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Cultura  |  20 diciembre de 2020  |  12:01 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: el olor del encierro

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El olor del encierro

A Gustavo Ramírez Aristizábal

Libaniel Marulanda


Cuando el olor llegó a la Recaudación de Hacienda de Córdoba, Javier Duque de inmediato se percató de que el epicentro estaba justo bajo su escritorio, y aunque luego se expandió a todo el piso, desde el comienzo los esfuerzos de la aseadora, que pagábamos entre todos, se enfilaron a desodorizar el área laboral del recaudador.

“Se presentó de un golpe, como una puñalada”, recordaría Lolita, en contravía de todos los demás, quienes advertimos la presencia de aquel olor como una visita que llegara al mediodía, sudorosa y arrastrando los pies, luego de coronar la penúltima cuesta que descansaba en el parque principal.

Y con los años, reforzadas algunas imágenes que nos suelen traer las cinco de la tarde, aún creemos ver a Javier Duque armado de un atomizador repleto de esencia de vainilla, con esa mirada que nos envolvió a manera de interrogación y despedida, al ser detenido por el ejército antes que a nosotros unos días después.

Una vez posesionado aquel olor, se instauró en nuestra oficina un complejo ritual de enmascaramiento; de fregar y refregar creolina, cuya percepción estaba asociada a las mañanas en los bares de la zona de tolerancia; de levantar una tras otra las tablas del piso los sábados; de quemar sahumerios, papel de Armenia y todo cuanto fuera incinerable. Regábamos vinagre sobre piso, poníamos bicarbonato de soda en los rincones, y aunque algunos días de lluvia el olor aparentaba acogerse a una tregua, una vez regresaba el calor de la tarde se reforzaba su repulsiva gestión, siempre concentrada en derredor del escritorio de Javier Duque.

Desde el primer día hubo consenso en cuanto al origen del olor: era orgánico, y si bien al borde de los siete meses aún no precisábamos su procedencia, por lo menos y con asombro concluimos que ninguna mortecina podía durar tanto tiempo y que, menos aún, una rata hubiera muerto bajo el tablado, varias veces sometido a inspección centímetro a centímetro.

Aunque en un minuto descartamos la posibilidad, en cuanto percibimos aquel olor también inculpamos a los tres bultos de ropa usada, medicinas, calzado, cobijas, ruanas, linternas, granos y enlatados, traídos a la Recaudación de Hacienda por Gorila, el carretillero del pueblo, luego de que Javier Duque realizara la colecta habitual de fin de mes en Córdoba , que se hacía con el aparente propósito de favorecer las obras de caridad de la Cruz Roja de Caldas, pero que todos, excepto Lolita, la secretaria, sabíamos cuál era el verdadero camino que tomaba.

Tanto el alcalde como el juez, el padre Ananías así como el médico, el director de la escuela, e incluso un funcionario del ministerio de Salud Pública que pasó por el municipio, dirigiendo la fumigación casa por casa con D.D.T., investigaron, opinaron, debatieron y erraron en sus apreciaciones y, al igual que nosotros, comenzaron a convivir con el fenómeno, del mismo modo como Córdoba había aprendido por fuerza a cohabitar con las noches cruzadas por detonaciones anónimas de armas de todo tipo, alcance y color político; con las madrugadas pródigas en hallazgos de cadáveres, casi siempre de miembros del partido mayoritario y en el que, salvo Lolita, militábamos los empleados de la Recaudación de Hacienda Nacional.

Entre tumbos y dolores, un virus de gripa asiática que invadió buena parte del país y nos confinó en cama por una semana, el dólar a la par con el peso, el retiro del equipo antioqueño de la Vuelta a Colombia y el primer televisor en el pueblo, el año cincuenta y siete mordía ya su final, con el augurio de paz para los bandos irreconciliables.

Repuestos del miedo a la presencia militar de una dictadura que debutó entre aplausos y acabó entre chiflidos, como tenía que acabar, también ese año nos aprestábamos a concurrir a un publicitado plebiscito que traería el sosiego al país, con la primera actuación de las mujeres como votantes, quienes antes no tenían ese derecho por ser también la política cosa de hombres, si bien el terror y la sangre eran de todos.

Lolita, la secretaria, hubo de intervenir de nuevo en nuestras vidas con el propósito de salvarlas, merced a la mediación de su padre, adversario político nuestro que intercedió ante los militares, pretendiendo desconocer el destino real de nuestras periódicas recolectas, que iban dirigidas a Teófilo Rojas, alias “Chispas”, guerrillero liberal que ejercía el poder vindicatorio contra el gobierno y la capacidad armada de proteger la población.

En aquel domingo de noviembre, sólo bastó la muerte de un cabo y dos soldados en la zona de tolerancia para que el Jefe Civil y Militar del departamento de Caldas ordenara la detención de las personas que hubieran podido perpetrar los homicidios, auxiliar la comisión o enterarse por sí mismos o por terceros de su autoría. Es decir, todo Córdoba estaba incurso en la sospecha, así que el lunes de madrugada llegó el ejército a cada casa del pueblo, después a las mismas oficinas públicas y, sin que mediaran muchos argumentos, comenzaron por llevarse a Javier Duque. Luego a los demás.

Cinco días más tarde, tras compartir el encierro con toda la población en el parque principal, al reabrir con tristeza la oficina, asombrados advertimos que el olor había escapado y sólo volvimos a tropezar con él cuando Lolita, entre gritos, veinticinco días después reconoció en el anfiteatro el descompuesto cadáver de Javier Duque, el Recaudador de Hacienda.

Calarcá, junio de 1999

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