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Cultura  |  28 mayo de 2023  |  12:01 AM |  Escrito por: Administrador web

Baile pues, Martina

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Un texto de Jhon Jairo Torres Granada, "Tato", publicado en el libro Cañonazos que bailó el Quindío.

¿Qué es lo que pasa en esta casa? - Se preguntaba inquieta Martina desde aquel viejo sillón con patas de madera forrado en cuero marrón, que se había convertido en su refugio desde que inició el alboroto. No podía entender cómo ese territorio compartido con su pequeña manada, se transformaba de un momento a otro, en un tumulto de seres moviéndose sin ningún control de un lado para otro. Su pequeña cabeza negra con pintas blancas no lograba comprender qué sucedía.

De cuando en vez se lamía las patas en un intento desesperado y lacónico por recobrar la paz perdida en lo que consideraba su jungla y cuando estallaba una risotada una descarga de adrenalina ponía su cuerpo alerta. Como consecuencia terminaba erizada y al percatarse de que se encontraba segura y no había sufrido daño alguno, giraba en busca de su cola y se echaba con la angustiosa esperanza de encontrar un poco de normalidad.

Su instinto la obligaba a mantener en el radar a los de su manada, así que, cuando escuchaba una voz conocida gritando entre la “patulea”: ¡Amor!…¡Cielo!…¡William! ¡Cambie ese disco que pone triste a mi mamá!, Martina giraba brusco la cabeza y reconocía las sandalias slide con suela de madera y tela beige en equis sobre el dorso de unos pies. Era Doña Gloria, la matriarca y el grito iba dirigido a Don William, el macho alfa. Ella lucía un vestido de falda plisada hasta la rodilla, amarillo en tono tierra muy usado para la época; don William por su parte, tenía botas de plataforma y punta obtusa, pantalón bota campana y una camisa colorida, de un material suave y bastante holgada.

Este, desplazándose entre la multitud, mientras bailaba un disco que sonaba estrepitoso: “Vamos a brindar por el ausente. Que el año que viene esté presente. Vamos a desearle buena suerte. Y que Dios lo guarde de la muerte”, se acercó al aparato y bajó el volumen, con tal sutileza, que aunque pareció imperceptible el cambio, a Martina le causó un respiro. En un momento le pareció extraño que mientras cesaba la tonada todos se iban quedando inmóviles como si se tratara de una suerte de magia, pero al instante con un ademán de don William, cual filibustero, comenzaba a sonar otra melodía: “Traigo la contra, la contra pura contra. Para la amada mía, tabaco y ron” y continuaba la caterva.

Aquella alegría exagerada era desconocida para Martina. Estaba acostumbrada a una alegría mesurada y apacible, pues doña Gloria era una mujer bastante jovial y calmada, si bien siempre en pie de lucha por su manada, mientras que don William imponía el orden y la disciplina sin abandonar su lado jocundo. Por otra parte, estaba “El morocho” o “El niño”, como escuchaba Martina que lo llamaban. (¿El niño? se preguntó al momento con un gesto de incertidumbre, como saliendo de un trance, pues se había desvaído en la añoranza de aquella calma).

Desde su refugio y con premura, giró sus orejas en todas las direcciones, agudizó sus sentidos y alzó la vista hasta encontrar en medio de aquella jungla a su prohijado. ¡Tal sería su perturbación al verlo “atarzanado” entre los brazos de alguien a quien él mismo le decía, “!Tía! ¡Enséñeme a bailar¡”, que se puso en posición de ataque con mirada torva dispuesta a batirse a muerte por uno de los suyos, pero ella lo soltó. Él sonrió y ella comenzó a guiarlo en un movimiento acompasado mientras entonaba: “De mañanita la Zenaida sale temprano del tugurio. Arremolina su tabaco y se va a vendé fruto maduro. Zenaida, camina duro…Zenaida, camina duro…”

“Sígueme el ritmo mijo”, le decía, y ambos sonreían mientras el resto los rodeaba, aplaudía y celebraba. Martina, agazapada antes de lanzar su ataque, observó al “Morocho” feliz, como cuando en las tardes después del colegio la buscaba y se sintió tranquila. No había peligro. Una ojeada al resto de la manada…Doña Gloria y don William aplaudían y celebraban, desarmó su actitud y se echó sin salir de su cueva artificial, pero confundida, sin entender qué pasaba.

De pronto algo la obligó a levantar la mirada; su olfato dirigido hacia la zona de caza en su jungla privada, la percibió llena de personas y el olor no era igual al que estaba acostumbrada. Había cambiado de presa porque los ratones perseguidos con tanto ahínco las primeras semanas se extinguieron. Había un botín más fácil de cazar. Solo tenía que perseguir a don William un par de minutos y este ponía la captura inmóvil en una coca mientras ella la engullía, pero está vez era diferente; era un olor perturbador. Como cuando se quema un animal y el olor la dejó perpleja, turbada, pero atenta, mientras las personas iban hacia el área de cacería y salían con una coca similar a la de su presa, con cara de disfrute y mucho deleite.

Aunque el alborozo continuaba, Martina se aventuró a salir de su escondite en busca de parte del botín y de repente la voz de doña Gloria extendiendo los brazos le dijo: “Venga baile pues Martina” mientras sonaba otro de los inolvidables 14 Cañonazos de aquella época. La pobre Martina, al presentir las intenciones de la matriarca, solo atinó a correr y embutirse en su cueva de seguridad llena de ropa que la protegía, tanto del ruido, como de los seres que de manera tan abusiva se habían apoderado de su jungla.

Ese fin de año y los sucesivos, además de una que otra ocasión particular se reunía lo que su manada llamaba familia, para celebrar al ritmo de esos 14 Cañonazos Bailables que retumbaron para siempre en la memoria de todos, pero muy especialmente de la pobre Martina.

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