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Cultura  |  23 agosto de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

UNA NUEVA COTIDIANIDAD

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Por Enrique Barros Vélez

Apesadumbrado por la opaca luminosidad y el frío que nos dejó la lluvia del inicio de la tarde salí a visitar una cafetería aledaña al edificio donde vivo. En su diario acontecer era un concurrido tertuliadero. Un lugarcito pequeño, con música discreta y unas pocas mesas, la mitad de ellas dispersas en su terraza. Y la mayoría de sus clientes éramos sus vecinos.

Ahora encontré un lugar silenciado y oscuro, con una mesa atravesada en la puerta de ingreso como una barrera. Ya no se escuchaba música, ni su interior estaba iluminado. Y añoré a las gentes que lo frecuentaban afuera, contándose sus cosas en amenas charlas. Lo que no prohibieron las leyes se los impuso la necesaria reducción en gastos de funcionamiento, pues esta crisis redujo notablemente sus ventas.

Apoyado en la barrera pedí mi café mientras constataba la silenciosa oscuridad de su interior. Me dirigí hacia un muro bajito que delimita la terraza y me senté allí. Mientras disfrutaba su humeante aroma miré de nuevo a mi alrededor. La calle estaba húmeda y resplandeciente en sus charcos y los árboles reverdecidos. Y hacía mucho frío. De pronto descubrí que alguien me observaba sin decirme nada. Era un hombrecito delgado, con la cara pintada de blanco, una cachucha negra y una mirada melancólica. Nos miramos en silencio durante un rato. Esta enigmática aparición era mi única compañía. De contextura famélica, parecía haberse escapado de una película de cine mudo. Estando en ese cruce de miradas escuché una música que provenía del andén opuesto, detrás de mí. Dos hombres con dos bafles pequeños y un delgado atril, con partituras, seguían con sus vigorosas trompetas los compases de unas emotivas pistas musicales. Vestían camisas blancas y sombreros de bombín negros. Los acompañaba un enorme perro pastor alemán. Mis vecinos salieron a escucharlos desde sus balcones. Y a aplaudirlos con entusiasmo. Desde mi ubicación los veía como seres enjaulados que se asomaron presurosos a escuchar las alegres notas de los hombres callejeros. La jaula invertida, pues ahora eran ellos los aprisionados en sus casas. Y con intervalos se les iban acercando, con sus aterradores tapabocas, para darles su contribución.

De pronto recordé al enigmático mimo. Pero éste había desaparecido misteriosamente. Al reiniciarse la lluvia me retiré del lugar, deslumbrado con lo asombrosamente inquietante e impredecible que es ahora nuestra extraña realidad.

Armenia, mayo 30 de 2020

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