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Cultura  |  14 mayo de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

La mejor jugada de mi vida

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Un cuento de Enrique Álvaro González, integrante del taller de escritura Café y Letras Renata Quindío.

Los dos hombres observan el álbum. El costeño pregunta algo de vez en cuando y Cuartas le contesta despreocupado o emocionado, dependiendo de la foto. Esta, por ejemplo, le fascina. La mira con evocación de años idos. Los ojos, en gesto histriónico calculado, parecen perderse mientras exclama:

“Huy Costa, esa fue la tarde en que hice la mejor jugada de mi vida”.

“A ve, déjame ve pa’ ve– responde el otro y Cuartas abre un poco la posición de su cuerpo. En la gráfica, Alejandro Brand, el armador insigne que tenía el ballet de los años setenta, entrega algo a Cuartas que lo recibe con una sonrisa muy amplia.

–Mejor dicho. Fue la tarde más feliz de mi vida. Nunca la olvidaré–. Dice.

–Debió sé, porque aparece muy contento, cuadro. Ajá cuéntame.

–Pues fíjese– comienza Cuartas satisfecho –ese día el ballet azul escribió una de las páginas más… (Un pequeño silencio da a sus palabras algo de suspenso) cómo diría, más ¿Brillantes? No… No es la palabra. ¿Doradas?... Tampoco. ¿Memorables?... No corroncho, usted no entiende estas cosas”.

– ¡Eche!– responde el costeño– ¡Pues Pa’ que veas tú, que sí entiendo!... El Junior, el tiburón de curramba. Pero ajá, por qué dices tú que fue la mejor jugada de tu vida, cuenta”.

Cuartas se acomoda; brazos en el espaldar del sofá, toma una buena cantidad de aire y exclama:

– ¡Ahh! Es que fue magistral, viejo. En el primer tiempo perdíamos dos a cero. Ya se puede imaginar usted. El estadio parecía un velorio, pero sin muerto. Había que salir con toda en el segundo y como jugadores, público y dirigentes así lo entendimos, pues así se hizo mi hijo.

Alejo la metió toda, el negro Willy fue para su marcador una sombra inalcanzable que aparecía por todos lados y el flaco Morón se convirtió en un enemigo invisible. A los quince, la cosa se había puesto dos a uno. Alejito que por entonces era llamado por los periodistas deportivos “Cerebro” Brand, con un tiro libre de su cosecha, marcó el descuento al poner el cuero allá donde la geometría mide los ángulos. ¡Qué golazo hermano!

–Bueno ¿y tú en qué puesto jugabas oye? – Interrumpe el costeño-.

–Espere hombre. Yo entro es al final– Precisa Cuartas.

–Vale pue– Riposta el otro.

–Esa tarde Brand se fajó. Unos minutos más tarde, por ahí a los veintiocho, le puso una pelota a la espalda de los defensas a Jaime Morón, tan milimétrica, que cuando voltearon a mirar, el flaco ya estaba celebrando el empate con la tribuna. Francamente no sé cómo esta tribuna no se vino al suelo porque la gritería y la celebración fueron estruendosas. Yo creo que todavía quedan ecos en los rincones del estadio.

–Ajá cachaco. ¿Entonces tú cuánto tiempo jugaste?

– ¡Hombre Costa! ¿No le digo que yo aparezco es a lo último?– Insiste el narrador–El caso es que cerca del pitazo final, el maestro Alejo dejó claro quién era quién, a los treinta y cinco o cuarenta mil aficionados que colmaban el Campín aquella tarde.

Llegó por izquierda luego de varias combinaciones con Willy, quien al llegar a la zona de la verdad se abrió a la derecha, mientras que en el vértice de las dieciocho, Brand despatarró a dos contrarios, dejó un tercero preguntando ¿por dónde se fue?, con un ocho precioso, y le devolvió a media altura un centro al negro, que ni corto ni perezoso levitó horizontal y paralelo al césped, y con esa calidad enorme que siempre tuvo, empalmó de media volea, un balón tan perfecto, que el pobre portero vino a saber por dónde había entrado hasta el otro día en la prensa.

Casi no dejamos acabar el partido, hermano. Nos volcamos a la cancha y con ellos en hombros: Brand, Willy, Morón, Quintana, El arquero invicto de los mil veinticuatro minutos, el Oso Segovia, en fin, con todos, nos fuimos hasta el camerino y cuando la policía empezó a sacar a todos los hinchas, hice mi jugada.

Logré coger la camiseta del Pelé Gonzalez y pasé inadvertido en el tumulto hasta que me acerqué a Alejandro Brand y le pedí su autógrafo. Eso es lo que me estaba entregando Alejo cuando el fotógrafo disparó la cámara. 

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