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Columnistas  |  16 octubre de 2017  |  12:00 AM |  Escrito por: Jorge Julio Echeverri

Seguridad: lo que es y lo que parece

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Jorge Julio Echeverri

En apariencia, el Quindío es un lugar apacible, ideal para vivir. Buenas son sus gentes. Feraces sus tierras, quizás por estar abonadas con la sangre de las víctimas de una salvaje violencia partidista, que sembró el terror durante casi dos décadas. Pero una larga bonanza cafetera pareció compensar a los cultivadores, y el desarrollo social y económico propició la creación del departamento. El terremoto del 99, que asestó tan duro golpe a la población, paradójicamente sirvió para modernizar la infraestructura vial y urbana, e incrementar la oferta y la demanda turísticas, al punto de convertir la región en el segundo destino a nivel nacional. Pese a las apariencias, sin embargo, nada está bien acá. La inequidad social, los altos índices de desempleo, de violencia común e intrafamiliar; el desgreño administrativo, reflejo del desorden de las castas políticas, que han pescado en río revuelto durante más de medio siglo de insurrección armada, han dado al traste con la ilusión de estar viviendo en un pequeño paraíso.

Una de las alarmas que debieran encenderse, en medio de este panorama engañosamente edénico, es el de la seguridad rural. Pongamos la lupa, por ejemplo, en Calarcá: hace más de cinco años, hemos visto una gran extensión de su área rural, sometida al acoso del crimen organizado: veredas como la Paloma, el Pensil, el calabazo, Chagualá, Potosí, La Rochela, La Virginia, entre otras, se convirtieron en el coto de caza de una o varias bandas de asaltantes de fincas y viviendas campestres. Los testigos revelan que se trata de aproximadamente diez ladrones enmascarados y armados con pistolas y escopetas. Su modus operandi es siempre el mismo: amarran a los trabajadores y a los residentes y los encierran luego de despojarlos de sus celulares, documentos de identidad, dinero y joyas; seguidamente sustraen televisores, equipos de sonido y otros enseres de valor, elementos de aseo personal y hasta productos alimenticios.

También se llevan las motos de los trabajadores. En algunos casos han cargado uno o dos camiones con la cosecha de plátano de la finca. Y lo que es peor, después de un tiempo, regresan para repetir la operación. Muchos de estos casos no son denunciados a las autoridades, por temor. Pero, aunque lo hicieran, se llega siempre al mismo desenlace: la impunidad total. Las autoridades tienden un manto de olvido sobre esta enfermedad vergonzante de nuestro territorio. Diríase que la publicidad puede afectar la industria turística de la región; deleznable argumento para que los medios guarden silencio. O que publiquen apenas uno que otro suceso, como si se tratara de casos fortuitos o aislados. Algunas veredas se unieron a lo que pretendió ser una red social de seguridad rural por WhatsApp, de la que participaron los propietarios de las fincas, el ejército, la policía, la gobernación, la alcaldía de Calarcá, y hasta los bomberos; (sospecho que también el jefe de la banda de ladrones); a decir verdad, ha sido de gran utilidad en cuanto a mantener una estrecha comunicación y colaboración de las autoridades con el sector rural; pero los atracos siguieron como si se tratara de un negocio, un cobro de peaje, o algo por el estilo. Muchos saben, en la región, quiénes están detrás de todo esto, pero callan, entre otras cosas, porque a nadie más parece importarle, excepto, claro está, a los que fuimos víctimas.

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