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Cultura  |  30 agosto de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo

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En acto de servicio

Por Libaniel Marulanda

El aviso ha sido vociferado arriba, en el piso 15, encima del hueco de las escalas. El sonido, al precipitarse hacia abajo, adquiere presencia y reverberación. Los dos nos escondemos en el baño.

Todo es muy claro para nosotros: en los minutos siguientes realizaremos el acto de mayor trascendencia y remuneración en toda una larga, tediosa e improductiva vida. Somos servidores públicos mañosos y subutilizados.

Por fortuna para ella y para mí, esos minutos siguientes serán tan especiales que la carne de gallina, el aliento seco, mi voz chillona, el tremolar de manos y cuerpo, la sensación de ebriedad y lejanía, son apenas la manifestación simple del presunto desenlace de los hechos.

Ya pasaron los primeros días de enfebrecida actividad, las reuniones con expertos, las especulaciones de los coordinadores improvisados por la precipitud de la situación, la sobreactuación de los jefes y el fatigante ir y venir: la magnitud de la operación de seguridad es apenas un pequeño reto ante nuestra capacidad de coexistir con los cambios siempre epidérmicos de la administración pública.

Al final hemos seguido gravitando alrededor de las mismas cosas triviales de cada día y cada hora.

Sabíamos que el día llegaría y con él su carga de emoción, pero cada vez lo presentíamos más lejano, casi irreal. Y mi vida, la de ella, la de todos, trascurría lenta, dolorosa y sin palancas. Entre monótonos arpegios de máquinas de escribir, incumplidas citaciones, provocadas prescripciones de procesos y evasiones de competencia, nuestras vidas parecían un expediente próximo al archivo.

Durante nueve meses hemos vivido con el pensamiento enfilado en el desenlace. Nueve meses de aguardar y aguardar. Es una maldita espera que ha logrado consumir nuestras energías, activar una molesta adicción al tabaco y a la nostalgia, que ha terminado por convertirnos en taciturnos, fríos y enconchados en nuestro ego, aunque en otras ocasiones esa misma desesperación ha conseguido desatar nuestro torrente verbal y los odios, pesares y afectos durante años represados.

Sólo ella y yo tenemos la certeza absoluta del final del asunto. Meses antes, bajo el peso de las penurias económicas, cercados por las deudas, hemos optado por la total liberación utilizando la ocasión que se nos presenta por una vez en nuestras vidas.

A través de los teléfonos de la Procuraduría General de la Nación, con cotidiana persistencia, ellos, los del Cartel, nos han notificado a todos su sentencia inapelable.

Y el momento está aquí. Más para padecerlo que para vivirlo.

Y lo que para nuestros compañeros de oficina es el mayor problema de sus desteñidas existencias, para ella y para mí es la grande, la mejor, la única solución.

En un todo de acuerdo con ella, yo los tengo guardados en un archivador. Poco a poco he logrado atesorar quince kilos. Los he envuelto y camuflado de tal manera que parecen un expediente más, enviado al archivo por prescripción. Sólo yo tengo las llaves.

Nuestros compañeros, la plana mayor del piso 15 y los visitantes ya corren horrorizados escaleras abajo. Y aunque ha sido detectado el furgón con la sorpresa dejada por ellos en el sótano, taponadas las vías, controlada la situación y evacuado el edificio, no se modifican mis planes. Todo ha sido previsto.

El asunto apunta hacia un final feliz de telenovela: todo el mundo a salvo de una histórica tragedia. Apenas lo que quedará de los dos en el piso catorce.

Ella recuerda a sus hijos y yo a los míos: serán los beneficiarios directos del valor total de novecientos ochenta salarios que pagará la Compañía de Seguros del Estado. Ella y yo nos abrazamos.

Ella pide perdón al cielo por si acaso y yo obturo el detonador.

Tercer premio, Primer Concurso Nacional de Cuento Coojurisdiccional (Juriscoop), Bogotá, 1993

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