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Cultura  |  06 septiembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

Óleo al natural del caminante en cuarentena

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Óleo al natural del caminante en cuarentena

Un texto escrito por Luis Carlos Vélez Barrios,

Para escapar al confinamiento obligatorio y distraer mi espíritu de los mensajes falsos o ciertos que inundan los medios de comunicación, aproveché el día de pico y cédula para atravesar el centro de Armenia, cruzar el puente de La Florida, y tomar por la avenida Centenario a medias transitada.

En el primer tramo de su recorrido, antes ocupado por parcelas sembradas de cafetos sombreados por árboles frutales, el separador que divide la avenida sirve hoy para reflejar las diferencias y abismos sociales entre las dos “armenias”. Sobre el lado derecho una fila de conjuntos residenciales, un colegio, viveros, restaurantes, oficinas de negocios varios y de un periódico, llegan hasta la rotonda de la calle primera, e impiden al caminante disfrutar el paisaje quindiano.

Al lado izquierdo, casi sobre el estribo del puente, la escuela que fuera una cancha de fútbol da inicio a los terrenos ocupados por los “techos de cartón” de los destechados, desplazados, y herederos del olvido gubernamental, terminan en la rotonda que conduce a la hondonada donde empieza el barrio Guayaquil.

Por entre los bloques de cemento pintados de colores divisé los retazos verdes de las montañas, y el azul de los cielos por donde cruzaban veloces los trinos alados apagados por el ruido de los autos, y el silencio de los escasos transeúntes con tapabocas que se apartaban recelosos de contagiar o contagiarse.

Después de la rotonda cercana al supermercado, a lo largo de la banda derecha y por donde debió construirse un mirador de varios kilómetros, aparecen como depredadoras del paisaje, las torres de cemento iguales a colmenas humanas, habitadas en su mayoría por jubilados, empresarios, compradores sin control de las panorámicas ofrecidas, cual pandemia, al mejor postor ajeno a la belleza de estas tierras.

Antes de llegar a las instalaciones del Sena agropecuario, en donde debió terminar el mirador, detuve la marcha, busqué el sardinel de la avenida a cuya vera estacionan a diario sus autos, motos y bicicletas, los amantes del paisaje, y se apean para conversar, compartir un helado o fumar; allí donde el terreno presenta un declive sembrado de pastos y permite al caminante divisar, por entre los arboles de zapote, guamas, naranjas, y limones, el cauce brillante del rio Quindío; su correr silencioso bajo el puente, y a la sombra de guaduales.

A lo lejos, el sol de mediodía hizo brillar el gris de la carretera por donde uno o dos autos, cual hormigas metálicas, cruzaban espaciados en el tiempo y la distancia. Al otro lado de la carretera el terreno se eleva como dos inmensas colchas de retazos unidas por las líneas del sendero empolvado que se pierde entre las seis o siete casas que coronan la loma. El ocre y negro de los sembrados se entrelazan con el verde de los guaduales y pastizales, y el verde oscuro de los cafetales tachonados de flores blancas salpicadas del rojo de los frutos maduros que cuelgan de las ramas.

Desde el puesto de observación, con tapabocas en el mentón, absorto en el verde de la naturaleza pasaron los minutos, no percibí el ruido de los autos ni el paso de otros caminantes; olvidado el hastío de la cuarentena, atentos los ojos, los oídos, y mi espíritu en los pájaros que cruzando el abismo me regalaban su estela de piruetas y de silbos.

Arriba, en la loma: el humo de la chimenea sobre el techo de tejas de barro. Mi vista descendió hasta el corredor de la casa de bahareque de la parcela, donde una mujer detuvo el girar de su mano en el molino casero, entró y salió de la cocina para hacer gestos al niño que apareció de pronto en la parte baja del pastizal, y que después de agacharse bajo la cerca, corrió cuesta arriba para atender su llamado.

Por los gestos de la madre adiviné un regaño, porque el niño tomó receloso la mochila y corrió espantado loma abajo. Absorto en el entorno, y como en una película de cine mudo seguí la ruta del niño que cruzó cafetales, saltó matorrales, se agachó y cruzó bajo las cercas con la habilidad de un baquiano, y llegó fatigado al sitio donde lo esperaba quien supuse era su padre arando el sembrado.

El niño hizo señas que intuí como “poniendo quejas”. El padre a dos pasos, pareció recriminarlo, mientras el niño temiendo un castigo, le entregó la mochila y corrió a esperar de pie, a prudente distancia.

El padre se encaminó a la sombra de un árbol, buscó el mejor sitio. Sentado con las piernas abiertas al máximo escarbó en la mochila hasta encontrar un paquete envuelto en hojas de conga, y una botella. Desplegó las hojas con rapidez, llamó al niño por señas. Lo abrazó y compartió el contenido de la mochila. Entonces noté que no llevaban tapabocas.

Cuando desde la distancia creí escuchar sus risas, y el niño destapó la botella para dar de beber sorbos a su padre, percibí mi entorno inmediato, me levanté del sardinel; subí mi tapabocas, e imaginé que un día construían allí un mirador de cien metros, taparían la boca a la crítica, y salvarían este retazo del paisaje. Por esta ilusión consideré que mi día de pico y cédula no transcurría en vano, y continúe mi camino a través de la cuarentena.

Abril 17 de 2020.

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