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Cultura  |  06 septiembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo

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Francinever

A mis viejos amigos del barrio San José de Armenia

 

Por Libaniel Marulanda

Luego de advertir la dimensión irreparable de los destrozos, mira por última vez al fondo del barranco, entre el verde desafiante de La Línea, a 3. 667 metros sobre el nivel del mar. Sostiene una lucha contra sus lágrimas. Pierde y siente vergüenza. Diez minutos después pone pie en el estribo del paquidérmico bus que, jadeante, terminará por desaparecer en un momento dentro de la pesada cortina de niebla en un día de verano, a comienzos de otro año, mientras atrás quedará su ciudad, con su mujer, sus cuatro hijos, la casita del barrio “La Esperanza”, sus amigos de siempre, las fincas cafeteras y su particular aroma a tierra negra. En ese momento empezará el conteo regresivo hacia el día de su retorno…

“Hermano, ¡qué alegría volverlo a tener por aquí!”, le dijo John Spray Botero, al avistarlo en la calle veintidós, 20 días antes, cuando sudoroso, fatigado y feliz, luego de añadirle 1.792 kilómetros a su LTD, llegó a la ciudad.

“Alegría la mía, llavería” –dijo Francinever- a tiempo queapagaba el motor y se bajaba a darle un abrazo a su amigo de toda la vida, desde aquellos tiempos del bachillerato, terminado a trancazos en el Rufino Jota Cuervo.

De ahí en adelante fue poco lo que alcanzó a almacenar en su memoria a causa del licor que no se hizo esperar y con el que comenzó a celebrar su regreso a Marcelia. En compañía de John Spray y algunos amigos que pronto se sumaron, se desató entonces una peregrinación por los bares de la carrera dieciocho, en un frustrado afán de reencontrarse con el ambiente que persistió hasta mediados de los años setenta, en una vía que ya mostraba los mordiscos inexorables del tiempo y la decadencia. Fue una maratón etílica en la que alternaron el aguardiente de sus entrañables afectos y el whisky de sus nuevos gustos, que sólo terminó 26 horas después, al despertar en la bullanguera casa de La Ñata Tulia, por aquellos días también deslucida por los años. Asustado, sintió las punzadas de la urgencia por llegar de una vez por todas a su casa. El sentimiento de culpa creció paralelo al valor de la cuenta que la voracidad de sus viejos e insolventes amigos, que ya se habían marchado, contribuyó a incrementar y que, sin comentarios, pagó en la famosa casa del barrio Arenales, separada de la suya por un trayecto que hizo en cinco minutos.

En abigarrada gritería y sin reservas, los niños del barrio de autoconstrucción se sumaron a la bienvenida. El voluminoso LTD con pena pudo avanzar entre las callecitas y los últimos metros fueron de sostenido esfuerzo para conseguir aparcar el vehículo sobre el andén de la casa, antes de enfrentarse a los cinco años de ausencia, en los que también tenía un lugar el jolgorio de “ Chesman”, el perro criollo, con sus torpes saltos de anciano desdentado y solidario.

El recibimiento de Yargenis, su mujer, y el de sus cuatro hijos, le atenazó la garganta, enmudeció su voz y desató sus lágrimas. Ante todo el sentimiento en libertad, respirando el olor de la tierra recién removida por un buldózer en pleno ajetreo mecánico, con la visión de sus hijos ya crecidos y sintiéndolos hermosos, buenos e inteligentes, Francinever pensó que los cinco años de trabajo duro, constante y mal pagado, por su condición de colombiano ilegal, de estigmatizado pasaporte verde, bien habían valido la pena.

A través de la ventana de la salita precaria miró hacia la calle y sintió en el pecho todo el valor y la grandeza mecánica de su LTD. De ese, su primer carro, al que el polvo y el pantano adheridos a lo largo 1.792 kilómetros le conferían un especial estatus del que no quería desprenderse. Los vidrios barnizados de barro, exhibiendo el reiterado curso de las plumillas. El ostentoso radiador, con pretensión de Rolls Royce, con su cromado sepulto bajo una generosa capa de lodo; en fin, todo tenía ese encanto que siempre tuvieron las cosa extrañas en Marcelia: en cuanto más foráneas, mayores atractivos tenían para sus habitantes y, por eso, lo único que había recibido la acuciosa limpieza eran las placas venezolanas, en donde convergía el asombro de su gente, una vez advertida la lejana procedencia del viajero, quien, por su parte, volcaba toda su ,fuerza expresiva en el juego de pitos de aire que desencadenaba en cada esquina la melodía: “Yo nací en una ribera del Arauca vibrador…” y, en abierta confrontación de decibeles, el pasacintas puntoazul, que prendía a intolerable volumen con las canciones que siempre ocuparon la primera fila en la función de sus nostalgias, durante su permanencia en la capital de Venezuela: “Cómprame mamita, siquiera un juguete, le decía el purrete gimiendo a mamá…”.

Francinever Ocampo tuvo, entonces, el conocimiento seguro de ser alguien. Alguien con cédula de primera clase, en la ciudad que antaño asistió impávida a su trajinar en las calles empinadas, cuando conducía una carretilla de cargar la aguamasa para los lechones de doña Numancia, la dueña de la mejor lechonería de la región. Entonces, una carretilla aguamasera no era cosa diferente a una guadua de dos metros, una de cuyos extremos estaba perforado para dar paso a un eje que tenía dos ruedas, generalmente adaptadas de discos de embrague desechados en los talleres de mecánica. El otro extremo de la guadua estaba destinado a descansar sobre el hombro izquierdo. Cerca, al alcance de los brazos, otro pequeño travesaño de cuarenta centímetros, hacía las veces de timón. La “aguamasa”, que se cargaba en latas reciclables de manteca, se colgaba de un gancho en el centro de gravedad del rústico vehículo.

Francinever recordó, aún con mayor fuerza, no sólo el trabajo que entrañaba empujar por las cuestas la carretilla, bajo un sol meridiano y con la incierta perspectiva de un pobre almuerzo, sino el esfuerzo que debía desplegar para conseguir, puerta a puerta, los sobrados de comida para alimentar los animales, dado su tartamudeo al hablar y relacionarse con la gente mayor.

El recuerdo de los cerdos y la aguamasa, lo llevó a decidirse por la compra de las cinco lechonas y la organización, a plena marcha, de la primera comunión de sus cuatro hijos, dos de los cuales ya habían sobrepasado la edad en que por lo normal se realizaba este acto, que en Marcelia era más social que religioso y se revestía de especiales connotaciones.

Todo el universo del trasegar familiar se centró en los preparativos. Cada detalle del ritual se discutió y confrontó con la experiencia de los viejos y el aporte citadino de los jóvenes de la parentela: el tipo de letra, el texto, el papel y los destinatarios de las invitaciones. La cantidad y calidad de los licores. Los viejos, con su lista dictada por los afectos y el corazón; los jóvenes, con la sangre y el deseo de que la celebración fuera todo un acontecimiento, baile y exhibición de presuntas posibilidades económicas. Y de nuevo la confrontación: los viejos que aconsejaban contratar una estudiantina que enmarcara el desayuno, la llegada de los invitados a la reunión y que luego desgranara pasillos, bambucos y uno que otro pasodoble. Los jóvenes, por su parte, al borde del mitin familiar pidiendo que fueran Mario Veléz y ” Los Stereos” los encargados de sacar adelante el baile que debía ser para la juventud, con predominio de lo que comenzaba a llamarse “salsa”, pero cuyo germen coexistía desde siempre con el tango y los bambucos en Marcelia, en un bohemio sincretismo de cafetal y mar.

Luego de doce días y cumplido el primer lavado a fondo del automóvil, se dispuso a visitar a su ex patrona, doña Numancia, para encargarle las lechonas que dos días después consumirían en la fiesta.

Al avistar la carretilla aguamasera que ya se disponía a afrontar la pendiente de la Federación de Cafeteros, en instalaciones cercanas a su primer trabajo, se sintió viajar en el tiempo e instalado en el año de 1960, recién graduado en el colegio Rufinojota, cuando todo era precario para él y su familia, incluso las ilusiones que por aquellos años, cuando comenzó a padecer la adolescencia, no alcanzaron a trascender más allá del sueño de tener una carretilla dotada de pito de bicicleta y espejo retrovisor, que le confirieran categoría al primario vehículo y a su humilde oficio.

Y sintió la necesidad impostergable de detener su LTD y, sin apagar el motor, apearse, conversar con el muchacho que la conducía, preguntarle para quién trabajaba, y corroborar lo que sabía de antemano: que sí, que él trabajaba para doña Numancia. No pudo sustraerse al deseo de tomar la carretilla y hacer descansar sobre su hombro izquierdo la guadua y comprobar que aquellos años que parecían lejanos en el tiempo estaban cada vez más cerca de su memoria. Y, entonces, su evocación fue sacudida por un violento chirrido de llantas sobre el pavimento. Con dolor inmediato, aturdido por sus propios gritos, impotente vio su carro perderse en segundos por la vía al Valle.

Todo lo demás sucedió al vertiginoso ritmo de su desgracia. El inspector que le recibió la denuncia por el robo, resultó ser Lalo Pineda, un condiscípulo que lo mantuvo informado sobre las diligencias investigativas.

La fiesta ya era inevitable y se hizo contra la voluntad de Yargenis. Los jóvenes supieron sacarle partido a la ocasión, pero para Francinever la soñada primera comunión de sus hijos se tornó en novena de difuntos.

Con la fiesta se terminaron de esfumar los ahorros de cinco años y sólo quedó un famélico saldo que, resignada y leal, había guardado Yargenis.

En los días siguientes, Francinever preparó el regreso a Venezuela, también por tierra pero ahora como probable pasajero de bus.

Un domingo, a las tres de la madrugada, fue sorprendido por la visita del inspector, quien tenía la información sobre el hallazgo del automóvil en el trayecto de la carretera central hacia la capital, cerca de Ibagué.

“Vamos, que la esperanza es lo último que se pierde” -le dijo-.

Francinever decidió emprender el extenso viaje de una vez, así que tras el drama que rodeó la despedida, trepó a la patrulla que habría de llevarlo al reencuentro de su automóvil, o lo que quedaba de él.

Armenia, enero de 1995

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