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Cultura  |  07 febrero de 2021  |  12:41 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

Rufinistas sin monedas en los bolsillos

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Un texto de Luis Carlos Vélez Barrios. Rufinista 6º C. Tomado de Apuntes al azar de rufinistas 1970.

Casi todas las noches, terminadas las tareas del colegio, Lucas Yarumales recorría las calles de Armenia. Salía sin rumbo fijo.

Bajaba por la carrera catorce; observaba la belleza de la arquitectura antioqueña en las edificaciones. Llegado a la calle veintiuna tomaba por la carrera diez y ocho. La esquina de la calle veintiuna hay todavía un hotel de paso, en cuya parte baja funcionaba la droguería América, su punto de partida hacia las zonas de comercio conocidas y visitadas por los cuyabros de entonces: Colchonerías, cafés, salas de fotografía, prenderías, sancocherías, almacenes de muebles, jugueterías, librerías, joyerías, hoteles de mala muerte y peor dormida solo o en compañía; peluquerías a bajo precio, barberías con rodillo de colores girando en las puertas, panaderías baratas y costosas, talabarterías con o sin aviso afuera, zapaterías de calidad o remendonas, y negocios de buena o mala reputación, tenían cabida en las escasas cinco cuadras que llevaban al Bar El Cafecito, en donde, al borde de sus andenes parqueaban los taxis de la flota El Faro. Lucas cruzó frente a la estación de gasolina La Cejita, que ocupó el espacio de media cuadra comprendido entre las calles veinticinco y veintiséis, y las carreras diez y ocho y diez y nueve.

Atravesó la calle para llegar a la esquina del local amplio donde funcionó un negocio de carnicería y verduras. Pasos adelante: la oficina de la Caja de Crédito Agrario, una lavandería casera, casas antiguas, y al doblar al callejón que da a la diez y nueve, encontró una tienda pequeña especializada en vender cerveza, y de panadería dos o tres brazos de reina que nadie compraba por presentar evidentes mordiscos de ratones ariscos por naturaleza. Al frente, otra panadería y cafetería; la escalinatas de la bodega de acopio del Comité de Cafeteros y el muelle para los camiones; viviendas de negocios de cerveza. Subió la cuesta y se detuvo en la puerta del café Caribe, dispuesto a observar un rato a Heber, el lustrador de calzado, el reconocido e imbatible billarista a tres bandas que no ofrecía sus servicios, y sólo atendía a quienes los solicitaban así: “Por favor, Heber, ¿tiene la amabilidad de lustrar mis zapatos?”.

Heber según su estado de ánimo y dependiendo como marchara la partida de billar que disputaba, decidía si prestarlos o no, y el solicitante tendría que marcharse o esperar turno tomando gaseosa o tinto, mientras miraba el desarrollo del juego. Esa vez Lucas no encontró a Heber y continuó su camino, leyó las carteleras del teatro Colombia. Llegó a la calle treinta; allí, en la esquina del café Buenos Aires decidió cruzar la acera y pasó frente a una droguería pequeña, viviendas y pequeños almacenes de ropa, víveres y muebles; una agencia de maderas, que ahora, parodiando a Cervantes puede decir: sitios de cuyos nombres no puedo acordarme.

Cruzó la carrera diez y ocho justo frente al teatro Tigreros, observó en las carteleras los títulos de las películas que, como a otros rufinistas, su bolsillo no le permitiría ver; giró a la izquierda para llegar a la Inspección de policía del Sur en medio de la serie de casitas singulares que conforman el antiguo barrio Obrero. Resolvió dar por terminada la primera parte del recorrido y emprendió el regreso por el lado derecho de la diez y ocho; avanzó por el andén hacia el edificio donde funcionó el Instituto de seguros sociales, y la esquina del café Balcanes.

Encontró a su paso viviendas viejas y bajas con una que otra tienda de pobreza manifiesta en los estantes vacíos o surtidos a medias; más adelante, el edificio de tres pisos que mostraba en el primero un alquiler de revistas, la puerta de la escalera para subir a otros pisos de inquilinatos, y a la terraza en donde, sobre las cuerdas de tender ropa, se levantaba la inmensa valla luminosa de varios colores, en que aparecía una palmera, un muñeco con gafas playeras, dos líneas onduladas de luces azules e intermitentes, que imitaban las olas, y en grandes letras rojas la palabra Costeña, valla visible a lo largo de la carrera diez y ocho, y casas altas de los barrios aledaños; observó expendios de cerveza, y camufladas como negocitos de cerveza, casas de lenocinio, que sabía de oídas, tenían una cortina en la puerta, que una vez traspasada ponía a la vista el corredor interior y la hilera las habitaciones de alquiler, según el cliente, por segundos, minutos u horas.

Antes de la calle veintiséis la vía continuaba su descenso visual y social en el muro de contención de más de cuarenta metros de largo por cuatro de altura, con dos puentes de guadua que llevaban a las puertas del inquilinato. Contiguo al muro el cascajal, remedo de camino rural, llevaba al antiguo matadero y servía de entrada a la trilladora La Rosita, un caserón antiguo de color naranja con arcada enorme a la entrada, bajo la cual pasaban los camiones cargados de café hacia las bodegas.

El tiempo de recorrido oscilaba entre una hora larga y dos horas, porque rara vez los grupos de estudiantes rufinistas cargaban afán en los zapatos para caminar a sus anchas las calles para especular sobre el futuro que los esperaba, sopesar las posibilidades familiares de que pudieran ingresar a universidades fuera Armenia; pararse en las esquinas de las fuentes de soda La Canasta, El Dombey a comentar el paso y atributos de las estudiantes, mientras sus dedos acariciaban y recontaban la dos o tres monedas en los bolsillos, capital que sabían, debía durar una semana.

Otros atardeceres Lucas Yarumales se reunió en el parque Sucre con los amigos inconformes y de bolsillos limpios de monedas, a comentar por horas la disciplina cuasi militar; criticar la exigencia y excesiva rigidez de los profesores, la imposibilidad del cambio en la enseñanza que permitiera deliberar, cuestionar, argumentar, y dejar atrás el método impuesto de memorizar…memorizar para rebosar el centímetro del mar de conocimientos, que sabían, una vez en la universidad, poco o nada servirían… Se daban un descanso para hablar de fútbol, planear partidos del fin de semana, o pactar chicos de billar y pagarlos en serrucho, pierde y paga o “voladora”, con cerveza o sin ella, o por vicio, hasta que llegaba el alivio en los piropos que lanzaban, y sus ojos se iban tras las mujeres y estudiantes que pasaban.

Meses después Lucas Yarumales repitió con José Gabriel Rebellón el mismo recorrido, sopesaron ambos el futuro universitario que sabían, esperaba (y espera) a los rufinistas sin moneda en los bolsillos.

Abril de 1972.

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