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Cultura  |  11 octubre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: Choque inevitable

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Choque inevitable

Por Auria Plaza

Al tiempo que él estaba tomando un tinto en el Parque de la Vida ella estaba disfrutando de un café vienés en Sorrento. Sin saberlo leían el mismo libro.

«¡Qué pereza! Esas nubes no presagian nada bueno, menos mal que traje el paraguas. Tengo ganas de caminar» se decía él en el mismo instante en que ella pensaba «Mejor salgo a la avenida y tomo un taxi, seguro que llueve».

Cruzando la calle de prisa y distraída, tratando de atisbar un amarillo libre, no lo vio; el choque fue inevitable. Su cartera voló y el contenido se desparramó. Sin enojarse la miró con sus ojos de perro triste y al agacharse al tiempo, se dieron un topetazo. La mujer empezó a disculparse y él, con una sonrisa a medias, un poco incómodo le dijo:

–Fresca. Más bien recojamos tus cosas –sin transición añadió– ¿Cortázar? Y le alargó el libro.

Seguían en cuclillas. Alelada, no acertó ni siquiera a contestar una pregunta tan simple. La tomó de los brazos y, con toda gentileza, la levantó del suelo.

–¿A dónde vas con tanto afán? ¿Se te está incendiando la casa?

Soltó una carcajada, le pareció tan anticuada la pregunta en una persona joven. Esa expresión se la había escuchado a su abuela.

–No. Solo quiero tomar un taxi antes de que empiece a llover.

–Vamos, no te amedrantarás por unas gotas de agua –ahora le sonríe abiertamente, fue como si el sol saliera de repente solo para ella, a pesar que sobre ellos la bóveda gris interrumpida por unas nubes oscuras no presagiaban buen tiempo.

–Oh, bueno –hace un además vago con la mano, señalando el norte– voy para el museo, está cerca. Ella olvidó que recién se había hecho cepillar el cabello y que la humedad lo arruinaría y empezó a caminar. Hay algo en la expresión del chico que la atrae.

Él va para la misma conferencia. A mitad de camino abrió el paraguas y con su mano libre la toma por los hombros. La mujer siente un singular placer en ese abrazo, quiere razonarlo, pero es querer descubrir en un segundo las claves ocultas de un criptograma. La distancia les pareció corta, hubieran querido continuar la marcha sin un destino fijo que sentenciara el fin. La intimidad compartida bajo el paraguas era refugio, no del agua, sino del mundo que siempre han sentido y vivido como ajeno a ellos, en particular la muchacha. Se sentía como un bebé a punto de nacer que no quiere salir a una naturaleza extraña e intenta permanecer aferrado al útero de su madre.

En la conferencia se sentaron en el fondo de la sala, muy juntos. El calor de sus cuerpos invadía cada centímetro de la piel. El profesor Bejarano hablaba de octaedros, cronopios y famas; pura “patafísica” era lo que les estaba sucediendo a ellos, esa corriente incomprensible del mundo de lo absurdo. Cuando finalizó la exposición, sin mediar palabra, se marcharon antes de que empezara la ronda de preguntas del público. No sé cuál de los dos tomó la iniciativa, si fue él o si se trató de un acercamiento casual; lo cierto es que en algún momento sus manos se encontraron y se fueron caminando con los dedos entrelazados.

Tomaron por la avenida rumbo a la ciudad, el cielo estaba despejado. Caminaban sin prisa. Parecía en ese momento dos personas que estaban solas en el mundo, que no tenían raíces en la vida. Sin mediar palabras entraron en el primer hotel que se les atravesó.

Ya en la habitación, en un lío de besos hambrientos y caricias enloquecidas, se quitaron la ropa y se amaron como si el mundo fuera a terminarse. En el reposo del deseo satisfecho reían a carcajadas como chiquillos pillados en falta al observar el desorden de la habitación. Con una ternura y una expresión de amor en su rostro como nadie en la vida la había mirado, el muchacho levemente ruborizado dijo:

–Perdona. Esto es muy loco. Nunca he sido así de apresurado.

Volvieron a hacer el amor, sin prisa, tomándose todo el tiempo, nada importaba. Hablaron mucho, mejor dicho, habló ella, no paró de hacerlo y él prestaba atención a sus palabras, como si se tratara de un discurso importante. Y sí, lo era para ella, como construido con palabras virginales, incontaminadas, que nunca hubieran sido dichas por nadie.

Los reflejos rojos y azules de las luces de neón que entraban a través de las persianas indicaban que había anochecido. Mi vida insubstancial y patética ha sido interrumpida de la manera más mágica. Nunca se me han dado los encuentros casuales y no me arrepiento. Llevo la mano a sus rizos que enredo en mis dedos, la placidez con que duerme acentúa su aspecto distinguido de muchacho de buena familia a la que seguramente no volvió a ver cuándo se dedicó a la música. Por primera vez en muchos años me he despertado acompañada. Presiento que es un solitario como yo.

Con esa lentitud del que no quiere, sentada en la cama, empecé a vestirme. Prefiero marcharme con la ilusión de este día para que me acompañe en las noches de insomnio y no dejar que, esta “yo” desconocida, desaparezca de la habitación. Quiero que me recuerde fresca, alegre, espontánea, confiada, como he sido hoy y no la ejecutiva cuadriculada, calculadora que en realidad soy. No creo que en su vida de artista haya un lugar para una mujer como yo.

–No. No… no te vayas –dice en un susurro y tirando suavemente me atrae hacia él.

El Caimo, octubre 2020

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