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Cultura  |  26 diciembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Navidad en Eisleben

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Libaniel Marulanda

Sobre sus botas descansa el estuche de similar peso y volumen a la maleta de cuero que veinte minutos antes y con dificultad logró lanzar por encima de la alambrada. Al hacer descansar sobre sus botas el estuche, busca que la nieve al derretirse no invada su interior, donde descansa el Bussilachio, infatigable compañero de ires, venires, penas, alegrías y también miedos, como ahora, cuando siente, además, las tenazas del frío en medio del bosque de abetos, a pesar de la fogata.


La visión de la nieve, con la que se reencuentra tras una ausencia de diez años, la presencia de los soldados, la certeza de lo que le espera, lejos de traerle recuerdos de sus días y navidades en Eisleben, o los siete largos años de servicio militar alternados entre guerra, muerte y música, por el contrario, le refuerzan sus pensamientos sobre los dos últimos años vividos en Colombia, lejano país de soles cotidianos.


Ha pretendido regresar a Eisleben para esta Navidad. Y lo ha decidido por un simple deber filial. Esta noche, luego de ser sorprendido por la guardia, cuando es muy tarde para rebobinar la película de su vida, se confiesa a sí mismo que en realidad no quería volver, que el peligro agazapado en el regreso tenía la dimensión necesaria para desplazar cualquier deseo de ver a sus padres o visitar los amigos, músicos como él, en un pueblo de 25 mil habitantes, cuna de Martín Lutero, más pequeño que el municipio de Marcelia, allá en Colombia.


Tras reportarse con toda su retahíla castrense ante el sargento que los comanda, los soldados hablan ahora. Aunque percibe con claridad las voces, es tan insignificante lo que logra entender, que ese idioma de los captores es un elemento más para añadirle al miedo y certeza de lo que vendrá, una vez acabe la conversación entre ellos. Antes de que el sargento le hable, Fritz, de nuevo, enfila los que presiente sus últimos pensamientos hacia el inmediato pasado, lejos de la patria alemana repartida como una torta, luego de la derrota del año 45. Añora la casita tomada en alquiler, modesta, de dos plantas, en un barrio bullicioso y popular de Marcelia, desde donde ha viajado, en esa región donde el café está metido en el aire, las calles, los caminos, el comercio y las tareas agrícolas que giran alrededor de la cosecha.


Pasa a toda velocidad por su lado el recuerdo de su esposa, recién divorciada de él, porque se negó a vivir en ese pueblo que presume de ciudad. Ella, violinista y profesora de música, como Fritz, intentó trabajar en el reducido conservatorio de Marcelia, pero en la primera semana se convenció de lo inútil que resulta para una mujer nacida y criada en Alemania Federal, hija de una diplomática colombiana, tratar de vivir en medio de personas que no consiguen superar el provincianismo, de tal incultura que ignoran qué es un cuarteto para cuerdas, que nunca en su vida han asistido a una ópera.


Uno de los soldados le quita el seguro a su fusil y señala la maleta con un gesto que Fritz traduce como la orden perentoria de abrirla y sacar su contenido. Lo primero que surge de la maleta, un paquete de café, impregna el ambiente; la tensión del soldado se cambia por una sonrisa en la que asoman el asombro y las ganas de degustar aquella bebida de la que apenas conoce su existencia. Luego de comentarlo en voz alta, le extiende el paquete al sargento, quien interroga con la mirada al prisionero. Fritz asiente, y en su alemán reforzado con señas consigue que le entiendan su deseo de preparar el café para todos. Los soldados, todos a una, más que pedirlo, le imparten al sargento la aprobación que sin decirlo, éste necesita.


Mientras otro de los soldados continúa escarbando la maleta, Fritz obtiene un puñado de azúcar de quien parece ser el encargado de las provisiones de la patrulla. Minutos después, el agua hierve en tres marmitas y Fritz disuelve nueve cucharadas del café que a continuación cuela, valiéndose de un pañuelo limpio que saca de la maleta. En sendos pocillos de aluminio sirve la bebida a los siete soldados, al sargento y para sí.


Terminado el café que elogian en ruso los soldados e inspeccionada objeto por objeto la maleta, de pie y junto a la hoguera, el prisionero pretende entablar diálogo con sus captores a partir de una generosa sonrisa. Sólo obtiene por respuesta un gesto hosco del sargento, acompañado de una interjección que Fritz no consigue traducir, pero que le corta las alas al optimismo que lo inundaba en el momento de compartir el café.


A instancias del suboficial, de nuevo el soldado emprende su labor de registro, y con una gravedad copiada de su jefe inquiere a Fritz sobre el contenido del estuche que descansa ahora sobre unos troncos de abedul dispuestos para el fuego.


El pensamiento de Fritz abandona el teatro de los hechos, circundado por la nieve, los soldados soviéticos y el registro del estuche de su acordeón italiano, Bussilachio. Como a bordo de un carrusel, sus recuerdos giran y se alternan entre su patria, el final de los años treinta, sus quehaceres militares, su rápido ascenso a sargento-saxofonista de la banda sinfónica de Leipzig , en el Ejército del Tercer Reich, así como sus enrevesados amores con una violinista de ascendencia colombiana, quien, pasado el fervor inicial del matrimonio, aprovecha cualquier asomo de desavenencia conyugal para enrostrarle su pasado nazi, su falta de ambiciones sociales, la vergüenza de ese oscuro capítulo paterno que gravita sobre sus dos hijas, violinistas también, de la Orquesta Sinfónica de Colombia; su recurrente pobreza de inmigrante, el ridículo salario de profesor de música en un colegio de provincia, su humilde condición de habitante de un barrio popular, e incluso la posesión de un destartalado Ford 38 que sus alumnos de último año de secundaria le esconden, en un cotidiano ritual de bromas e irrespeto.


El soldado ha extraído el enorme acordeón, de lustroso color negro, 120 bajos y quince registros. Fritz advierte la admiración del sargento por su calidad y belleza. La persistente contemplación de éste por el costoso Bussilachio constituye un mensaje claro y rotundo: sus bártulos y el infatigable instrumento, luego de la ejecución, pertenecerán al militar que intercambia unas inaudibles palabras con el subalterno.

El pensamiento de Fritz de nuevo se aleja, como huyendo de su propio miedo ante la inminencia de lo que intuye que vendrá tras la detención y la lenta requisa. No le han exigido documentos de identidad. Como militar que ha sido, y aunque nunca empuñó cosa distinta a un saxofón, un violín, o disparó algo que no fueran notas en el piano o en el acordeón, dada su lamentable condición de prisionero de la patrulla del Ejército soviético, sabe que traspasar las alambradas que dividen las dos Alemanias tiene el supremo costo del fusilamiento.


Esta noche, víspera de Navidad, de la Weihnacht en Eisleben, sus padres ignoran los sorpresivos propósitos de su hijo, de quien pocas noticias tienen. La última carta de Fritz, que tardó tres meses en llegar, les dio cuenta de su inminente divorcio. A través de ella se enteraron de la nueva condición de maestro de música del hijo que con tanta precipitud como buena suerte consiguió huir de Alemania, luego de desertar a tiempo de un ejército próximo a sentir la amargura de la derrota a manos de los Aliados.


Fritz sabe que a estas horas, allá en la casa paterna estará crepitando la leña que su padre, minero ya jubilado y ahora carpintero ocasional, habrá recolectado del bosquecito contiguo a las antiguas caballerizas de Eisleben. Como en el remoto pasado de sus primeras weihnachten, en los meses previos al día que se conmemorará mañana, cuando él, trasgresor de una de las leyes de la guerra, haya sido abatido por el pelotón de soldados soviéticos que ahora lo observan en silencio, Otto Seifert, su padre, habrá fabricado para Gretel, su madre, un nuevo mueble que impregnará de olor a resina la sala. Ella, por su parte, tendrá empacado bajo el abeto de Navidad el suéter, los guantes, la bufanda o la prenda que habrá salido de los ratos libres que le conceden los quehaceres de la casa. Frenética, con manos de ágiles dedos, la resignada madre habrá bordado o tejido, justo antes de la noche de mañana, como queriendo envolver en lana o coser a la tela los recuerdos de otras navidades, atrapada por la trampa de la nostalgia de distantes tiempos de paz provinciana, y de los hijos que los años, la vida y la guerra le arrebataron.


Para mañana, la nochebuena en Colombia, de donde Fritz piensa que jamás debió salir, estará sobrecargada con los ruidos de la pólvora, gritos de adultos y niños; los invariables villancicos se escucharán de esquina a esquina en el barrio El Bosque, de Marcelia. Cada cual obsequiará a su vecino un plato de natilla, un dulce hecho de harina de maíz, combinado con buñuelos, frituras que guardan cierto parecido con las berlinesas. La música, tan popular como el entorno mismo, brotará de cada radio del lugar. No habrá árboles de Navidad en ese sector pobre de la ciudad, donde la herencia católica de la colonización antioqueña y las tradiciones españolas decembrinas perviven y congregan la gente alrededor del pesebre de Belén.


Los minutos corren raudos a cumplir la cita con la Navidad de este año de 1961 que se llevará al músico de Eisleben y de Marcelia, quien ahora centra la mirada y sus reflexiones en el acordeón que sostiene por las correas el sargento soviético.


El estuche del acordeón exhibe una colección de etiquetas de hoteles, líneas aéreas, eventos del mundo. En este detalle ha mostrado un particular interés el sargento, igual que en la estructura del Bussilachio. Por eso, Fritz deduce entonces que el suboficial es también músico o aficionado al acordeón, el instrumento de mayor difusión en la Unión Soviética post-estalinista.


El sargento se dirige a Fritz y, sin soltar el acordeón, asombra al prisionero cuando le pregunta con claridad, en alemán, acerca de lo que sería su último deseo, antes de ser ejecutado por la patrulla.


A tiempo que se despoja de los guantes, el músico palmotea y se inclina sobre la fogata, extiende las manos para calentarse y responde con una voz que la dignidad trata de sobreponer a las lágrimas: “bevor Ich sterbe, möchte Ich meine Zieharmonika spielen”.*

De espaldas al fuego, con la gravedad que imponen las circunstancias en el bosque a cinco kilómetros de Eisleben, Fritz le entrega a la noche, próxima también a la agonía, el caudal de música que emerge del acordeón italiano. Ha elegido para su despedida una polka que, justo, fue el tema de bienvenida a su trasegar como acordeonista, cuando debutó en un festival de Eisleben, unos años antes de enrolarse en el Ejército alemán.


Ya toca puerto la vieja polka Budweiser, enriquecida por Fritz a través de años y años de ejecución. Los soldados anteponen la disciplina militar al deseo de expresar su complacencia con aplausos frente a quien se disponen a fusilar.


El ademán de Fritz para descolgarse el acordeón es cortado por la voz del sargento que ordena al condenado tocar otra canción, pero rusa. Los primeros compases de Ochy chornya, desencadenan los aplausos de los soldados.


Los soldados intervienen al final del vals ruso que ha tocado Fritz. El sargento termina por autorizar las apetencias musicales de la patrulla. La madrugada llega con canciones rusas. Kalinka, Svietit miesiatz, Lesginka, son apenas el comienzo del segundo tomo de la vida que Fritz y su acordeón le han arrancado a la guerra fría, en la Weihnacht. Con el beneplácito cómplice de la patrulla, el sargento ha decido liberar al músico, luego de confesarle su afecto por los acordeones que alegraron su infancia en Kiev, muchos años después de que su abuelo, acordeonista también, fuera ajusticiado por tropas alemanas tras la batalla de Tannenberg, junto al río Neva, en la Gran Guerra de 1914.


* “Antes de morir, quiero tocar mi acordeón”.




Primer premio (único)
1er Concurso de Cuento de Navidad
Librería Palinuro, de Medellín. 10 de diciembre de 2004.

Publicado en el libro “Al son que me canten cuento”

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