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Cultura  |  18 julio de 2018  |  12:57 AM |  Escrito por: Edición web

Pueblos de montaña

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Texto y fotos: Carlos Fernando Gutiérrez Trujillo. Docente y escritor quindiano.

Allí están desde siempre. Cerca de la luz y el viento. Ajenos al turismo prefabricado, distantes de masificados visitantes, lejanos de guías turísticas y agencias de mercadeo. Su encanto es lo simple y original. Están con sus fachadas de bahareque, sus techos de barro y sus puertas coloridas. Sus tejados miran al sol en las madrugadas, sus calles guían el rumbo de los vientos Alisios, en las plazas se detiene el verano entre hojas de tulipanes. La niebla de los páramos dibuja sus siluetas lejanas.

Sus gentes son sencillas como los surcos, tímidas como sus calles. Estos pueblos están construidos entre filos de montañas, metidos entre los valles de los Andes, puestos en colinas dispersas. Antiguos colonos abrieron selvas, abrieron trochas y sembraron casas de guadua y barro. Plantaron caminos, hijos e historias. Los nombraron con orgullo.

Ellos están allí. Esperan al asombrado caminante o viajero, a quien descubra la belleza de lo simple. Sus nombres no aparecen en los circuitos masivos de las guías viaje. Sus plazas no son invadidas por comerciantes foráneos, por turistas sin control. Su único encanto es ser ellos mismos, sin maquillajes de tradición, sin prefabricados encantos, sin artificios y engaños para el visitante. Caminar por sus calles y disfrutar del rumor vegetal en las noches, es una de sus gracias. Bañarse en ríos de montaña, asediados solo por el sol y el viento, es la mayor recompensa. Tomar un café montañero en una casa campesina es placer rústico y encantador. Así son los pueblos de montaña.

Visitar los pueblos de montaña es habitar esencias vivas, tradiciones particulares, sensaciones que se perciben cuando callamos ese vocerío urbano. Ellos estarán siempre allí: silentes y acogedores. Solo entendemos su naturaleza cuando descontaminamos la mirada urbana, cuando descubrimos el silencio que nace en nuestro interior, cuando nos aligeramos de la pesadez y el frenesí de las ciudades.

Para descubrirlos, solo debemos serpentear entre carreteras rústicas, adornadas de montañas y cultivos tradicionales. Basta detenernos ante gentes sencillas que caminan despacio y ofrecen un saludo mañanero. Su encanto es un café en el parque principal, un almuerzo típico en la plaza de mercado o una cerveza en una fonda de vereda. Nuestro viaje debe ser interior para acercarnos a la belleza de lo simple y único. Pueblos de montaña.

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