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Cultura  |  20 diciembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Si me puedes mirar

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Podemos hacer lo que deseemos, menos cortar la rama sobre la que estamos parados.

Carl Jung

Si me puedes mirar

Por Auria Plaza

 

La lluvia torrencial cae sobre el techo de lata. La pareja, de edad indefinida, se estremece de frío. Ella tose y él se levanta con trabajo, le duelen las articulaciones; pone a hervir agua en la hornalla de kerosene.

–Mija ya colé el café y el pan está tostado, ven acompáñame a desayunar que me tengo que ir temprano para que me contraten.

–Todavía llueve. Abrígate bien.

Al otro lado de la ciudad una mujer llora, su hija tiene leucemia. Ha contratado a un detective para que encuentre a sus progenitores; Son su única esperanza. Las noticias son buenas. Parece que nunca dejaron la ciudad.

El detective está contento, ya sabe que Evaristo va todas las mañanas a la esquina de Calima para que lo tomen como cargador o como “todero”, así que se lo va a llevar a su casa para que le haga un trabajo y de paso averiguar un poco de su vida, para asegurarse de que es la persona que está buscando.

Si todo sale bien se va a ganar su buena platica y a estos pobres viejos se les arregla la vida. De la noche a la mañana se encontrarán con la noticia de que tienen una hija rica, es como si se les apareciera la Virgen con un milagrito. Después de hablar del tiempo y de la situación, bruscamente le pregunta el detective a Evaristo:

–¿tiene hijos?

–No, solo somos mi mujer y yo

–¿Conoce a alguien llamada Viviana?

–¿Qué dice? ¿Viviana? ¿Qué sabe usted?

–Me contrató para que buscara a sus padres

–No, no tenemos ninguna hija. Ella lo quiso así cuando nos dejó porque se avergonzaba de mi color y de la pobreza.

El detective, después de mucho hablar, no logra convencer a Evaristo de que vaya a ver a su hija. Que al menos conozca a su nieta. Éste dice que lo hablará con su mujer y será ella quien decida. En el fondo se ha emocionado mucho al saber que tiene una nieta. Por él hubiera ido de inmediato con el detective.

La tarde se descuelga tras las montañas. Evaristo, de regreso a casa, va pensando cómo le va a contar a su mujer que Viviana quiere verlos, cuando ella no ha querido nunca que se pronunciara su nombre. Lloró tanto y desde que su hija los dejó vive sin ilusión; a él la tristeza lo llevó a la bebida los primeros años.

–Mija no te vayas a enojar, es muy importante que me escuches con calma.

–Cada vez que empezás con “no te vayas a enojar” es para volver al mismo cuento de regresarnos a Suárez.

–Ya que lo mencionas, te diré que si nos hubiéramos ido para el Cauca tal vez no nos hubieran encontrado.

–¿Encontrado quién?

–Viviana

Yolanda enmudeció. Su rostro se volvió una máscara, sus ojos azules se oscurecieron y la tormenta se desató en su corazón, se puso a temblar. No podía creer lo que estaba oyendo. Su hija los estaba buscando, pero si ella no tenía hija. Murió cuando se marchó y los dejó como quien abandona a un perro.

No se pronunció una palabra más esa noche, ni la siguiente, ni la siguiente. Ella fingía que dormía cuando Evaristo se levantaba y salía temprano a trabajar. Por la tarde ella lo esperaba con la cena, comían en silencio.

La noche del tercer día llegó el detective. Yolanda no quería recibirlo, Evaristo la convenció de que lo escucharan. Él les habló de la desdicha de esta mujer sola con su hija en tratamiento de quimioterapia y radioterapia, que los necesita. Que no lo haga por ella sino por la nieta. Ellos, los abuelos, son los únicos que la pueden salvar. Es difícil encontrar un donante compatible, y si no logran hacerle un BMT pronto, las posibilidades de sobrevivir serían mínimas.

Ha pasado una semana. Vuelve el detective, les trae fotos de la nieta. Se llama Eva, tiene diez años. Yolanda se niega a verlas. Evaristo despide al detective y le promete ir al hospital, siempre y cuando su esposa esté de acuerdo.

–Mija, mirá al menos las fotos. Es nuestra nieta, se parece a ti con la piel más oscura, pero son tus mismos ojos. Está en el hospital y nos mandó una carta. Dice que quiere vernos antes de morir. Al menos dime que puedo ir yo.

Yolanda empezó a leer la carta. Un gemido de animal herido se escapó de su garganta. Dejó el papel sobre la mesa y sin decir una palabra se sentó en la cama. Tomó el rosario y empezó a rezar.

A la mañana siguiente ella se levantó primero, puso a hervir el agua, se sentó a la mesa y tomó la carta. A medida que la leía sentía el sabor amargo del miedo y la inocencia de esa niña que pedía conocerla. Empezó a mirar las fotos. Recordaba cuando Viviana tenía diez años. Tenía un aire con esta muchachita de rostro triste y pálido, su hija había sido pura dinamita, alegre, y voluntariosa. En cambio, la niña parecía una criatura desvalida.

–Mijo, arréglate bien. Ponte la camisa nueva y los zapatos del matrimonio. Hoy no vas a trabajar. Ven a tomar el café que te esperan en otro lugar.

Evaristo se vio con su hija; ella pidió perdón y se abrazaron. Conoció a su nieta. Sus ojos eran un pedacito de cielo; su cuerpecito daba miedo tocarlo con sus manos negras, grandes y callosas por temor a lastimarlo. Hablaron como si se hubieran conocido de toda la vida.

Le hicieron todos los exámenes y análisis necesarios, luego vinieron otras diversas pruebas y al final encontraron que no era un donante compatible. Los días precedentes al resultado habían estado muy optimistas. Evaristo había rejuvenecido, tenía largas conversaciones con su mujer tratando de convencerla de que fuera a ver su hija. Ese día llegó destrozado a su casa.

–Mija, la única esperanza eres tú. Sé que no es fácil. No lo hagas por Viviana sino por tu nieta. Te necesita, ya no tiene mucho tiempo. Lleva un año en la lista buscando un donante. Sé que tienes muy lastimado el corazón, pero eres buena. Te lo pido en nombre del amor y de la piedad.

Yolanda no dijo nada. Sirvió la comida como una autómata. Se podía cortar el aire con un cuchillo. Se miraban con ojos ausentes. Cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Revolvían los alimentos como buscando en ellos la respuesta, pero no los probaron.

–Iremos a ver a la niña, hablaremos con los doctores, pero no quiero ver a Viviana. Mi soledad es todo lo que tengo de ella y es como una segunda piel que no puedo arrancarme. Vamos a descansar, tenemos mucho para hacer mañana.

Otra vez los mismos análisis y pruebas. Las charlas de las dos eran sobre libros. Ambas eran muy buenas lectoras y muy curiosas. La nieta quería saber cómo era la vida en el Cauca, cómo se había conocido con el abuelo, por qué se vinieron a vivir a Armenia.

No mencionaba a su mamá, pero la abuela se daba cuenta de que conocía mucho sus vidas. Preguntaba al abuelo por el trabajo en la mina. Éste, a su vez, le contaba historias de sus antepasados, no había perdido la chispa que tuvo siempre para relatar.

Ellos acompañaban a Eva durante el día y la mamá llegaba a la tardecita, callada, casi como una sombra. Evaristo salía a saludarla mientras Yolanda se despedía de su nieta. Llevaban tres semanas en esta rutina. Le tomaron las radiografías, el electrocardiograma. En la revisión médica la encontraron baja de peso pero se recuperó con una dieta.

Tuvieron que esperar unos días para suministrarle un fármaco llamado “factores de crecimiento hematopoyético” y en menos de una semana se podrían obtener los progenitores de sangre periférica y entonces se le haría el trasplante.

Una noche en que la niña no podía dormir con una voz mojada por el llanto le dijo a la madre:

–Mami, mami…pídele perdón a la abuela, no dejes que se vaya. Ahora que la conozco no la quiero perder. Sólo tienes una semana para convencerla.

–Está bien. Cálmate, no llores. Me pondré de rodillas y suplicaré. No hay nada, después de ti, que quiera más que su perdón.

El encuentro de las dos fue duro. El muro de silencio y rabia, construido por la mujer mayor, para poder sobrevivir el abandono no era fácil de derribar. Las explicaciones de la más joven eran inútiles. Excusas como su inmadurez y el deslumbramiento. Ya las había escuchado Yolanda de Evaristo. Eran voces que llegaban desde las tinieblas, pero una luz dorada iba alumbrando las antiguas cosas, como si el viento las fuera instalando de nuevo en su memoria. Es tu desamparada hija quien te suplica, le dijo Viviana:

–No supe buscarte. Tenía el miedo de los que saben que obran mal. Si me puedes mirar verás que siempre te he amado.

–No supe perderte. Tenía miedo de que si te nombraba no soportaría el dolor de tu ausencia. Eva ha hecho el milagro. Antes, mi pena era una piedra pesada que me tenía atada al pasado. Hoy, creo que podemos empezar de nuevo.

El Caimo, diciembre 2020

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