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Cultura  |  22 agosto de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

El código secreto del genoma: una declaración de amor del universo.

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Por Luis Antonio Montenegro Peña

Periodista- escritor.

Este artículo es una versión periodística de un capítulo

de la novela en construcción, titulada “Las Cabezas Blancas”.

El ser humano está convencido de que sus formas de escritura son las únicas inteligentes para consignar las memorias de la historia. Es más, pretencioso, ha sentenciado que la historia arranca con la invención de la escritura. De su escritura. Se dice que esta comenzó hace unos 5.400 años con las expresiones llamadas proto-cuneiformes en la Mesopotamia de la primera edad del bronce. Avanzaron con modelos cuneiformes más elaborados en Sumeria y otros antiguos pueblos, que inspiraron la posterior aparición de los alfabetos base de la sintaxis de los primeros lenguajes humanos. De eso no hace mucho tiempo. De ahí para atrás, lo llamamos prehistoria. Si la naturaleza es una joven que tiene unos 13.800 millones de años, de acuerdo con los cálculos de la misión Planck, la edad relativa de la invención de la escritura humana, es ínfima, despreciable. Tan solo son unos segundos en ese devenir fantástico del cosmos después de la gran explosión original. En este momento de la narración podría afirmar que, sabiendo que al fin y al cabo el hombre es un animal más de esa naturaleza, ese invento es una vía indirecta de natura para registrar su propia historia. Pero no es así, porque el hombre se entiende y actúa como un ser divorciado de ella. En la actualidad, se ufana de haberla superado, de estar por encima de su condición. Divorcio incubado cuando su incipiente inteligencia comenzó a desarrollar tecnologías para dominarla. Y acrecentado cuando pretendió trascender la mortalidad de todos los seres que lo acompañaban en esa aventura mágica de la vida. Para él, y solo para él, inventó dioses y estancias sobrenaturales que le brindaban una inmortalidad. Sino a su cuerpo, por lo menos a su alma. Dioses y estancias que requerían de una elaborada ficción, tejida precisamente con las palabras ya inventadas e impuestas a través de siglos de repetición y de imposición por los poderes religiosos y políticos construidos alrededor de esa ficción colectiva. La palabra se elevó a la categoría de sagrada. Lo que antes fue humano se declaró revelado. La ficción se transformó en doctrina y ley. Se excluía de esta entelequia al resto de los seres vivos de la naturaleza, imposibles de ser cooptados por tales dogmas, al no poseer un lenguaje compatible con el humano y una conciencia con posibilidad de ser adoctrinada. Menos aún un alma susceptible de ser transportada a algún místico paraíso en el más allá. Con la tecnología y la ficción colectiva, sometieron al resto de las formas vivas e inorgánicas de natura, destinándolas para sus propios fines especistas, mezquinos por definición. Más aún, quienes tomaron el poder religioso y político sobre las ficciones creadas y su operación cotidiana, concentraron la dominación sobre la mayoría de sus propios congéneres. La revolución industrial y el capitalismo radicalizaron ese divorcio. El hombre se erigió en rey absoluto y despótico. La naturaleza, en su despensa, dispuesta para ser explotada según su voluntad arbitraria. Una inteligencia, aún en ciernes, sobrevalorada, y una idolatría por los fuegos artificiales de su tecnología de guerra, lo obnubilaron, haciéndole creer que, de verdad, le había llegado el tiempo de convertirse en Dios.

Pero el universo tiene su propio lenguaje, con una compleja sintaxis confeccionada con paciencia a través de millones de años. Algunos sintagmas los ha descubierto el hombre a través de las ciencias. Los más profundos escritos, los glifos mágicos, siguen sin decodificar. Pero los secretos de uno de ellos, en particular, han empezado a ser develados. Se trata de los códigos del genoma. En general, puede decirse que éste es el manual más completo, escrito con códices vivos, de la construcción de la vida. Más que una secuencia de nucleótidos, más que cadenas de material genético, de cromosomas y mitocondrias, se trata del libro de la vida. En el caso de un grillo verde, por ejemplo, su genoma podría llamarse: “Resumen de la vida pasada, presente y futura de un Tettigonia viridissima y manual paso a paso para armar uno”.

El pasado 7 de agosto, en el magazín RT (Russia Today), publicaron una noticia, titulada: “El genoma del Tuátara revela que este “raro” reptil de Nueva Zelanda comparte ADN con los mamíferos”. Y el pie de foto reza: “El estudio de ADN ha revelado que los antepasados de esta especie habitaron en la tierra junto a los dinosaurios hace 250 millones de años”. Los tuátaras o esfenodontes son reptiles endémicos de islas neozelandesas, y son definidos como dinosaurios modernos. La información brindada por el genoma es impresionante, no solo porque permite leer en los lejanos orígenes de este fabuloso espécimen, sino también por evidenciar la presencia de ADN de una clase totalmente extraña a los reptiles: la de los mamíferos, lo cual simplemente confirma la íntima unidad de todas las especies. Pero si retrocedemos unos 20 años en la historia reciente, el llamado Proyecto Genoma Humano (PGH), publicó sus datos en el volumen del 15 de febrero de 2001 de la revista Nature. Se trataba de la secuencia completa al 90% de los tres mil millones de pares de bases en el Genoma Humano. Este informe estremeció las ciencias naturales. Como era de esperarse en una sociedad regida por el interés mercantil, se abrió una carrera para buscar patentes de los innumerables usos que este descubrimiento abrió a las farmacéuticas y al universo de la medicina y la biotecnología. La selección genética, el control de enfermedades, la longevidad, el manejo de la vejez y un largo etcétera que, obviamente pasaría por la creación de súper humanos. La evolución natural darwiniana tendría un salto inesperado: para la especie humana la selección del más fuerte, significaría la del más poderoso. La de los ricos. Con razón, espantado, el biólogo estadounidense Lee Silver, en su libro “Vuelta al Edén”, hizo una terrible profecía: que, dentro de un siglo, existirían dos tipos de seres humanos: los inmunes a las enfermedades gracias al pago por la selección genética hecho por sus padres, y los menos favorecidos que, por falta de recursos, seguirían muriendo víctima de enfermedades como el cáncer y la diabetes. Hoy día, la manipulación genética de seres vivos, animales y vegetales, está más extendida de lo que puede uno imaginarse y sus resultados finales nos darán sorpresas insospechadas tanto en la generación de bienestar, como en la creación de modernos y reales monstruos de Frankenstein que, sin duda, aterrarán a la humanidad. Tal vez un virus como el SARS COV sea uno de ellos. Pero no quiero extender este artículo analizando esta faceta del tema del Genoma Humano.

Tres años más tarde de la referenciada publicación del PGH, la secuencia se había dilucidado en un 99%. Y, al mismo tiempo, publicaron comparativos entre las secuencias genéticas de varias especies. Y aquí es donde encontramos el tesoro. Todos los hombres de todas las razas comparten un 99,9% de su secuencia genética. No hay razas superiores. Además, con todos los demás animales compartimos un alto porcentaje de esa secuencia. Por ejemplo, somos 90% chimpancés, 90% gatos, 88% ratones, 85% cerdos, 84% perros, 73% peces cebra, 69% ornitorrincos, 65% pollos, 47% moscas de la fruta, 44% abejas, 60% plátanos, 50% repollos. El pariente invertebrado más cercano que tenemos es la lombriz de tierra. Una planta de mostaza del género Arabidopsis Thaliana tiene más genes que el ser humano, mientras que en el trigo su cantidad es cinco veces mayor. Y la rastrera Sandía contiene casi el mismo número de genes que los hombres. Concluyen los científicos que todos los seres vivos compartimos la química del agua, de los ácidos nucleicos y de las proteínas. Es decir, que toda la vida en la tierra proviene de un mismo origen. La naturaleza, en ese portentoso libro secreto de la vida llamado Genoma, escribió un mensaje contundente: todos los seres vivos somos parte de una misma naturaleza. Toda una filosofía. Esta debería ser una razón suficiente y definitiva para la toma de una conciencia distinta del ser humano. Ya no se trata solamente de afirmar que todo racismo es estúpido, sino que el especismo y su forma más letal, el antropocentrismo, son contrarios a la esencia de la naturaleza, a la razón de ser de la vida. Magnífica y variada. Longánima y diversa. Pero, además, lo sorprendente no termina ahí. Esos estudios científicos han determinado que buena parte de ese material genético no pertenece a la tierra. Viene del cosmos. Y esto no debe dar pie a más especulaciones alienígenas. Simplemente se trata de la confirmación de otro presupuesto maravilloso: la vida pertenece al universo. La vida viene del cosmos, se ha formado en el tiempo sideral y en la vastedad de sus espacios. Compartimos nuestra materia prima con las estrellas. Somos seres cósmicos. Es necio pretender que somos absolutamente singulares. Es fantástico saber que somos criaturas del universo. Que formamos parte de una sola y complejísima naturaleza. Que nuestra inteligencia es un incipiente ensayo de la madre natura y que no alcanza para entender los descomunales procesos de ese cosmos increíble. Que nuestra tecnología está en pañales y signada por los intereses mezquinos de la sociedad del lucro comercial, cuando no aplicada a los artificios de la guerra y de la muerte, de la dominación y la esclavitud. En fin, haber desvelado, así sea en parte los códices genéticos escritos por esa misma naturaleza en los libros de la vida, nos exige un cambio definitivo de conciencia. Ya no basta con buscar ese cambio del modelo socio económico que nuestra desigual e injusta sociedad reclama a gritos. Ni con proponer formas de organización política de una real democracia participativa que derroten la exclusión y la represión como formas de gobierno de nuestras plutocracias. Es imperativo replantear a fondo nuestra relación con la naturaleza, a partir de entendernos como seres pertenecientes a ella. Y si no comprendemos la maravilla abierta ante nuestros ojos y la declaración de amor del universo a través de los códigos secretos del genoma, estaremos perdidos para siempre. No pasaremos de ser más que un experimento fallido de la magia cósmica.

Luis Antonio Montenegro Peña

Periodista- escritor.

Twitter: @gayanauta.

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