• MIÉRCOLES,  01 MAYO DE 2024

Cultura  |  16 agosto de 2020  |  12:01 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

Cuento: El Castor

0 Comentarios

Imagen noticia

Escrito por Enrique Álvaro González.

Aquel día, como tantos otros, el camuflaje de su mercancía habría bastado para ingresar sin ser sorprendido, pero el señalamiento de uno de sus principales compradores fue contundente. En ese momento el castor vio caer ante sus ojos la parafernalia de su mundo disfrazado de honestidad, y en una orgía de sensaciones comprendió que entre el miedo y la vergüenza únicamente él recorrería el camino. Intentó dar explicaciones, quiso atenuar, pero el cuerpo del delito, decomisado entre sus ropas, fue irrebatible.

Él puede ser cualquiera. Representante, visitante, sombra, o un penado que regresa luego de salir por cualquier motivo. La verdad es que para estas letras no importa quién es el castor. Importa qué hace. Pues bien, es alguien que lleva fuego al infierno y vende semillas de muerte en un mercado donde es más fácil morir que vivir.

Su negocio, porque es un negocio. Tan ilegal como los contratos ficticios o los sobrecostos, los peculados, o incluso, tan ilegal como el manejo de los penados, propiciado (cómo negarlo) por leyes que a groso modo dan un marco, forma parte de la gran variedad de métodos que tiene la mina del muro para encontrar usufructo.

Hay una circunstancia sin embargo, que no tiene en cuenta el Castor, y es que para los dueños de la mina, él es prescindible y que su ganancia es nada ante las sumas enormes manejadas por los encargados de los negocios grandes.

Aun así, el personaje deberá tener gran pericia para burlar las normas. Su vademécum tendrá trucos para hacer invisible su mercado, camuflar fuego o vender la muerte disfrazada de humo. Él lleva al muro todo lo que precisamente debe estar bien lejos, sin importarle, aparte de su ganancia, lo que derive de su negocio.

Días después, a la espera de que le asignen división, prisionero ya de quienes fueron sus amigos y obligado amigo de quienes fueron sus prisioneros, vencido por la vigilia, sumido en la impotencia al tratar de evadir la realidad, suelta los barrotes de la celda, se sienta en el suelo y se duerme.

El sueño de todas maneras no lo llevó el descanso. Se vio ingresar en una sección donde muchas sombras lo insultan y golpean mientras es conducido por pasillos oscuros hasta una gran plaza. En el centro, hay muchos hornos de los que brotan enormes lenguas de fuego. Al lado de cada horno, un hombre desesperado vacía fuego en canecas que le entregan a él para que las suba por una escalera interminable hasta llegar a la cúpula de un faro. Allí, alimenta con su carga una pira de tamaño descomunal.

Durante el trayecto el fuego lo quema y al tiempo se reduce, por eso cuando llega, su carga es tan poca que los vigilantes lo insultan y golpean de nuevo.

-¡Más! ¡Más llamas!- Le exigen puesto que el objetivo del faro es servir como escarnio para otros traficantes de la muerte y por ello debe ser visto desde cualquier punto del muro por lejano que sea.

Cuando ya agotado, quemado y sangrante cae, las sombras se acercan a gritarle: ¿No es a ti a quien le gusta comerciar con el fuego?

Entonces corre por el escaso pasillo que deja la pira en busca de una ventana, y por ella se arroja al vacío. Mas cuando está en el aire, nota que en ese mundo absurdo de sombras, llamas y tortura, todo cambia, nada es como se ve. Ahora cae en el centro de las llamas.

El grito de espanto es cortado por la luz y el ruido de la reja al abrirse. Los ojos del castor enrojecidos, cansados, delirantes, buscan el rostro del recién llegado pero no logra distinguirlo en la oscuridad de la capucha de la cual sale la voz:

-¿Solo fueron doce años? Pues me parecen pocos para un comemierda como vos. Vamos, una celda te espera.

 

PUBLICIDAD

Comenta esta noticia

©2024 elquindiano.com todos los derechos reservados
Diseño y Desarrollo: logo Rhiss.net