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Cultura  |  26 mayo de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Frente a un cuadro de klimt

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Gustav Klimt, Vida y muerte. 1915

AGUAS SUBERRÁNEAS

1

En el corredor del vigésimo cuarto piso, espera el ascensor. Son las ocho y diez de la noche y hasta allí suben los trajinados humores de la semana que expira, los bocinazos de una ambulancia abriéndose paso por entre una hilera de carros, las profecías de un hombre que, megáfono en mano, anuncia el fin de los tiempos. Frente a la puerta del ascensor, Vinicio Santos revisa los bolsillos de su chaqueta: ha olvidado los pasajes. De regreso a su despacho saca de un cajón varios billetes y el tiquete aéreo, deposita el dinero en la billetera e introduce el pasaje en su maletín. El lunes, a primera hora, debe estar en el aeropuerto abordando un avión que lo llevará a Ciudad de Méjico.   

Baja, ahora, por el ascensor. Al llegar a la recepción del edificio tropieza con una empleada que friega el piso de mármol. Él le sonríe amablemente. Antes de cruzar la puerta de cristal que conduce a la calle se percata de que aún llueve y llama a Lina, su prometida: se excusa, le dice que está un poco cansado, que prefiere ir a dormir.

Frente al edificio toma un taxi. El conductor, sin mirarlo a la cara, le pregunta a dónde va, qué vía prefiere, si conoce algún atajo. Lacónicamente, Vinicio responde: Por la séptima hasta la Avenida Chile, luego suba hasta la tercera. Segundos después se escucha un clic al lado de las puertas traseras: el taxista ha oprimido el seguro automático.

Vinicio, despreocupado, observa la calle: pasa al lado del taxi un mendigo arrastrando los restos de una inmensa caja de cartón, el indigente le lanza una mirada cargada de rencor pero no se le acerca; ve al profeta del megáfono: recoge sin prisa sus trastos y se aleja en medio de la lluvia; ve a una pareja que se protege bajo el alero de una ruinosa sala de cine: el tipo busca con dificultad los labios de la muchacha, ésta demasiado alta, flaca y rígida parece estar situada a un océano de distancia de las urgencias de su impetuoso amante. 

Tras avanzar algunas cuadras, el taxi se detiene. Cientos de lucecitas rojas se reflejan en el vidrio delantero. Cuando reanuda la marcha, se escucha un ruido seco, no muy intenso, como el de una caja que se desliza en el baúl. Vinicio voltea levemente la cabeza, aguza el oído. El taxista lo observa por el espejo retrovisor. Son los amortiguadores, dice con una voz seca e impostada. A la altura del Parque Nacional otro semáforo en rojo. Se oye, de nuevo, el objeto que se desliza en el baúl y luego, un clic: el conductor, inesperadamente, ha levantado el seguro automático. Las puertas traseras se han abierto de par en par. Por la derecha una gigantesca mole de carne y huesos empuja a Vinicio hacia el centro del asiento; aturdido, su cabeza golpea el hombro de otro sujeto mucho más delgado que ha ingresado precipitadamente por la izquierda. Una mano fría y huesuda lo toma por el cuello.

Le han puesto un cuchillo en la yugular y le han hecho sentir la consistencia inerte y rígida de un cañón de revólver en la nuca, le han ordenado que se calle y que cierre los ojos. Han registrado su maletín y hecho un inventario exhaustivo de su contenido: documentos de trabajo, pasaje, un estuche de cuero con un par de llaves, dos estilógrafos, algunas tarjetas de presentación. Han registrado los bolsillos de su chaqueta: un celular, una billetera con cuatrocientos cincuenta mil pesos, la cédula, la licencia de conducción, dos fotografías. Han tomado su reloj de pulsera y le han arrebatado del dedo anular su argolla de compromiso. Cuando ha distendido los músculos faciales intentado encontrar alguna clave que le ayude a armar el rompecabezas de la noche alterada, le han clavado un par de dedos grasientos en el globo de los ojos. La impotencia lo ha derrumbado.

Ha pasado media hora desde que salió de la oficina, tal vez un poco más. El taxi se detiene en una callejuela sórdida. Vinicio pide que le devuelvan su documento de identidad, que para ellos no tiene ningún valor, pero para él sí y que le den algún dinero para transportarse hacia su casa. Le arrojan una cédula y un billete, papeles que ha atrapado con destreza a pesar de la penumbra. Luego, el más grande, el más fornido, el más impetuoso de los sujetos lo toma por las solapas, lo baja del vehículo, lo zarandea con una violencia inapelable, le dice: esto es para que aprenda, lo lanza al piso y le propina en la espalda un par de patadas aleccionadoras.  

La calle está oscura, pero unas cuadras abajo titilan cientos de lucecitas amarillas y se escucha un ruido lejano, como de tambores. Vinicio se ha puesto de pie. Le duele la espalda y sus ojos, maltratados, a duras penas captan las siluetas de los edificios que sobresalen más allá del montón de casitas de tapia pisada que descienden, escalonadamente, por la loma. Recuerda los papeles que cayeron cuando el gigante lo zarandeaba. Afanoso, busca en el piso. No tarda en encontrar el billete que zozobra en un charco y, a un lado, la cédula. Con un movimiento instintivo constata que no haya nadie en la calle, guarda el billete, se acerca a un portón mezquinamente iluminado por un bombillito de escasa potencia y lee con sorpresa: 19.159.004 Lazzo Gántiva Eugenio. Mayo 9 de 1952. Bogotá. A+. En la foto de la cédula un tipo viejo, triste, de barba entrecana le mira detrás de unos gruesos anteojos. Con malicia o por error los ladrones le han endosado otra identidad.

Vinicio camina de prisa, calle abajo, un poco ladeado. Al llegar a la esquina, frente a una avenida adoquinada, tropieza con un edificio de dos naves, anclado en los años cuarenta, que ocupa casi toda la manzana. Bajo el pretil que rodea la construcción lo abruman los sordos clamores de un muro mil veces tatuado: en esta parroquia se prohíbe suspirar viva el primero de mayo camina por la senda del bien paraco asesino la nostalgia ya no es lo que antes fue aquí fornicó Bolívar. Y atrás, o arriba, o al lado de cada leyenda se perfilan la imagen de la Virgen del Carmen, un monstruo de cuatro cabezas, un manojo de flores surrealistas, la ciudad devorada por un tiburón con dientes filudos y boca ovalada.

A medida que avanza se escucha más fuerte el sonido de los tambores. Advierte unas sombras al final de la calle. Son estudiantes que despiden la semana. Se acerca a un pequeño grupo que está sentado en la acera bebiendo cerveza. A su derecha, le informan, la Avenida Jiménez, a la izquierda la Plazoleta del Chorro de Quevedo.

2

Se ha sentado en primera fila, en un teatro improvisado instalado al aire libre. Ha pensado que no vale la pena inquietar a Lina, que de nada serviría llamar a alguno de sus colegas y, menos aún, avisar a la policía. No por ahora. Aunque ultrajado, se siente un poco liviano, como en sus épocas de estudiante: sin una ficha en los bolsillos, vagando de acá para allá en busca de un improbable encuentro con alguna mujer que un día, a su partida, lo llorara en serio. Pero eso era antes. Ahora el trabajo, las posibilidades de ascender en el bufete de abogados, su compromiso con Lina. Escucha a uno de los actores que dice: Necesitamos alojamiento para esta noche. ¿Conoces alguno? Y otra voz, la de un aguador, que responde: ¿Alguno? ¡Innumerables¡¡La ciudad está a vuestro servicio, Esclarecidos! ¿Dónde queréis alojaros? Al principio, Vinicio no puede concentrarse, pierde el hilo constantemente. Lo cautiva, sin embargo, Shen Te, la buena alma de Sezuán. No es solamente su bondad: debajo de sus ropas andrajosas Vinicio adivina un cuerpo sinuoso, pálido y delicado.

Al terminar la función los actores se entremezclan con el público. Uno de ellos, arropado todavía con el manto de una divinidad, se sienta al lado de Vinicio y lo saluda con una inclinación de cabeza ¡Felicitaciones, Esclarecido! le responde Vinicio, que para entonces ha recuperado la calma. Se acerca la actriz principal que interpretó a la buena alma de Sezuán y al pragmático Shui Ta, su primo. La chica musita algo al oído del actor. Ambos sonríen satisfechos. Los tambores vuelven a retumbar. El director del grupo de teatro, un catalán culto, con espaldas de gladiador y un vozarrón que retumba en la plazoleta, pide silencio, explica las claves de la dramaturgia de Brecht, agradece al público por su atención e invita al escenario a la protagonista. Ven, buena alma, le suplica mientras ella ágilmente sube a la tarima, sonríe y hace tres veces la venia. Los espectadores aplauden con entusiasmo y luego se reagrupan al lado de la capilla de La Ermita donde una cervecería local, patrocinadora del evento, despacha un líquido amargo, turbio, burda mezcla de lúpulo y lechuga, pero, en todo caso, generoso en alcohol, abundante y gratuito.

La ha vuelto a ver reunida con un grupo de jóvenes. Se les ha acercado, cerveza en mano. Escucha con atención a la chica cuando responde las preguntas de sus interlocutores y la mira a los ojos directamente, sin ningún recato, cuando ella guarda silencio. Se llama Celesta. Son españoles. No, ella es de padre español y madre vietnamita. Tienen sede en un pequeño pueblo de Cataluña. Les encanta montar las obras de Brecht. Vinicio se aparta para pedir dos cervezas. Le ofrece una a Celesta. Cortesía de la casa, le dice. Ella sonríe y se la acepta. Tiene los ojos rasgados y una expresión de desenfado que ilumina su rostro de luna mestiza.

Ahora están los dos sentados en una banca de madera, en el Callejón de las Brujas, frente a un restaurante que pretende ser un refugio de los civilizados Alpes. El grupo se ha ido dispersando poco a poco. Primero los ocupó la trama, la impasibilidad de los dioses ante el infortunio de los hombres, la doble postura moral de Shen Te, el oportunismo de los pobres diablos; luego, cuando ella dijo que lo más disfrutaba era los viajes, él la animó a contarle sus giras por medio mundo; al arribar a las tierras del Gran Tamerlán ambos estaban bastante entonados. Habían tomado más de una docena de cervezas y dispuesto las botellas vacías contra la pared que queda en el respaldo del patio donde don Gonzalo Jiménez de Quesada fundó a Bogotá.

A las doce y cuarto de la noche Vinicio interrumpe a Celesta: Esclarecida, le dice arrastrando una lengua pesada, necesitamos alojamiento para esta noche, te invito a mi escondrijo. Celesta no se sorprende, ríe de muy buena gana y luego, como si estuviese en el escenario calla, cierra los ojos, frunce el entrecejo, se lleva la mano a la frente, acerca su boquita húmeda al oído de Vinicio y le dice con voz muy queda: esta noche puedes hacerte cargo de mi persona en el hotelito donde estoy hospedada, pero debes tener cuidado: al director le da bronca que metamos extraños en nuestras camas. Es muy estricto, el viejo. 

3

Un gerifalte de plumaje espeso está en la picota.  Le han sellado el pico con cinta pegante y le han puesto una pesada argolla en una de sus patas. Entre el gentío que se arremolina en torno al ave, Vinicio busca afanosamente a un hombre que jamás ha visto. Se le acerca una anciana de pechos marchitos que grita, señalando al animal: ¡Sacadle los ojos! ¡Sacadle los ojos! Escucha a los dioses, embutidos en túnicas blancas, que cantan en coro: ¡El fin de los tiempos se acera! ¡El fin de los tiempos se acerca! El ave, excitada, extiende las alas. Una sombra oscura se proyecta en la plaza. Vinicio apenas puede caminar bajo una luz tan precaria. Tropieza, resbala en los charcos. Un gigante le pisa las manos. Al advertir la oscuridad, el verdugo ha cerrado todas las compuertas. ¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! Bajo el agua se deslizan una boca ovalada, unos dientes filudos. La ciudad naufraga.

Vinicio se despierta alterado. Siente el cuerpo tibio y desnudo de Celesta que duerme de lado. Abrazándola ha recorrido con el dedo índice el círculo perfecto de sus pezones y la ha besado en la espalda. Por los pliegues del cobertor se escapa el aroma a semental que cubre sus cuerpos. Ha pensado que la vida es extraña y se ha vuelto a sumir en el agujero negro de un sueño sin fondo.

Muy temprano escucha a Celesta repasar un diálogo en el baño. Te aseguro que pierdes mucho si no amas y ves a tu ciudad a la hora en que ésta se levanta de la cama, dice. Vinicio lo toma como una exhortación, se incorpora desnudo, se asoma discretamente al balcón del hotelito donde han pasado la noche. La Avenida Jiménez lo acoge con un abrazo helado. Son las seis y treinta de la mañana. Complacido, nota que ha disminuido el ardor en sus ojos. Observa con curiosidad la ciudad que apenas despierta. Un par de deportistas bajan del cerro de Monserrate, trotando; dos muchachas rubias, tomadas de la mano, pasan frente un grupo de palomas que se acicalan; la bruma, como en una pintura china, desdibuja los contornos de la montaña. Vuelve a escuchar a Celesta que dice, esta vez dirigiéndose a él, en voz baja: Debes poner las patitas en la calle antes de que venga el utilero a golpear la puerta. Vinicio sale a su encuentro. La ha besado en la frente y le ha dicho que quisiera verla en la tarde.

4

Ha ocupado las primeras horas tratando de remendar los estragos de la noche anterior. Ha entrado a su apartamento por una ventana angosta y alta, hincando los pies sobre los hombros del conserje. Ha preparado un desayuno descafeinado y triste con los restos de los días anteriores. Ha rescatado un manojo de llaves, un viejo teléfono móvil y una tarjeta de crédito que mantiene ocultos debajo de la mesa de noche atendiendo los consejos de su madre, una buena señora experta en predicción, diagnóstico y prevención de desgracias ajenas. Ha dejado caer un diluvio de agua caliente sobre su maltratada humanidad; mientras se ducha ha escuchado el timbre del teléfono que repica una, dos, cientos de veces. Cuando contesta lo abruma un chaparrón que se ha iniciado como una liviana ventisca. Es Lina ofuscada. No da tiempo para replicar. Le echa en cara su cansancio de los últimos días, sus silencios, su indiferencia. Al final, lanzando un gritito desacompasado le dice: ¡Cuando tengas tiempo me llamas! Dicho lo cual la muchacha le arroja un largo, muy largo silencio. 

Antes de salir de su apartamento Vinicio hace una llamada. La telefonista, que dormita al otro lado de la línea de emergencias, le dice que, entre semana, de lunes a viernes, puede reportar el atraco en la comisaría, pero que si se trata de una simple pérdida documentos debe informarla al PMP más cercano que, por suerte, atiende los sábados. Vinicio le pregunta la hora a un hombre que pasea con su pequeño dálmata. Son las diez de la mañana. A las tres de la tarde ha quedado de encontrarse con Celesta, en un cafecito situado muy cerca a la estación de Las Aguas. Tiene tiempo para reportar la pérdida de los documentos, sacar dinero del cajero y reponer en la agencia de viajes el tiquete robado.

Realiza las operaciones en desorden, pero con éxito. En el PMP llena un formulario con sus datos y con el inventario de los objetos perdidos y lo entrega a un agente. Cuando se dispone a devolver la cédula del señor Lazzo, el policía le dice que debe llevarla al DDP: Seis cuadras abajo, girando a la derecha. Y, a continuación, aclara: En un edificio verde con el tricolor nacional en la fachada. Vinicio piensa, apesadumbrado, en el pobre Lazzo.

Son las tres de la tarde, Celesta luce radiante. Ha ido acompañada por el utilero, al que despacha con una sonrisa, segundos después de ver a Vinicio subiendo al altillo del cafetín donde se han citado. Al mejor estilo europeo, Vinicio le ha besado ambas mejillas. Han tomado café, han hablado largo rato del clima, de la ciudad y de las salas de teatro. Celesta le dice que en la noche continuarán la gira: dos días en Santiago de Cali y luego una semana en Guayaquil. Han salido del café y caminado sin prisa por las calles de La Candelaria, han entrado a la Casa de Poesía Silva, han comprado un bolso de fique en una tienda que tiene el aspecto, las dimensiones y la temperatura exactas de una sala de velación de película de Rosellini, Visconti o de Sica. Mientras pasa un breve chubasco han buscado refugio en una iglesia recién restaurada: pinturas planas sin gracia, olor a viuda triste, fachada color amarillo-pijama. Más tarde han subido al cerro de Monserrate y contemplado el paisaje. Se han besado bajo la sombra de un bosquecito tupido, muy cerca de una imagen de bronce que representa la quinta o sexta estación del Calvario. Han prometido verse otra vez. En agosto iré a Madrid, dice Vinicio. Acércate a casa, propone la chica. Sellan el pacto con un prolongado abrazo.

5

Tras una duermevela fatigosa, Vinicio ha madrugado. Le sustrajeron el sueño Celesta, Lina, el gigante que lo golpeó hace ya dos noches y, sobre todo, la triste y difusa figura del hombre de la cédula. Lo imagina - no sabe por qué- solitario, deambulando por las calles. Busca un apellido en el directorio telefónico mientras se prepara un café amargo que le ayude a zambullirse decorosamente en la pleamar de este domingo desangelado. Se tranquiliza al constatar que hay muy pocos Lazzos colgados de la lista. Al tercer intento, cuando Vinicio pregunta con cierta desgana por el señor Eugenio, una chica responde de inmediato: ¿Sí, sí, ¿qué necesita? Y cuando le informa que tiene la cédula, grita: ¡Mamá! ¡Mamá, encontraron los papeles de papá! ¿Usted lo ha visto? ¿Sabe algo de él, señor?  Tras intercambiar algunos datos personales han quedado de encontrarse a las ocho de la mañana en la estación de policía.

La madre es una mujer alta, gruesa, de ojos saltones y de una arcaica dureza de carácter que recuerda a algunas matronas ilustres de comienzos del siglo pasado. La muchacha, en cambio, es pequeña, es frágil, es bella y llora con un llantito corto, sincero y contagioso. Vinicio ha asistido puntual a la cita. Los tres hacen una larga fila en la Oficina de Personas Desaparecidas. Cuando les llega el turno, un figurín raquítico, pero de ademanes enérgicos, les dice que su despacho no ha recibido ningún informe de herido o de occiso con las señales reportadas y les aconseja que averigüen en las clínicas, hospitales y centros de salud de la ciudad. La mujer de Eugenio, impaciente, le replica al funcionario que ella no ha estado sentada esperando que le devuelvan a un muerto, que inclusive ha ido hasta el canal local de televisión donde un periodista amigo ha difundido la noticia en el programa Los Desaparecidos, de las ocho de la noche; el hombrecito, impasible, dice que entonces deben dirigirse al anfiteatro y que si allí no están los despojos deben regresar para formalizar la desaparición del señor. Antes de concluir la última frase, la muchacha se ha desvanecido. ¡Sofía, deje esa flojera! - ruge la madre, mientras Vinicio auxilia a la joven- ¿Acaso no tiene fe en el Divino Niño? A lo que la muchacha replica: No, mamá. No. Yo no voy al anfiteatro. Forzado por las circunstancias, Vinicio propone que él y la madre vayan a la morgue y que Sofía los espere en la sala de recibo de la Estación de Policía.

El viejo edificio que sirve de sede al depósito de cadáveres se levanta solitario en la esquina de una plazoleta, como si fuera el último peón de un tablero de ajedrez abandonado. Para llegar allá, desde la estación de policía, basta cruzar la Avenida Caracas. Vinicio y la madre caminan en silencio. Han entrado al anfiteatro. Han atravesado un pequeño corredor que da acceso a la recepción. Dos mujeres ataviadas con uniforme y kepis de portero mal remunerado atienden a los recién llegados. Mientras la señora Lazzo responde algunas preguntas, Vinicio camina nerviosamente por el corredor y se promete que ésta será la primera y última buena acción del mes. Cuando termina el interrogatorio reciben una ficha e ingresan a un salón caluroso. Una docena de personas esperan su turno; una mujer llora, desconsoladamente, desmadejando su cuerpo en una gruesa columna de concreto. La señora Lazzo se sienta erguida, en una de las sillas y le dice a Vinicio que está muy agradecida por su ayuda y que su compañía ya no es necesaria. Lo despide extendiéndole la mano, con una afabilidad que lo deja desconcertado.

Vinicio ha atravesado la sala de la morgue. Por primera vez en mucho tiempo se siente libre de compromisos. Respira el aire viciado del recinto y se alegra de abandonarlo para siempre. Justo cuando ha intentado traspasar el umbral de la puerta que da acceso a la calle ha tropezado con una mole de carne que le es familiar. Ahora viste uniforme, lleva en el cinto un revólver, en el pecho una placa de metal. El gigante y su víctima se han reconocido.

6

Es lunes. Sobre la mesa he dispuesto las cartas de una baraja. Veo a un hombre viejo, la barba entrecana, los bolsillos vacíos, tirado en el fondo de una zanja. Veo la sombra de tres hombres que se reparten un botín. Veo a Lina frente a un gran espejo: se mira, perpleja. También veo a una chica que se prepara para la función del medio día en el camerino de un teatro remoto. No hay rastros de Vinicio Santos en este mazo de cartas.

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