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Cultura  |  20 diciembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de la tía Clara: el Gordo Heligábalo

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Por El Flaco Jiménez

El Gordo Heligábalo

Uno de los personajes que más recuerda la tía Clara, era el gordo Heligábalo que llegó de Salamina.

Su nombre verdadero era Heli Galviz pero sus amigos del Club de Barrigones de Salamina, eruditos y cultísimos como todos allá, lo apodaron Heligábalo en recuerdo del emperador romano famoso por su glotonería.

Un banquete del emperador incluía lengua de ruiseñor en salsa de amapola, vinos aromáticos, caldo de lora africana y lentejas rellenas de carne de delfín. Viandas que a Helí, como si supiera las verdaderas inclinaciones de su homónimo, le parecían unas maricadas.

En efecto hoy se sabe que al romano Heliogábalo le gustaban más las salchichas que las panochas y escogía sus ministros de acuerdo al tamaño del miembro.

Helí era hijo único, porque sus padres, a pesar de la antioqueña costumbre de preñar y parir cada año, no quisieron tener ninguno más, desde que lo vieron mamar recién nacido y se dieron cuenta que ese niño se iba a comer todo el patrimonio familiar.

Rápidamente tuvieron que vender la finquita para darle de comer al pequeño depredador y desde entonces lo enviaban de visita donde familiares que lo devolvían al momento argumentando que era más fácil llenar el inodoro de un tren.

Cuando llegó a la pubertad lo enviaron a trabajar a fincas vecinas donde a pesar de ser buen jornalero no duraba mucho. Salía caro por la comida, según decían los vecinos pues a la hora del almuerzo se comía tres plataos de sancocho, diez arepas y medio racimo de plátanos cocinados con un pernil, pero un pernil de cerdo.

Cuando ya nadie le quiso dar trabajo en Salamina, resolvieron venirse a Manizales en busca de otros anfitriones.

En Manizales que aún no eran tan cultos como en Salamina, lo bautizaron tragaldabas. Y como nadie le daba trabajo, se iba con el hacha a tumbar monte a las cuatro de la mañana con los meros tragos de café en el estómago y la mamá se quedaba lavando ropas ajenas para comprar el diario.

A las cinco de la tarde llegaba Helí, transido del hambre y doña Encarnación, su madre, le tenía el desayuno en la mesa tapado con una servilleta, tal como lo había servido a las ocho de la mañana y con otra servilleta estaba tapado el almuerzo tal como lo había servido a las doce del día.

Heligábalo se los tragaba, así fríos, en riguroso orden. Primero los huevos pericos con sus dos arepas planchas y el chocolate con queso y luego el sancocho de yuca y plátano con las tres carnes, acompañado de arepa redonda, arroz y tajadas de maduro con sobremesa de mazamorra y panela picada en trocitos.

Cuando terminaba estas dos comidas, ya no se podía parar de la mesa, porque en ese momento eran las seis pasadas y Encarna traía los frijoles verdes con garra y pezuña de cerdo acompañados de patacón, arroz y más arepas.

En el corredor se tomaban el café de sobremesa y rezaban el rosario antes de acostarse. Media hora después doña Encarna le llevaba a la cama una tazada de aguapanela caliente con arepa de chócolo, que llamaban la merienda, para que no se levantara a medianoche a reblujar la cocina.

Cuando le preguntaban a doña Encarna por la salud de su hijo contestaba que estaba gordo y colorado. Lo cual quería decir que estaba muy saludable. La gordura era signo de salud, de riqueza y de hombría. Un hombre que pese menos de cien kilos es un muñeco decía Helí. Los escuálidos no imponen respeto.

Muchos años después, en unas fiestas de Manizales, hubo un campeonato de comelones y por supuesto se lo ganó Heligábalo compitiendo contra jóvenes de muy buen apetito pero inexpertos en el arte de la glotonería. Esa noche llegó a la casa borracho con el trofeo en la mano y les contó a su mujer y a sus ocho hijos que había logrado batir el record de 60 tamales en una sola sentada.

La hijita mayor que estudiaba bachillerato en el colegio de las monjas, le preguntó muy asustada:

--¿Pero cómo fue que hiciste esa barbaridad papi?

--Muy fácil hijita —respondió el padre orgulloso—: Bajé los tamales con pan y gaseosa.

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