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Cultura  |  30 abril de 2023  |  12:26 AM |  Escrito por: Administrador web

Elegía para un amigo

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Llegó a la casa con la promesa de mis hijos de hacerse cargo de él, pero como los padres sabemos, al final yo asumí la responsabilidad en lo que a salud, alimentación y aseo se refiere. Sus cariños, juego y en general su vida social y familiar, eran dedicada por él a mis hijos y mi mujer, porque para mí dejaba las carreras veloces y peligrosas con que solía recibirme cuando llegaba del trabajo. Pero tenía otro detalle muy especial.

La nobleza de su carácter fue lo que más me gustó; el cariño leal por la familia y porque desde el principio me pareció serio, incluso en sus juegos. Alguna vez quise obligarlo a jugar sin que quisiera y me regaló una mordida que ocasionó un castigo injusto, según me hizo ver mi hija mayor, pues yo lo había provocado.

De todas formas me encariñé de sus enormes orejas que dejaba caer cuando lo regañaba o los detalles especiales como ir a la cárcel donde yo trabajaba a buscarme en las garitas que daban a la calle y cuando su olfato me encontraba, ladraba hasta que yo me asomaba a saludarlo y ahí se quedaba en la vía hasta la hora del relevo, que me obligaba a  despedirlo. 

Fue triste el accidente que tuvo por la fobia centenaria que los perros tienen a los carros. Un conductor que no alcanzó a frenar o no lo vio, no se sabe, lo arroyó y con el impacto le rasgó la piel desde el pecho hasta una de las patas traseras y por poco le parte una de las manos. 

Cuando me avisaron, junto con mi hijo mayor lo llevamos a una veterinaria donde lo suturaron, le aplicaron analgésicos, antibióticos y le pusieron una campana de plástico en torno al cuello para evitar que lamiera su herida e intentara quitarse los puntos.

Era muy hermoso, en medio de la tragedia del animal, ver a mis tres muchachos darle de beber con un gotero y de comer en pequeños trozos, porque debía hacerlo de medio lado debido a su mano lesionada, que le impedía pararse y caminar.
 
Aun así, en dos semanas se desplazaba por la casa en las patas traseras y hacia atrás. Gracioso verlo mirar primero hacia su espalda para calcular la ruta a seguir y después parado en los cuartos traseros y de un solo impulso, recorrer el camino ya intuido, pero ahora sin verlo.

Pasada esta etapa volvió a recorrer las calles, porque por mi trabajo como carcelero, no permitía que lo mantuvieran encerrado. Además siempre regresaba, o eso era lo que esperábamos siempre, hasta el día en que no regresó y la tristeza cayó sobre niños, mujer y quien escribe.

Ocho días duró perdido, hasta que mi hija mayor lo encontró, en el parque Bolívar. La emoción del encuentro fue narrada por la niña en varias ocasiones, con la exaltación correspondiente a su alegría. 

Eso fue un poco antes de que un perro dóberman lo atacara hasta dejarlo muerto, porque Rocky, que así se llamaba mi perrito, era un cachorrito de no más de veinticinco o treinta centímetros de alzada. El ataque fue tremendamente superior.

Un recuerdo especial dejó Rocky en mi vida porque llegó a mi casa un día, casi en contra de mi voluntad y se fue dejándonos un vacío enorme. Donde sea que estés mi estimado Rocky, que espero sea un paraíso canino, recuerda que fuimos muy buenos amigos.   

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Tags: El Quindiano

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