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Cultura  |  11 octubre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

Caminata de Marisela por la Virginia

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Un texto de Luis Carlos Vélez Barrios.

El ruido de los hachazos me animó a levantarme temprano. Adentro aún dormían, no estaba de humor para hacer pereza. Me mortificaba pensar por qué acepté acompañar a mi madre a pasar un fin de semana en el lugar al cual no pensé regresar, y por distraer el enojo pensé que lo mejor sería conocer los alrededores, y salí al corredor. Sobre la copa de los árboles divisé los techos y las calles de La Virginia de hoy.

Tras una cerca de guadua contigua a la cocina, un trabajador de sombrero, ignorando mí presencia, se daba a la tarea de rajar leña. Bajé al patio para contemplar Peñas Blancas, las mismas de mi niñez: la mole de rocas entre la espesura de la montaña donde dice la leyenda que el fantasma del cacique Calarcá, ante el asedio de los conquistadores españoles, ocultó y cuida sus tesoros.

Aún me sobrecogía la cercanía majestuosa de las peñas, y el temor de que cayeran sobre mi cabeza, hizo que desviara mis ojos hacia los techos de las casas de un piso, y las dos calles principales de La Virginia sobre el terreno inclinado. A la distancia, Calarcá y Armenia. Miré el camino que debía recorrer cubierto de pastos y pedruscos sueltos a punto de desprenderse.

Pocos fueron los terrenos planos por donde descendí. Tenía curiosidad por conocer los cambios del pueblo desde el día que partí años atrás. Era una mañana soleada, sin nubes.

Dejé atrás el sonido de los hachazos. Me molestaba el recuerdo de las excusas de mi madre para deshacerse de mi presencia los fines de semana, y de las preguntas que me hice sobre lo que hacía sola en la casa. Por la pendiente divisé al hombre de edad que rengueaba. Llevaba una caneca en la mano, una mochila de cabuya al hombro, y adelante, el perro negro se detenía a esperarlo.

Los alcancé antes de llegar al puente sobre el pequeño hilo de agua que despeñándose entre las rocas gigantes, producía su constante y suave murmullo. Calculé, igual que en mi niñez, que podría cruzarlo de un salto. Dispuesta a alejar de la mente las respuestas a mis sospechas de niña, me presenté al hombre y aproveché para saber su nombre: Heriberto. Un campesino de cabello ensortijado, piel curtida y brazos musculosos.

Pregunté por el nombre del conjunto de casas. “Es el barrio Ospina Pérez. Vivo más arriba”, dijo. Volvió la vista; lo imité y pude distinguir al filo de la loma tres vacas pastando junto a una cerca de alambre, y el humo de la chimenea de una casa desvencijada. “Voy a la quesera a dejar esta caneca de leche”, dijo.

Antes de llegar a la iglesia noté que Heriberto, a pesar de su renguera, me dejaba atrás. Al preguntar por el nombre de la iglesia, dijo: “Se llama El divino niño. Viví en la finca Corocito que queda en la vereda Quebradanegra. Me tocó la violencia; claro que yo estaba muy pequeño…”.

Curiosa por saber más aceleré el paso para seguirlo y hacer más preguntas, pero él apuró. Aunque entendí que no quería dar respuestas ni compañía, le di alcance. “Qué pena, voy de afán; debo entregar rápido esta caneca”, dijo, y casi trotó para dejarme atrás.

No pude evitar compararlo con la vieja y evasiva actitud de mi madre cuando le preguntaba por qué bajaba la voz cuando hablaba con el hombre desconocido por teléfono. Caminé lento para observar con atención la puerta de hierro cubierta de enredaderas que sirve de entrada al solar de la iglesia.

Pasos adelante, sobre un enorme promontorio, se alza el templo de paredes blancas, y las cruces sobre la torre central: una de color café en la parte media de la entrada principal, y otra blanca, de hierro, en la cúspide del campanario. Más abajo, sobre la entrada principal, el nicho con la imagen de bulto del Divino Niño, y por entre las rejas externas que rodean y sirven de protección al templo, las puertas que aún en domingo permanecían cerradas.

Saqué el celular y empecé a tomar fotos de los alrededores. Al enfocar la estatua de la virgen que, posada sobre el pedestal techado que adorna la rotonda, descubrí a una anciana que sonreía. Suspendí la caminata y fui hacia ella. Quería hablarle, distraer mi fastidio; me preguntaba lo que sería mí si tuviera que regresar a vivir para siempre al lugar aburrido de la infancia.

“Buenos días, joven”, me dijo, y sonrió amable con su boca desdentada.

Me senté a su lado. Por ella supe que la escuela que había frente a la iglesia fue abandonada años atrás, para trasladarla a un sitio mejor.

¿Cuál sitio mejor?, me pregunté, si el terreno de La Virginia es inclinado.

En una de las paredes de la escuela abandonada distinguí dos murales: el primero representa a un anciano que camina con un niño de la mano, por un sendero tropical; el segundo: sobre un fondo azul oscuro regado de estrellas, el pergamino con el texto de la oración que dejé para leer más tarde, porque preferí preguntarle a la anciana por su nombre.

“Me llamo Marina Flórez; espero que el padre Jorge Alberto venga de Quebradanegra a dar misa de doce”. Miré mi reloj: diez y media. “Él me encargó que le echara un vistazo a la casa comunal; cuando venga me regalará un almuerzo en el restaurante que queda allá, enseguida de donde usted ve el letrero…”. Seguí la dirección que indicaba su dedo, y continúo: “Ahí venden frijoladas los fines de semana”.

A pesar de la distancia pude leer el precio en letras rojas: tres mil quinientos pesos. Una ganga, le dije, y la anciana sonrió de nuevo.

Estuve mucho rato al lado de Marina. Me pareció que a pesar de su edad era muy lúcida; de baja estatura; apoyaba al hablar su mentón en un bastón de guayabo; llevaba blusa azul estampada con el muñeco Elmo; pantalón café y zapatos deportivos de cuero.

“Vivo en una finquita que tienen mis hermanos, aquí cerquita. Aunque hay que subir una loma muy brava, pero me gusta bajar a misa y ayudarle al padre Jorge Alberto. Él es joven todavía…”.

Marina no dijo más. Se quedó expectante, con la mirada en un sitio indefinido, a la espera de mis palabras, igual que yo a las respuestas de mi madre, y que nunca llegaron. ¿Sería joven el amigo de mi madre? Un jeep de color rojo cruzó el puente, dio vuelta a la rotonda, y al pasar despacio frente a nosotros, su conductor asomó la cabeza por la ventanilla:

“Hola, Marinita, ¿qué se dice?”.

Ella respondió con otra sonrisa, y el jeep empezó su descenso por la calle empinada.

“Es John Faber, el lechero, es muy amable, siempre ha manejado ese jeep; el efe be a, quinientos cincuenta y uno. Es amigo de todos aquí. Mis hermanos lo quieren mucho porque le gusta servirle a la gente…Allá viene John Jairo”.

Miré a todos lados buscando a John Jairo. Por el camino que lleva a la nueva escuela venía el hombre de cabello negro, botas pantaneras, perrero, remera blanca y reloj inmenso. Buscó asiento junto a nosotras. Olía a sudor. Se me presentó: “Me llamo John Jairo y soy vigilante de la escuela Jesús María Morales”.

Marina se levantó inquieta y me dejó sola con John Jairo. Fue a dar un rodeo por la casa comunal y se recostó en la pared. No paraba de mirar adonde yo estaba con John Jairo. Me preguntaba por qué se marchaba si desde la rotonda podía vigilar. Pasado un rato regresó para sentarse aparte, en silencio. No sé por qué me preguntaba si John Jairo se parecía al desconocido que llamaba a mi madre, y ella reía ruborizada.

En ese momento un automóvil gris giró en la rotonda y parqueó frente a la casa comunal. Dos hombres, tres mujeres y una niña vinieron directo a Marina. Se dañó la charla, pensé. Me levanté para permitir que los visitantes hablaran a solas con ella.

John Jairo cayó en un extraño mutismo. Me quedé en silencio y empecé a observar en la distancia el mapa de hule que cuelga de las rejas de la iglesia. En él aparecían detalladas con sus nombres las rutas hacia las veredas que rodean La Virginia. Los visitantes echaron a caminar hacia el terraplén cercado. Siquiera se largaron, pensé.

Para no quedarme sola soporté el olor a leche rancia de John Jairo, y por hacerlo hablar le pregunté: ¿cuánto lleva por aquí? “Por ahí… setenta años”. Por el color de su pelo me di cuenta de que calculaba mal su edad o mentía. Le averigüé cuánto valía un pasaje hasta Calarcá y no respondió. John Jairo tenía un comportamiento extraño, escuchaba mal o era distraído. Pensé que estaba loco y quizás por eso Marina evitaba su presencia.

“A Peñas Blancas sólo se puede subir a pie o en jeep. Algunos yiperos cobran hasta diez mil pesos, dijo John Jairo.

¿Y a Calarcá?

“A Calarcá puede ir en bus. ¡Véalo! ¡Mire abajo, acaba de llegar! Es el de color verde”.

De repente se puso de pie y echó a caminar calle abajo, sin despedirse. Pensé que a Marina tampoco le gustaba el olor de John Jairo. ¿Qué loción usaría el amigo de mi madre?, pensé. Al rato volvió John Jairo y le pregunté sobre la avalancha que meses atrás produjo un agrietamiento en la montaña, y que según mi madre tuvo en vilo por muchos meses a los habitantes de La Virginia.

“Eso fue por culpa de la quebradita de allá arriba, El Cofre. En esos días el agua bajaba hasta inundar las calles. Por aquí corrían los ríos de lodo…Pero ya pasó. Ahora esa parte tiene árboles y lo declararon eco… eco…”.

…parque, completé la frase a John Jairo.

“Eso…eso”.

Recordé la tragedia de Armero y me preguntaba por qué razón los habitantes de La Virginia viven en un lugar que corre el peligro de desaparecer bajo un alud de tierra y piedras.

No pude seguir la charla; John Jairo se acercó a otro grupo de personas que conversaba con Marina, y me alegré porque ya veía y odiaba en su cara la del hombre desconocido.

“Jovencita, vaya al mirador, desde allá puede ver mejor a Calarcá y Armenia”, me gritó Marina, y eché a andar. Entendí su intención de no pasar por mal educada y la dejé con los recién llegados.

El mirador con barandas es un terreno plano extenso, pavimentado al borde de un barranco sembrado de palmeras, y canchas de baloncesto alrededor. Me acodé en la baranda. Abajo, en la cancha, estaba por iniciar un partido de fútbol. Desde mi altura pude ver junto a la cancha la casa donde venden cerveza y gaseosa a espectadores y jugadores. Los futbolistas saltaron a la cancha, y decidí ver el partido; Marina terminaba de atender a quienes parecían turistas.

Culminado el primer tiempo, esperando encontrar a Marina miré hacia la rotonda pintada de amarillo. La busqué entre las personas que subían las escalas del templo. Consulté el reloj: once y cincuenta cinco. Al fin la divisé parada en el atrio; me dijo adiós con la mano y entró a misa.

Empecé a bajar por las calles inclinadas del pueblo, dispuesta a esperar un jeep o un bus que me llevara hasta Armenia, y dejar abandonada a mi madre. Muchas casas estaban pintadas igual que las vistas por internet de Filandia y Salento, y adonde, en mi infancia, mi madre, sin saber cuánto me dolía mis sospechas, me obligaba a venir a su finca, pero me dije: Nada que ver, el pasado es un sitio de referencia en la vida, y por ahuyentar los recuerdos me dediqué a observar a las mujeres que hablaban en las puertas, a los conductores que, dejando sus yipes recostados al borde de los andenes, tomaban tinto, charlaban en los antejardines techados de las casas multicolores, con las vecinas que reían maliciosas…, igual que mi madre al teléfono con el hombre que la llamaba en ausencia de mi padre.

Regresé a la iglesia porque me arrepentí de fugarme. Me detuve ante el pergamino de la pared para leer: Oración de San Francisco. Conté sus cuartetos: ocho. Los leí a saltos hasta llegar al quinto: “Y a los que perdonan y aguantan por tu amor/ los males corporales y la tribulación/ ¡Felices los que sufren en paz con el dolor/ porque les llega el tiempo de la consolación!”. Empezó a dolerme el alma

Sabía quién fue San Francisco. Repetí la lectura tres veces y antes de enfrentar la cuesta me pregunté cuándo vendría para mí el consuelo prometido en el poema. Por el camino topé al trabajador de la finca que rajaba leña. Bajaba al pasitrote con el sombrero en la mano.

“Están confundidos”- dijo-, “en la finca piensan que usted se devolvió a pie para Armenia. Siquiera la encontré”.

Trepamos despacio; a ratos volvía la vista atrás para contemplar los arreboles sobre Calarcá y Armenia. El trabajador seguía mis pasos fumando en silencio un pedazo de tabaco; yo: odiando sin palabras mi regreso a la finca donde habitaban momentos de mi pasado.

Cuando el perro abandonó el corredor para recibirnos, husmeó mis piernas, saltó jubiloso batiendo la cola, y distinguí a mi madre solitaria apoyada en su bastón, viuda sin quien la llamara, pero esperándome en las escalas, entendí que nunca la abandonaría.

Armenia, Julio 2017.

 

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