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Cultura  |  08 noviembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: El olvido de la memoria

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El olvido de la memoria

Por Auria Plaza

Era la hora de la siesta y no había ni un perro que le ladrara al forastero. Su voz, de una fuerza atronadora, empezó a colarse por las hendiduras de puertas y ventanas. Tenía tal energía que la curiosidad de los habitantes, como por impulso que nadie controlaba, empezaron a abrir de a poco los postigos de las casas.

Era un pueblo en donde los días eran siempre iguales, como lo eran también las casas de construcción precaria, de lado a lado de la única calle, enclavadas en medio del desierto.

Cuando la figura desgarbada, cuya cabeza brillaba como una esfera de color cobrizo bajo los rayos inclementes del sol, captó la atención de todos, con su voz ronca y modulada gritó:

He viajado por muchos caminos,

Y he encontrado zíngaros felices.

Este es un pueblo triste

Decidme ¿recordáis de dónde venís?

O acaso el azar torció vuestro destino.

Oh, pueblo

Oh, romaníes,

Oh, gitanos.

Yo también tenía una gran familia…

Sin transición en el canto “de repente se puso a hablar en una lengua desconocida” contaron las mujeres más tarde. También que era un hechicero, porque de otra manera cómo era posible que todas bebieran sus palabras.

Su andar era lento. Cada pisada se hundía en la tierra y al levantar la polvareda parecía que flotaba. “No sabíamos de qué estaba hablando, hasta que por fin lo descubrimos” dijeron los hombres. Era una lengua antigua que volvía a la memoria de este pueblo enterrado en el olvido.

Se acordaron de sus antepasados que eran circenses, quienes, antes de llegar allí, habían viajado por el mundo desde siempre. ¡Eran gitanos!

Ocurrió hace mucho tiempo. Era la segunda noche de función del circo, el río bajó crecido, con árboles arrancados de raíz, animales ahogados. La avalancha arrastró con todo: carpa, espectadores, animales y artistas. Lo que no se llevó el agua lo cubrió el barro. Los sobrevivientes del pueblo, que habían asistido la noche anterior, no soportaron el dolor de tamaña pérdida y se marcharon. Se llevaron la vida y lo que podían cargar a sus espaldas, como caracoles. El desplazamiento no es sólo una condición física, sino que es una condición mental; al perder su hogar el desarraigo los convierte en otros. De ellos no se volvió a saber, se fueron desperdigando por la geografía de una región acostumbrada a ver ir y venir gentes, como golondrinas, convertidas en andariegos porque el sufrimiento no les da paz.

De la gran familia del circo sólo quedaron los ancianos y los niños que se habían instalado cerca de las casas del pueblo. Tomaron posesión de lo abandonado: casas, animales y enseres. Trashumantes entre la incertidumbre y el dolor, entre la nostalgia y los recuerdos, optaron por traicionar la memoria de sus antepasados para curar el mal de la tristeza y se quedaron anclados en una tierra ajena, teniendo que aprender a ser sedentarios.

Esa noche, con el extranjero como invitado, hicieron una gran fogata en la parte más ancha de la calle. Allí se sentaron todos a escuchar al vagabundo contar lo que sabía de su pueblo.

–Somos los rom un pueblo itinerante de origen muy antiguo. A ustedes el circo les permitió seguir con la tradición de clan.

–¿De dónde venimos? –gritaron los niños, que eran los más asombrados.

–La tribu de ustedes es posible que venga de España o de México, por eso se les llama gitanos y hablan español, sin embargo, sus abuelos hablan el romaní que espero se los enseñen. Igual en Colombia hay otros patrigrupos dedicadas a distintos oficios.

–Y… usted ¿de dónde es usted? –inquiere nerviosa una mujer joven.

–De Hungría. También hay romaníes en Rusia, Turquía, Rumania, Bulgaria y claro España y toda Latinoamérica.

–¿Cómo supo de nosotros? –es uno de los abuelos que pregunta.

–La leyenda de un circo desaparecido me llamó la atención. Se decía que los habían masacrado, otros que se hundieron en el río Magdalena y he venido de pueblo en pueblo buscándolos. Cuando vi la carreta a la entrada de este villorrio, supe que estaban aquí.

–¿Por qué…para qué? –en el tono de voz del hombre hay agresividad y un deje de preocupación– Estamos bien como estamos.

–No pretendo que cambien. Sus mayores eligieron olvidar como el mejor método para sobrevivir y lo han logrado. Algunos de ustedes seguramente tienen imágenes intrusivas inexplicables y sienten miedo. Nuestra sabiduría ancestral nos pide hablarlo, por eso estoy aquí. Ya están recuperados y listos para saber quiénes son.

–¿Acaso eso importa?

–El modo de pensar y de vivir de un pueblo es lo que los hace diferentes y si no sabemos de dónde venimos, cuál es nuestra cultura, viviremos sin historia que transmitir. Siempre habrá ese vacío…

–…Nosotros somos colombianos –Interrumpe un chiquillo, que no entiende de qué se está hablando.

–¡Sí claro! No obstante, pertenecen a una comunidad que por siglos ha mantenido sus tradiciones, su sabiduría y eso es lo que les pido que no olviden. El Estado colombiano reconoce a los Romi o Gitanos como un grupo étnico con una identidad cultural.

–Sabe… ahora entiendo por qué yo me he sentido extraño con mis compañeros de escuela, mi forma de hablar es distinta.

–He observado que mantienen las bases tribales que son: el respeto a los mayores, la unión de la comunidad y la solidaridad. Supongo que también sabéis cantar y bailar. Así que ¡anda! Vamos a divertirnos.

Fue una noche distinta. Como por arte de magia aparecieron un violín, una guitarra y unas castañuelas. Alrededor de la fogata grandes y chicos bailaron, cantaron y los viejos contaron historias.

El Caimo, noviembre 2020

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