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Cultura  |  06 septiembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Otro día iremos al parque

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Auria Plaza

Los niños estaban contentos. Se levantaron muy temprano, sin rechistar alistaron sus cosas, no querían ni desayunar; a duras penas hice que se tomaran la aguapanela y un pan.

El destartalado bus que pasó a buscarlos iba lleno de chiquillos bullangueros, todos gritaban a los míos que se apuraran. Eran los últimos en recoger, seguramente les tocaría en el asiento de los músicos.

Apenas partieron me puse a terminar de asar las arepas, para ir a entregarlas a los restaurantes y negocios donde tenía contratos. Cuando estaban listas las envolví en paquetes conforme a los pedidos, que acomodé cuidadosamente en la canasta. Con ella en mi cabeza empecé el recorrido.

Mientras caminaba por las calles polvorientas pensaba en mis hijos; no los quería dejar ir, rogaron tanto… después de muchas recomendaciones: que se portaran bien, que se cuidaran, que no perdieran nada, les di permiso. Era un paseo muy especial para ellos, nunca habían estado en un parque acuático y a no ser por esa Fundación que iba a llevar a todos los de la primaria, como celebración del Día del Niño. No estábamos –al menos los del barrio– en condiciones de poder hacer un paseo de esos.

El sol ardiente de mediodía reverberaba. La canasta pesaba poco y yo iba a paso ligero, pues debía entregar los últimos paquetes antes del almuerzo, que era para cuando necesitaban las arepas.

De pronto empecé a notar a la poca gente que había en la calle corriendo a la tienda vecina, me arrimé curiosa. Todos estaban pendientes de la televisión. Cuando escuché mencionar la Fundación atropellé para poder avistar la pantalla; vi la imagen aterradora de un bus convertido en una antorcha, grité enloquecida: ¡mis muchachos!... la canasta voló como ave asustada y las arepas rodaron por el andén.

— ¿Sus hijos iban en ese bus? –Me pregunta alguien.

— ¿Es usted del barrio Los Almendros?

— ¿Seño, quiere que la lleve hasta allá? –Me dice un chico.

Me subo a la moto y me agarro fuerte. ¡Dios mío! ¡Virgen Santa! grito desesperada. Tranquila…tranquila… tengo que calmarme…, no puedo asustar a mis muchachos cuando me vean, ellos estarán allí muy juiciosos esperando que los bomberos apaguen el incendio. Como iban en la parte de atrás seguro fueron los primeros en salir, son muy avispados. Sobre todo, Ricardo el mayor, todos me dicen “ese muchacho nació criado”. Tan inteligente y estudioso, siempre pendiente de su hermano quien sólo piensa en jugar. El Felipe estará muy nervioso, llamándome y Ricardo lo calmará. Los vecinos dicen que yo estoy hecha con este carajito, él va a ser mi sustento cuando ya no pueda trabajar.

—Ya voy hijo, ya estoy llegando… ¡Apúrale parce!

No espero a que frene completamente, me bajo de la moto y corro entre el gentío de curiosos; empujo abriéndome paso. Del bus no quedan sino unos fierros torcidos… Mis niños están allí a un lado, tomados de la mano. Los abrazo y con los dos de la mano me retiro del lugar. Están hermosos, igualiticos a como salieron de casa. El mayor me dice:

—Mamá se nos quedó la mochila en el bus.

—No importa mi amor, te compraré otra mejor.

—Saben… Otro día iremos al parque. Por hoy estuvo bueno de sustos.

La gente mira con extrañeza a esta mujer que va hablando sola, el cabello alborotado el nido de un pájaro mochilero después de un vendaval, el vestido arrugado, de expresión ida y espanto al mismo tiempo. De los niños que iban en el bus no se salvó ninguno. Todo fue muy rápido, el tanque de gas explotó y como las puertas del bus estaban cerradas, lo mismo que las ventanas, nadie pudo escapar.

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