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Cultura  |  04 octubre de 2020  |  10:35 AM |  Escrito por: Edición web

LA PINTORA

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"Pintar es amar de nuevo y amar es vivir la vida a plenitud".

Henry Miller

Por Auria Plaza  

Con dieciséis años recién cumplidos y una beca para estudiar bellas artes llegué a la ciudad. Dos años después cambié de carrera y mi nombre. ¡Cuánto esfuerzo y sacrificio me demandó esconder mi verdadero origen y convertirme en la mejor arquitecta de la ciudad!

Estoy a punto de firmar el contrato más importante de mi trayectoria profesional: el diseño de un complejo cultural en el entorno de los humedales en riesgo de desaparecer, ubicados en las afueras, a pocos kilómetros del centro. Se trata de un proyecto de alta exigencia que considera un museo de artes plásticas, una biblioteca, un teatro, una sala de conciertos y algunos comercios relacionados con el arte y el entretenimiento. Todas las instalaciones que van a incentivar una nueva urbanización y, claro, interesantes oportunidades para mi oficina de arquitectura.

Todo lo que con tanto empeño había construido se derrumbó en el instante en que uno de los socios de la empresa de ingeniería y arquitectura de la competencia, entró a mi oficina hecho una furia y arrojando unos documentos sobre el escritorio me exclamó:

— ¡Por suerte se me ocurrió investigarte! Pensando que nosotros haríamos las tareas de ingeniería y construcción, decidí averiguar más sobre ti y contraté los servicios de un detective. Ahora ya lo sé todo. ¡Nos engañaste! ¡Voy a quitarte la sal y el agua! ¡Voy a asfixiarte hasta que huyas de aquí y te pierdas para siempre! Te abrimos las puertas de nuestras casas, hemos jugado golf y compartido fiestas contigo en nuestro club y tú nos has engañado todo este tiempo. Veré que te echen a patadas como se expulsa un perro sarnoso que nos da asco. Te has burlado de nuestros más caros principios.

No tenía necesidad de mirar los papeles que tenía ante mis ojos, abiertos con expresión de sorpresa y bochorno. Mi cabeza parecía que iba a explotar, pero no le iba a dar el gusto de mostrarle mi desesperación y desconsuelo. El esfuerzo por contenerme era insoportable.

Tomé mi bolso y dejándolo con las palabras en la boca salí dando un portazo. No sé por qué, cuando encendí la camioneta le dije al navegador: Tehachapi.

Me siento humillada como nunca. Mentira… toda mi vida ha sido una humillación constante, pero la de esta mañana tiene un peso diferente. Cuando pequeña esperaba en vano una caricia de mi madre y ella me ignoraba; yo no me sentía humillada sino abandonada. Se trata de otro tipo de dolor, que te arranca pedazos del corazón y te quema las entrañas. El aguijón del gesto o la palabra que te humilla duele de otro modo; te golpea en el bajo vientre; tus rodillas tienden a fallarte y puedes caer de bruces, pero apelando a tu voluntad, a tu dignidad te mantienes de pie, impertérrita.

Yo era el doppelgaenger de mi madre en lo físico: piel nívea, ojos azules, solo el cabello negro y lacio era distinto al de ella tan rubio, pero en mi interior era otra. Siempre demostré carácter y se me daba bien el estudio. La primera en lo académico, la última en deportes o donde se requiriera trabajo de equipo. Todos me rechazaban. Era nerd y mestiza. Una combinación fatal en ese pueblo de tradiciones suspendidas en el limbo de los prejuicios. No me querían los blancos, ni los indígenas.

Atravesé la ciudad y cuando llegué al desierto estaba tan seca como esa tierra árida y sin vida. En su soledad el Mojave se parecía a mí, en el paisaje nada mitigaba su orfandad. De pronto todo mi pasado, como un monstruo de muchas cabezas, salió de la cueva: mi madre una mujer hermosa (basura blanca la llamaban en el pueblo) que se amaba a sí misma, vacía de ideas, no sabía de dónde venía ni qué quería, excepto el licor y sus salidas nocturnas, hasta el día en que se marchó con un forastero que conoció. A mi padre, descendiente de los Kawaiisu, artesano, con un amor por el arte y los libros, perdida toda dignidad, nada le importaba, sólo ella.

Atrapada en mis recuerdos el horizonte se difuminó en pensamientos. Hasta yo me había creído la mentira de la muchachita de clase media que había perdido a sus padres en un accidente. Logré las más altas esferas, de lo que para mí era lo ideal, para caer ahora. Tal vez hubiera sido mejor haberme quedado en la mitad de la escalera, a nadie le importa de dónde vienen los anodinos.

El asfalto era un espejo y el sol de mediodía reverberaba, fácilmente la temperatura afuera sería de unos 45 grados. De impronta, la cinta plateada ceñida por la arena hace una curva y al final de ella, como un Coloso de Rodas, una casi cadena de montañas parduzcas abraza la carretera, un par de curvas más y la vegetación va adquiriendo color y empiezan a aparecer árboles de todos los tonos de verde salpicados de oro, rubíes, amatistas; una casa rodeada de agaves invitaba al descanso. El desierto tenía vida y solo unos pocos sabían desenterrar el secreto de su riqueza escondida. Cítricos, olivares, hortalizas, plantas aromáticas… todo arrancado de una tierra aparentemente infecunda.

Estaba agotada, así que paré. Los duraznos, peras, manzanas, ciruelas, dentro de enormes canastos parecían joyas refulgentes; con su aroma me hicieron olvidar por un instante la tragedia.

Cerca de este lugar, había nacido. La desesperación interior que me perseguía sin tregua desapareció. Ordené un refrigerio y me senté en un rincón; quería reflexionar. Podía trasladar mi oficina de arquitectura a otra ciudad, donde no me alcanzara el odio de esa gente tan poderosa, pero no me interesaba, en realidad nada de lo conseguido me hacía feliz. Los únicos momentos felices eran cuando me encerraba a escondidas, como si fuera un pecado, a pintar. No quería que la gente supiera nada que me asociara con lo que fui.

Pintar: refugio en mi niñez. Con los pinceles de mi padre y los cuadernos de dibujo se me pasaban las horas volando. No necesitaba de nada, ni de nadie. Él me enseñó a mezclar colores, a crear algunos con minerales y vegetales; a usar esponjas, cepillos de dientes viejos, espátulas, elementos no tradicionales; solo mi imaginación y los recursos al alcance de mi mano.

Una sensación de libertad, como si me hubiera librado de algo, me invadió y una gran paz se fue instalando en mis treinta y tantos años. ¿Cómo pude ser tan ciega y obstinada persiguiendo una quimera? si todo lo que necesitaba era lienzo y pintura para ser lo que nunca había dejado de ser. Mi color de piel y mi sangre indígena no importaban. Sólo mi talento y dejar volar mi imaginación en cualquier rincón del mundo.

El Caimo, septiembre 2020

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