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Cultura  |  10 enero de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: Objetivo fijo

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Cuentos de domingo

Objetivo fijo

Por Juan Felipe Gómez

La veía sola, siempre. Pasábamos en la camioneta y ella me miraba. Ni Velásquez ni el conductor la veían. Sólo yo. En el parque, en la galería, en los puentes, siempre estaba sola.

Recorríamos la ciudad, la mayoría de las veces detrás de una patrulla. Velásquez cubría judiciales, aunque según él y las políticas del periódico, podía escribir sobre cualquier tema.

La primera vez fue un sábado en los alrededores de la plaza de mercado. Un policía conocido llamó directamente a Velásquez. Seguro una pelea entre jornaleros, por plata o por putas. Desenfundé la cámara y mientras Velásquez trataba de sacarle testimonios a los curiosos y a los policías auxiliares que estaban cuando todo empezó, yo disparé algunas fotos. Se publicó, con la nota de Velásquez, una en la que aparecían dos mujeres con sus carnes embutidas en prendas de colores brillantes y maquillaje espeso.

En la oficina, cuando descargue las fotografías y empecé a archivarlas, encontré una que no recordaba haber tomado. Eso me pasaba a menudo desde que trabajaba con la digital.

En la foto, al fondo de un corrillo de jornaleros, putas y policías, se veía una mujer con pañoleta. Estaba parada junto a un poste. No tenía los atributos de las otras mujeres, así que pensé que era una más de las curiosas que pasaban por ahí en la que no me había fijado en ese momento. Apliqué el zoom para ver los detalles de su rostro y me pareció hermoso y enigmático, como de otro tiempo.

II

Una tarde, cuando volvíamos de cubrir el allanamiento de un expendio de drogas, el conductor por poco la atropella. Cuando les dije cuidado con esa mujer y le moví el volante a la camioneta estirándome desde el puesto trasero, Velásquez dijo que me estaba volviendo loco, que me estaba haciendo daño tomar tantas fotografías.

Por la noche, en mi apartamento, estuve pensando en ese comentario y me puse a revisar las fotos que había tomado en los últimos años. Aunque había unos buenos registros digitales, las mejores estaban en papel y ya se veían con el amarillo del tiempo. Por pereza y nostalgia del oficio posponía la tarea de digitalizarlas, me parecía que el escáner les quitaba el alma a las fotos, así como decían que las fotos le quitaban el alma a las personas. Pensé en el absurdo de una organización de robo y tráfico de almas a través de internet. Las cámaras eran las armas y yo podría hacerme rico con las almas que había capturado en todo este tiempo como fotógrafo. Podría renunciar al periódico y dedicarme a eso, tráfico de almas. En la pantalla me encontré con el tentador ícono de internet y después de ir de una página a otra me dediqué al placer solitario en un portal de videos caseros. Olvidé el tráfico de almas y me quedé dormido con la idea de buscar al otro día con mi cámara a esa mujer.

Me desperté temprano y caminé las cinco cuadras hasta el periódico. En el puesto de revistas me detuve a revisar las primeras páginas de otros diarios y a comentar las fotos con el voceador, un muchacho sagaz y mejor informado que los redactores del periódico donde yo trabajaba. Había sacado una copia de la foto con la imagen ampliada de la mujer y se la mostré. Me dijo que nunca la había visto.

Antes de seguir hacia el periódico, entré en una cafetería y desayuné con un tinto y un buñuelo. En un televisor empotrado en una esquina del establecimiento se veía el noticiero local. Sabía que a esa hora lo estaban viendo en el consejo de redacción y que de ahí saldrían los hechos para cubrir en el día. Desde ese momento empezaba a imaginarme las fotos que iba a tomar. En el televisor se veía una reportera informando sobre un muerto encontrado en el basurero por niños recicladores, así que allí iría con Velásquez, él obtendría dramáticos testimonios de los niños y yo tomaría varias fotos de ellos con sus manos entre la basura. Tal vez alcanzaríamos a ver el cuerpo.

Me puse a calibrar la cámara mientras escuchaba las noticias. La panadería empezó a llenarse de madrugadores y solitarios, muchos de los cuales pasarían buena parte del día allí tomando tinto. Dejé el aparato listo sobre la mesa y me dirigí a la caja. Cuando regresé para coger el maletín de la Nikon y salir, alcancé a ver una pañoleta que pasaba por el andén frente a la panadería. Era ella. Me apresuré a la salida y la vi doblar en una esquina. Desenfundé la cámara por instinto y entonces pensé que la podría seguir a una distancia prudente y tomarle algunas fotos. Puse un teleobjetivo, pero cuando llegué a la esquina había desaparecido. Miré en todas las direcciones pero no estaba.

Llegué al periódico y Velásquez ya estaba en la camioneta esperándome para salir. Como me vio con la cámara colgada y para reprocharme la demora, me preguntó en tono burlón si estaba tomándoles fotos a las muchachas que a esa hora iban para el colegio con sus faldas bien arriba de la rodilla. Me subí en la parte de atrás e ignoré el comentario. El conductor preguntó hacía dónde íbamos y dije en mi mente: al basurero ¿no? Velásquez le ordenó que diera algunas vueltas por el centro mientras se decidía por alguno de los hechos que tenía apuntados en su libreta. Siempre esperaba que pudiera encontrar algo extraordinario antes de acudir a lo que había visto en las noticias de la televisión. Pero la ciudad estaba tranquila.

III

Aunque habíamos estado varias veces en el basurero, nunca me había fijado en el trabajo de los niños recicladores. Ellos compartían con las ratas, los perros y los gallinazos los desechos de la ciudad. No había competencia. Traté de plasmar eso en una foto con un niño en primer plano, al fondo un perro en una montaña de basura y un gallinazo sobrevolando. Las ratas estaban escondidas.

Ya habían hecho el levantamiento del cuerpo y sin embargo los niños estaban dispuestos a contarlo todo. La cámara atrajo a la mayoría hacia mí y noté el disgusto de Velásquez. Me llevaron al corazón del basurero donde habían encontrado el bulto extraño. Una de las niñas me tomo de la mano y me haló hasta lo alto de una montaña de basura. Era una niña de unos 13 años con la piel sucia y el cabello enmarañado. No me había fijado en su cara, pero cuando estuvimos en la cumbre del basurero me percaté del parecido con la mujer que me estaba persiguiendo, o mejor, que yo estaba buscando. Tenía la misma mirada melancólica que completaba un rostro delicado y enigmático. Mientras me contaba como habían encontrado el cuerpo, saqué la hoja en la que había ampliado la imagen de esa mujer. El parecido era indiscutible. Miré a mí alrededor y pensé que tal vez estaba en uno de esos sueños delirantes a los que solía llegar cuando pensaba mucho en algo. Pero la nitidez de lo que veía en ese momento activó el asombro por la realidad que debía tener siempre un buen fotógrafo. Entonces me concentré en lo que me estaba contando con voz acelerada. Acompañaba su relato con amplios movimientos de los brazos. Me pregunté si los otros niños le daban la misma versión a Velásquez.

Le pregunté dónde vivía y pensó que le hablaba de la persona muerta. Cuando le aclaré me dijo: ah, yo vivo allá. Señaló un grupo de casas de madera y techo de zinc al lado del basurero. Es la que está pintada de amarillo, me dijo. Apunté con el teleobjetivo y la sentí acercarse a mi hombro. Activé la pantalla y le mostré como se veía su casa desde allí. No sé si era la primera vez que veía una cámara y cómo funcionaba, pero me gustó pensar que le estaba mostrando algo nuevo y maravilloso. Me pidió que le tomara una foto y sólo entonces caí en cuenta que por eso me había llevado allí. Asumió la pose de una modelo de la miseria y su rostro quedo grabado en mi cabeza y en la cámara en varios ángulos. Ese rostro que tanto se parecía a otro que tal vez ni siquiera existía entraría a hacer parte de las miles de imágenes de mi archivo. Me dije que no podía ser sólo eso. Pensé que habría una historia por descubrir más allá de la miseria evidente y la basura y las ratas y los gallinazos. Detrás de esa cara bella y enigmática había una historia que merecía ser contada con imágenes, pero también con palabras. Tal vez Velásquez podría escribir la historia de esa niña y descubrir muchos más detalles y acompañarla con mis fotos y presentarla como un gran trabajo periodístico y hasta obtener un premio.

El resto de los niños llegaron hasta allí para mostrarle a Velásquez cómo y en dónde habían encontrado el cadáver. Lo hicieron como si representaran una obra de teatro, recordando la posición y lo que cada uno estaba diciendo en el preciso momento en el que alguno de ellos gritó ¡un muñeco! Tomé varias fotos de esa escena, tratando siempre de encuadrar el rostro de la niña. Aunque Velásquez parecía entusiasmado con lo que los niños le contaban, yo sabía que para él y para el editor lo que importaba en una noticia como esas era mostrar el cuerpo. Aunque podríamos ir a la morgue, no sería lo mismo.

Me comprometí a llevarles a los niños una copia de la foto en la que aparecían todos. Así tendría la oportunidad de volver y saber más sobre la niña. Seguía pensando en su parecido con aquella mujer y en lo que podría descubrir alguien que se interesara por su vida.

Cuando nos subimos a la camioneta para irnos, los niños se acercaron a las ventanillas y empañaron los vidrios al despedirse una vez más. La niña se quedó atrás y me miró como diciéndome que no me olvidará de volver con su fotografía.

IV

Era mi día libre y me levanté temprano a copiar las mejores fotos de los niños del basurero. Para la niña escogí una con sus compañeros y otra en la que aparecía sola como si posara para una revista de modas. Salí a media mañana con las fotografías en un sobre. Caminé por el centro antes de ir a los tugurios del basurero. Cuando pasé por el puesto de revistas el voceador me llamó emocionado con un ejemplar del diario en el que yo trabajaba en las manos. Qué buenas fotos, me dijo con ironía y abrió el tabloide en la sección de judiciales. Vi como estaba armada la página y pensé que el diagramador había cometido un error. Solo había dos notas y una era la que firmaba Velásquez. Pero lo que llamaba la atención eran las fotos. Siempre se publicaban dos, pero esta vez había cuatro y ninguna era mía. Recordé que el conductor siempre llevaba una cámara pequeña en la camioneta. Velásquez me quería probar que él era el que mandaba en el equipo y que mis imágenes eran prescindibles. Leí la nota. Ya que no habían sacado mis fotos, esperaba al menos que el texto de Velásquez contara algo de lo que yo había percibido en los rostros de los niños, en especial de ella. Sólo encontré una serie de exageraciones en los testimonios y descripciones amarillistas de la miseria en la que vivían. No tenía por qué sorprenderme, era el estilo de la redacción de judiciales y en general del diario.

El voceador esperaba que le explicara el porqué de esas fotos. Tal vez por llegar rápido donde vivían los niños le dije lo primero que se me ocurrió. Que ya no trabajaba en el diario, que me había dedicado a la fotografía artística y a los retratos. Sabía que no me creía y sin embargo traté de convencerlo de que en el sobre llevaba unos retratos que me iban a pagar muy bien. Doblé el periódico y se lo entregué. Cuando ya me despedía, el muchacho recordó que tenía algo más para mostrarme. Buscó en una caja donde guardaba viejos ejemplares de periódicos y sacó uno de hacía varios años. Me llamó la atención el cuidado con el que trataba ese papel del pasado. Lo vi como una especie de guardián de la memoria de la ciudad que estaba a punto de revelarme un secreto.

En la página judicial de ese periódico había una foto que en verdad era una revelación, o tal vez deba decir una aparición. En todo caso al verla y leer la nota que acompañaba sentí un estremecimiento que me hizo sentarme en el andén. El rostro en esa fotografía era el mismo que desde hacía algunos días estaba viendo en diferentes lugares de la ciudad y que había capturado por casualidad en otra foto. Saqué de mi bolsillo la copia que tenía ampliada y la comparé con la del viejo periódico. Sí, era ella. Según la nota judicial la habían encontrado descuartizada a las afueras de la ciudad. De eso hacía 8 años.

El voceador me regaló el viejo periódico. Pensé que él podría creer, como Velásquez y el conductor, que yo me estaba volviendo loco de tomar fotografías. Pero el muchacho no dijo nada, frente a la extraña coincidencia de esas fotografías guardo un silencio cómplice. Estuve a punto de mostrarle la foto de la niña del basurero que completaba el misterio, pero también decidí guardar silencio. Caminé unas cuadras con la mirada perdida y extrañé el peso de la cámara en mi hombro izquierdo. Apreté el sobre con las fotos y el periódico amarillento bajo el brazo como si fueran las últimas cosas que me quedaran. Antes de decidir ir al basurero quise tomarme un café.

Era más de media mañana y las mesas de la cafetería estaban todas ocupadas. Pedí el café en el mostrador y antes de dar el primer sorbo me fijé en lo que se veía en el televisor del local. La música opresiva de una noticia de última hora capturaba la atención de la mayoría de los habitantes de la cafetería. Una reportera informaba desde el basurero. Decía que una de las niñas recicladoras había sido encontrada sin vida en su casa, al lado del depósito. El camarógrafo hizo un acercamiento hasta el grupo de casas de madera con techo de zinc y cuando vi la que estaba pintada de amarillo sentí un vacío en el estómago. Le di un sorbo al café sin percatarme de que no le había puesto azúcar y me concentré en lo que informaba la periodista mientras la cámara recorría el basurero. Una niña de alrededor de 15 años, huérfana, de la que no se encontró ningún registro ni imagen. Cuando empezaron a aparecer las caras de los niños en la pantalla miré el sobre con las fotografías que les había prometido. Esperaba que su rostro fuera enfocado por la cámara, que fuera otra la niña encontrada sin vida. El reporte terminó con otro recorrido por el basurero y por las caras de los niños. Ella no estaba. Al final alcancé a ver a Velásquez que llegaba con el fotógrafo que me reemplazaba ese día. Otra vez la nota judicial iba a ir sin mi fotografía, aunque yo tenía la única que registraba el rostro de esa niña.

Salí de la cafetería y di varias vueltas antes de decidir ir al periódico. Antes de entrar a la recepción redacté una nota y la incluí en el sobre. Lo dejé con la indicación precisa de que se lo entregaran a Velásquez. Volví a la calle y caminé varias cuadras, acostumbrándome a no llevar el peso de la cámara conmigo y reteniendo la imagen de mis pasos solo en mi mente.

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