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Cultura  |  27 diciembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: Camino hacia la muerte

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Camino hacia la muerte

Por Auria Plaza

Los serenateros sexagenarios abrazaban las guitarras como si fueran tablas de salvación de un naufragio. Ellos mismos parecían, con sus trajes descoloridos, sobrevivientes de quién sabe qué desastre. Los rostros, cruzados de grietas como cuero mal curtido, salían de los gastados cuellos de las camisas. Acababan de ser contratados ya en las postrimerías de la noche.

Uno diría que, entre tantos grupos de músicos que hay en la ciudad, el muchacho eligió muy mal. Seguramente esto fue lo que más me llamó la atención. Estaba acostumbrada a ver de todo, pero… un chico, que por su pinta venía del norte de la ciudad, llegara aquí a buscar entre los perdedores, cuando los músicos buenos están en la sede de Sayco; era extraño. Además, no era cualquier chico… Tenía hermosos rasgos: nariz recta, frente amplia, de unos treinta años, alto (medía al menos 1.80), hombros anchos y cintura estrecha. El traje oscuro le caía como si fuera hecho sobre medida. Evidentemente no era un hombre vulgar. Sus grandes ojos que podían ser verdes, o azules, o grises no miraban a nadie y su boca de trazo relleno y sensual tenía en ese momento un rictus que afeaba su fisonomía. No logré descifrar si era desprecio o amargura, y eso que yo me considero la dura para leer a la gente.

Mis abstracciones de mujer eremita que viene a matar su soledad los viernes por la noche a la Plaza de Bolívar, como otros lo hacen en las cantinas, interrumpida por lo insólito de la situación, perdieron interés y ahora, como un depredador, no apartaba los ojos de la escena. Cuando los músicos empezaron a rasguear las guitarras me dije «al menos este quiere estar seguro de que sí saben tocar y cantar» y escuché cuando el muchacho les dijo con desgano:

—La que quieran, total todas son iguales

Ellos empezaron a cantar:

—Me dejaste con el alma entristecida…

«¡Carajo! Pensé. Podían haber tocado otra cosa. Darío Gómez, qué tortura. Total, el chico dijo que le daba igual. Un bolerito o un bambuco hubiera estado mejor» y ellos continuaban:

Te llevaste la ilusión de mi existencia

En mi pecho dejaste una honda herida,

Con el recuerdo inolvidable de tu ausencia

Seguían al muchacho con paso cansino, cruzando la plaza como en una película mexicana de los años sesenta.

Éste se detuvo ante el monumento del maestro Arenas Betancourt, atravesó el pequeño jardín y, con una agilidad de gato, pegó un saltó y se acomodó entre las piernas de ese Adán quindiano y desde allí les gritó a los músicos:

—Les pagué dos horas, por ningún motivo dejen de tocar.

Quitándose el saco que arrojó a los aires, trepó como un acróbata circense abrazado a ese cuerpo de bronce y se sentó en las caderas de la mujer ángel. Parecía que lo había hecho mil veces, practicado como el más dedicado atleta para una competencia. Su cuerpo tenía la plasticidad de un bailarín y cada movimiento pausado, seguro y allí iluminado por la luna llena empecé a sintonizarme con él. El esfuerzo de la escalada y la tensión a la que había sometido sus músculos seguramente le producían dolores atroces que como espinas le atravesarían todas las fibras de su cuerpo de la cabeza a los pies. Respiró profundo y del bolsillo del pantalón sacó una libreta y un lápiz. ¿Qué escribió? No se sabe. Arrancó la hoja y haciéndola pedacitos los arrojó al viento.

El lugar se despertó del aburrimiento de medianoche. Unos chillaban, otros, fotógrafos improvisados, con sus celulares no dejaban de disparar y algunos seguramente ya estaban enviando sus fotos a las redes sociales. Los perros vagabundos ladraban ante semejante batahola. Los pocos policías que había en el lugar le vociferaban que se bajara. Los músicos seguían cantando sin mostrar ninguna emoción:

—Al fin y al cabo la vida es camino hacia la muerte….

Y yo muriéndome de vieja, en la casa que fueron de mis padres, donde crie a mis hijos y a dónde ellos no volverán. Dicen que esta patria de guerra eterna ya no es la de ellos. Bueno… mejor dejo de pensar y regreso al espectáculo de la noche.

El joven miró a todos sin verlos, se puso de pie lentamente, sin afanes, como aquel que sabe lo que quiere y nadie se lo va a impedir. Toma la cabeza de Eva entre sus manos, busca el cielo tachonado de estrellas, besa las mejillas frías de la estatua. Los de abajo no saben si asustarse o aplaudir. El muchacho busca el asombro, despertar a todos de su abulia. Cuando el suicida abre los brazos imitando el vuelo de un pájaro se deja caer al vacío en busca de la eternidad y ellos sólo atinan a abrirse en abanico. Es una lástima que la mente empobrecida de los habitantes de la plaza de Bolívar de los viernes por la noche, entre los que me encuentro, sólo el tedio es su amigo y no se asombra con nada.

¿Se preguntarán que hice yo? Me quedaban un par de tragos, así que levanté la botella y brindé por un chico hermoso que hizo lo que quería y por mí, que seguía viviendo, a pesar de los desaciertos, los fracasos, mis frustraciones. Acostumbrándome a no hacer falta y a no necesitar a nadie.

El Caimo, diciembre 2020

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