• LUNES,  29 ABRIL DE 2024

Cultura  |  18 octubre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Aleteo de mariposa

0 Comentarios

Imagen noticia

Lo más cercano a mirar a una mujer

desnuda es ver su ropa interior.

Leonardo Padura

ALETEO DE MARIPOSA

Por Auria Plaza

A medida que se acerca el fin de los días el dolor, al igual que los recuerdos, se convierte en parte nuestra. Con esfuerzo llego hasta la cómoda; sufro y ni siquiera la morfina logra aliviarme.

Cuando conocí a Mónica, sus ojos brillantes de color indefinido eran lo único destacable de su flaca figura. Con dieciséis años y nada de coquetería, su candor la distinguía del resto de las mujeres de su entorno. La diferencia de edad no nos impedía ser amigos cercanos y el tiempo parecía volar cuando conversábamos. Para mis novias, Mónica, casi invisible, nunca fue motivo de celos.

Me enamoré por primera vez a los trece años y, como no quería fallarle a mi noviecita, acudí a la mujer a donde iban mi hermano y mi padre. De unos treinta años, su belleza exuberante me intimidó. Sonrojado, sentí el deseo de huir sin que me importara perder así mis ahorros empeñados en la aventura. Ella, con delicadeza, me tomó del brazo y con voz calmada me dijo:

–Ven chiquillo, no te sientas incómodo. Todos los hombres se inician de alguna manera, pero tú no pareces tener dieciocho…

–… ¿y eso importa? –Le interrumpí desafiante–. ¡Ya dejé el dinero en la mesita de entrada!

Gracias a la pericia de la mujer que supo sortear el primer bache, mi torpeza se diluyó entre sus hábiles manos y el encuentro no fue un fracaso. Sin embargo, no me atreví a intentarlo con mi noviecita. Con el tiempo fui ganando en osadía y experiencia con otras mujeres, algunas mayores que yo.

Abro el primer cajón; allí está su ropa interior: tangas, panties, calzoncitos de encaje. Reverente, tomo uno y lo aprieto con suavidad. Fue parte de ella, estuvo acariciando su piel. La lencería era elemento esencial en nuestros juegos. Me gustaba ir a los almacenes a elegir esas prendas; el placer que me brindaba el imaginarlas abrazando su cuerpo era el preludio del que se me ofrecería como premio al llegar a casa. Cierro los ojos en la oscuridad que huele a nardos y rosas –el aroma de su piel–, y a una vida pasada a su lado. La habitación sigue igual; son sus dominios, con flores siempre frescas en los jarrones. El cuarto que solía ser el de huéspedes es ahora el mío, con su olor a medicamentos, ocaso y decrepitud.

Hay quienes se aburren de su esposa cuando la rutina del matrimonio mata el deseo. No ocurrió así con nosotros. Ella fue el amor de mi vida. Previo a darme cuenta de que estaba enamorado y volverme su compañero sexual, la necesitaba y la buscaba como el sediento al agua. Antes de emparejarme con Mónica había vivido muchas relaciones –largas y cortas– las cuales, por mi inconstancia, además de fallidas no plasmaron en mi memoria ni siquiera el recuerdo de esos rostros o nombres.

Para cuando me convertí en su novio formal las otras mujeres habían dejado ya de interesarme. En nuestra primera noche fue ella quien tomó la iniciativa y la vivimos como si nadie antes hubiera existido para nosotros. Casi agotamos las opciones del Kama Sutra, como queriendo compensar el tiempo de sequía transcurrido. Descubrí que ella era la campana que despertaba mis sentidos y supe lo que era estar vivo de verdad.

Dos días después de que los médicos me diagnosticaran lesión del nervio pudendo me atreví, por fin, a hablar con mi esposa, temiendo que ello significara el fin de nuestro matrimonio; sin mirar a los ojos de mi mujer le confesé el secreto que me carcomía. Sabía que el sexo para ella era esencial. Le dije que si deseaba el divorcio yo lo aceptaba.

Después de varias noches de insomnio y conversación profunda y honesta reconocimos que nos amábamos. Acordamos que ella quedaba libre para tener sexo con otros hombres mientras no se involucrara sentimentalmente. Fui muy cursi al decirle:

–Aletea ligera mi mariposa. Este aceptar que vueles libre de ataduras y temores es mi regalo. Te amo y siento gozo y dolor. Soy feliz si tú lo eres y me asusta y duele cuando pienso que puedes alejarte; que tus alas lleguen a quemarse en el fuego de la pasión y ya no regreses a mis brazos.

Mónica se había transformado en una mujer hermosa ante mis propios ojos. En broma yo le decía que la oruga se convierte en mariposa cuando sabe que puede volar segura; que siempre fue hermosa, pero que se encerró en sí misma por miedo a ser humillada. En el vecindario ya bastante eran los comentarios sobre su madre. Las miradas a hurtadillas de los hombres y el fruncir de ceño de las mujeres cuando caminaba por las calles del barrio.

Descubrí un placer casi perverso al pensar que la inactividad sexual se podría reemplazar con la imaginación. Inventé situaciones en las que mi mujer disfrutaba de lo que me estaba negado y esas imágenes me sacaban de ese tedio que me corroía el cuerpo. En la era cibernética es más sencillo recurrir a los videos porno, pero yo prefería concebir mis propias fantasías. Sólo me entusiasmaban un poco las novelas eróticas, porque ellas tienen el placer estético del lenguaje y crean una sensación de apetito sexual.

Le insistía en que me contara sus aventuras, pero ella se negaba.

–Querido, no es necesario que sepas detalles de lo que ocurre; basta con tu imaginación… crea tus propias historias.

–Amor, al menos acepta que vayamos a los bares swinger

–No… definitivamente no me gusta eso de exhibirme como mercancía. Tenemos una vida social activa que nos permite interactuar con gente interesante y eso basta. Además, no hay para qué ventilar nuestra intimidad. Los demás nos ven como una pareja perfecta y esa imagen me gusta.

–Si lo que te importa es el qué dirán, iremos a otra ciudad en donde nadie nos vea.

Las conversaciones terminaban así. Jamás logré confirmar si ella vivió las aventuras con las que yo fantaseaba.

El día que cumplimos diez años de casados, volviendo del restaurante donde cenamos para celebrar nuestro aniversario, un conductor ebrio nos atropelló, causando la muerte instantánea de Mónica. Quedé solo y hundido en el fondo de un pozo infestado de serpientes. Me volví un enajenado tras mis fútiles intentos por escapar de una realidad de pesadilla. Yo era quien estaba enfermo y era el mayor de los dos; yo tendría que haberme ido primero. La suerte –tómbola mortal o destino aciago– la arrancó de mis brazos y lo que duele más, ¡ay!, es que debo continuar removiendo, una a una, las hojas de mi existencia vacía, sin cortar el círculo que me corresponde.

Miro el cuarto decorado por Mónica: paredes de color arena, cortinas de seda mostaza intenso y muebles sólidos de maderas nobles. Junto a la cama matrimonial, su velador. Sobre éste, el libro que ella no alcanzó a terminar, abierto en la página 88. La ropa, desparramada por el lugar como si se hubiera vestido de prisa, permanece en idéntico desorden.

Sí: todo está igual, excepto yo, que siento que cada día transcurrido deja un reguero de células vencidas y vencedoras a mi paso. Mi piel papel encerado y vuelto alisar, mi cuerpo carcomido por el cáncer, sabe que va a morir. Lo acepto y lo deseo.

Dejo la prenda en la cómoda y cierro con cuidado la gaveta. Me dirijo a la izquierda de la habitación, al cuarto de baño testigo de tanto juego amatorio en la bañera y ducha, incluso después de diagnosticada mi enfermedad. Tomo la toalla de felpa con la que Mónica se secó por última vez y la acerco a mi cara tratando de oler el perfume de su jabón preferido. No reconozco más que mi propio olor.

Se ha ido su aroma; todo lo que me queda es su recuerdo. Grito su nombre que crece como una grieta en las tinieblas y entonces entra en la habitación y me quedo contemplándola. La realidad, territorio vestido con las burbujas de la desesperación y el deseo de estar a su lado, me recuerda la morfina; mi dosis para el dolor ya no es suficiente, es hora de usarla toda.

No quiero un nuevo amanecer.

El Caimo, octubre 2020

PUBLICIDAD

Comenta esta noticia

©2024 elquindiano.com todos los derechos reservados
Diseño y Desarrollo: logo Rhiss.net