia donde se encontraba, en una de las estanterías altas de la cocina. Estaba tan asustada que pude tocarla suavemente sin que se moviera, petrificada por el terror. Inesperadamente voló desorientada hacia la salida, con tan mala suerte que se estrelló violentamente contra la vidriera lateral de la puerta. Corrí a recogerla para liberarla, pero, por desgracia, estaba malherida. En mis manos no pesaba casi nada y podía sentir su cuerpecito estremeciéndose en cortos e intensos temblores, mientras parpadeaba una y otra vez, moviendo vertiginosamente sus diminutos ojos en todas las direcciones. De pronto un delgado y oscuro hilo de sangre empezó a salir por su pico, deslizándose por mis dedos. Segundos después cesó el estremecimiento y sus ojos dejaron de moverse, congelados en una mirada inexistente, mientras su cabecita caía desgonzada: se había desnucado. Este accidente me conmovió, pues en pocos segundos esa criatura ya era un cadáver emplumado que iniciaba su proceso de descomposición. De repente tomé consciencia de la fugacidad de la vida, de la inexistencia. En un equívoco instante esa avecilla pasó a ser parte de la nada existencial. Esta funesta circunstancia incrementó mi malestar y condolencia con los fallecidos por causa de la pandemia. Seres queridos a los que la peste les truncó drásticamente su transitoria experiencia de vida, prescindiendo por igual de los temerosos o de los temerarios que, sin ningún reparo, atentan contra la salud de sus seres queridos al exponerse irresponsablemente al sigiloso contacto con la muerte. Comportamiento que no lo justifica ni la cínica afirmación de que, de todas maneras, algún día todos seremos parte de esa nada. En esta situación de emergencia no importa lo que pensemos que somos o lo que hayamos tenido: la muerte no hace concesiones al momento de sentenciarnos a perpetuidad. No en vano el pórtico del cementerio de Salento tenía un letrero encima, de la longitud de su abertura de acceso, que decía claramente: “hasta aquí llegaron las vanidades del mundo”. Pues nada somos.

La pandemia, con sus renovadas desgracias diarias, agudizó nuestro inherente temor a la muerte y le sumó el desconcierto por no saber cuándo podrá ser controlada para así poder iniciar la construcción de una vida colectiva que corrija los desaciertos que heredamos como sociedad y como personas. La normalidad no es volver a ser lo que éramos sino acatar lo que esta experiencia nos está enseñando que debemos ser.

Mientras tanto el virus sigue haciendo estragos. Iniciamos este mes con una muerte más por Covid-19, de las 456 personas ya fallecidas en el Quindío y las 17.966 contaminadas, 825 de las cuales corresponden a trabajadores de la salud. Si mantenemos el disciplinado acatamiento de las normas preventivas, en un tiempo ojalá no muy lejano, volveremos a resurgir en procura de nuestros sueños postergados, de nuestros anhelos interrumpidos por este inesperado e inefable debacle de temor y de muerte…

Diciembre 1 de 2.020

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