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Cultura  |  30 abril de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Frente a un cuadro de Camille Corot

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Camille Corot, Gitana con pandereta 1862

GITANA CON PANDERETA

“No hay pues mujer más sola, más tristemente sola, que      la que quiere amar a un hombre triste”

                                                                                                                                    Piedad Bonnet

 

Alberto Hernández Bayona

 

1

 

A las once de la mañana abandonó la Biblioteca Luis Ángel Arango luego de consultar algunos documentos. Antes de ir al café entró al museo. Vagó por los patios empedrados buscando calentarse aprovechando el esquivo sol de la mañana; unos minutos después ingresó a uno de los salones del primer piso. Se detuvo frente a La Gitana con Pandereta, un cuadro de Camille Corot colgado muy cerca de la puerta. Siempre le había inquietado el rostro de la gitana. Ésta, en un primer plano, mira al espectador con un gesto que prefigura un reproche o, quizás, una advertencia; en la arboleda, recostado en un tronco grueso, en el segundo plano del lienzo, unas pinceladas densas insinúan la presencia de alguien que la vigila a ella y, también, a quien la mire. El hombre por primera vez reparó en esa sombra un poco siniestra pero no tuvo tiempo para sacar conclusiones. Lo distrajo un susurro que salía del otro extremo de la sala. Era la guía del museo, una chica de cabellos cortos, tan lustrosos que parecían recién lavados, quien, con una vocecita diáfana, instruía a un grupo de visitantes acerca del significado de algún detalle de una pintura impresionista. Despreocupado le echó un vistazo al resto del salón; luego se dirigió al café que a esa hora se hallaba atestado de estudiantes. Se instaló en un rincón, como era su costumbre. Ojeó su libreta de apuntes mientras bebía pausadamente un americano corto, sin azúcar. Al cabo de un rato escuchó unos pasos que se aproximaban. Era la joven guía que había visto en el museo. La chica traía una bandeja con provisiones, se plantó frente al hombre, lo inspeccionó sin pudor como solo puede hacerlo una mujer muy segura de sí misma y le pidió permiso para sentarse en la misma mesa pues no encontraba acomodo en otro lugar. El hombre, indiferente, asintió y continuó repasando su libreta.  La muchacha comía con apetito. Cuando cerró la libreta, ella le preguntó si vivía cerca al museo porque lo veía a menudo en los alrededores. En el entramado de la conversación, él se enteró que la chica era antropóloga pero que su verdadera vocación era la historia del arte. Dijo, entusiasmada, que estaba preparándose para viajar a Florencia, donde tenía planeado cursar una maestría y que, a su regreso, en uno o dos años, se compraría un estudio en la Candelaria. Entonces seremos vecinos, dijo ella y, sonriendo, se despidió.

 

2

 

El resto de la semana se ocupó reuniendo algunos materiales para elaborar el proyecto de estatutos de la Asociación Iberoamericana de Contadores Públicos, labor que le habían encomendado como presidente del Capítulo Colombia. Lo hizo con desgano, pero, como de costumbre, con un gran sentido de la responsabilidad. Puso, también, en orden algunos asuntos relacionados con las propiedades que le habían quedado luego de su divorcio y que, sólo ahora, doce años después, se tomaba la molestia de registrar en la notaría y, por último, destruyó sus apuntes para el libro de Finanzas Corporativas que, se dijo, afortunadamente ya no escribiría. El lunes siguiente, antes de ir a la oficina, entró a La Puerta Falsa, un pequeño restaurante donde acostumbraba a desayunar. Instalado en el segundo piso, muy cerca de la escalera, ojeó parsimoniosamente el periódico. Le llegaban las exclamaciones de un grupo de jóvenes que discutían en la penumbra. Alcanzó a escuchar la voz cristalina de la muchacha. Con insistencia decía que, a ella, más que la obra de Gauguin le cautivaba la personalidad rebelde del pintor. Al rato los jóvenes se pararon bulliciosamente y se despidieron. Sólo Verónica, que ya lo había divisado, se quedó en el salón. Lo saludó con afabilidad como si fuesen viejos conocidos y se sentó a su lado. Cuando la conversación derivó en el pintor, con deferencia el hombre ofreció prestarle algunas obras de Gauguin que tenía en su oficina. En la tarde sonó el citófono. Mientras Verónica subía, él buscó los libros que le había prometido y entreabrió la puerta. Al entrar en el espacio luminoso e impecable de la oficina, la chica se sintió como si estuviese observando una gran pecera. Le sorprendió, sobre todo, ver una hilera de sillas de teatro, antiguas y muy bien conservadas, colocadas frente a un ventanal.  Pero no tuvo tiempo para decir nada: el hombre le entregó el libro, la tomó del brazo con una estudiada mezcla de firmeza y amabilidad y la despachó.

 

3

 

La redacción de los estatutos avanzaba muy lentamente. Se había dicho a sí mismo, con ironía, que tal sería el pobre legado de una vida dedicada al prosaico oficio que había elegido. En todo caso, sólo restaban unas cuantas semanas. Así que, sobreponiéndose, trabajó con diligencia en el proyecto. Un lluvioso atardecer, de regreso a su apartamento, escuchó la voz de Verónica que le llamaba. Escurría por las bajantes de las viejas casas un agua menuda y pertinaz que llenaba de charcos el piso sobre el que se reflejaba un cielo plomizo y desapacible instalado en la ciudad desde los arcaicos tiempos de su fundación. La muchacha le dijo que deseaba devolverle los libros que llevaba en el bolso y le agradeció que se los hubiera prestado. Observando su desamparo, pues el cuerpo de Verónica estaba empapado pese a que llevaba un maltrecho impermeable sobre sus hombros, la invitó a seguir a su apartamento que estaba a unas pocas calles de distancia. Cuando entraron, Verónica se dirigió con avidez hacia los estantes de la biblioteca.  El anfitrión escurrió el paraguas en un pequeño patio cubierto ubicado al lado de la cocina, puso a preparar café en un recipiente que relucía y, luego, buscó una toalla. Sostuvieron una conversación animada – Gauguin, Corot, Florencia, la lluvia, aquel restaurantico de la calle del buen ladrón donde él solía almorzar- hasta que el campanario de la catedral anunció, en la lejanía, que eran las siete de la noche. Es hora de marchar a casa, dijo el hombre paternalmente poniéndose de pie. La muchacha, desconcertada con el giro de la conversación, se lamentó: Afuera llueve, dijo.

El temporal, con su goteo impasible, los acompañó el resto de la noche.

 

4

 

A partir entonces se siguieron viendo cada vez más a menudo, generalmente por iniciativa de ella. “Esta noche me meteré en tus cobijas, espérame a las nueve” solía decirle, al otro lado del teléfono.

5

 

Cierta mañana, después de dictar una conferencia en la facultad de contaduría, a pocos pasos de la puerta principal de la universidad se le atravesó un joven alto, huesudo, de cabellera larga, igual que su barba, también larga y descuidada. ¡Viejo decrépito, no se saldrá con la suya! le gritó el iracundo barbudo cuando estuvo de frente a él. Este, temiendo que el loco lo fuera a agredir, reaccionó lanzándolo con fuerza a un lado de la vía y siguió caminando mientras trataba de recuperar la calma. Había lidiado con toda suerte de personajes en el sector: lunáticos, puticas, ladronzuelos y mendigos, la mayoría de los cuales le conocían y respetaban. Pero este sujeto era distinto: aunque desgarbado y sucio, tenía las facciones finas y el tono de su voz, pese a su virulencia, era firme y educado. ¡No se saldrá con la suya! vociferó el loco, nuevamente, a sus espaldas.

 

6

 

Habían transcurrido varias semanas desde que la vio por primera vez. Le inquietaba el apego cada vez más intenso que la chica le mostraba, pese a que él trataba de imponer cierta distancia que los apartara de las bobaliconas tentaciones de una relación carente por completo de posibilidades. Una noche, en su apartamento, Verónica le dijo que pensaba cancelar su viaje a Florencia. Asumiendo, con aparente ingenuidad, que era un asunto de dinero él se ofreció para sufragar sus gastos. Verónica se ofendió: no había llegado hasta ahí para recibir limosnas. Él trató de calmarla, pero la impaciencia del uno y la sensación de abandono que se apoderó de ella los cegó. Al final, se trenzaron en una discusión resbaladiza, al cabo de la cual la muchacha le dijo con voz entrecortada: ¡Quédate, entonces, con tu soledad de mierda! Y de un portazo abandonó para siempre la habitación.

7

 

El domingo terminó la redacción de los estatutos. Concluido el encargo, con mucha calma encendió la chimenea y fue arrojando a las llamas, uno a uno, sus libros de finanzas. Había publicado seis, algunos de los cuales le habían valido honrosas distinciones. Le siguieron en la hoguera Basant, Murphy, Shyamsunder, Saldívar, Gitman y Druker. Solo se salvaron del holocausto los libros de ficción y sus bellas ediciones de arte. Al anochecer redactó sendas notas para su hija, para Verónica y para Pedro, su amigo de infancia, y las depositó meticulosamente dobladas en sobres de distinto color. Encarecidamente le pedía a Pedro que entregara una copia de los estatutos a los miembros de la junta directiva y que le enviara a su hija, radicada en Hamburgo, el sobre marcado con su nombre. Le pedía, además, que el paquete de color verde, su biblioteca, las escrituras de propiedad de la oficina y las llaves, se las entregara a su destinataria, una joven guía del museo Botero cuyo nombre era Verónica Sofía de las Palmas. Finalmente escribió en dorso de una tarjeta de presentación, con su estilo característico: “Querido hermano, discúlpame por no poder atender tu invitación a almorzar el próximo martes.” Extendió una servilleta sobre su escritorio, sacó de uno de sus cajones varias pastillas que maceró pacientemente hasta obtener un polvo fino. Formó con él un montículo, vertió encima varias gotas de una sustancia espesa del color del ámbar que había sacado de la gaveta del baño y revolvió la mezcla con cuidado. Dejó, así, su destino sobre la mesa con la convicción de que ya nada tendría reversa. Taciturno, salió por última vez a la calle.  Al pasar frente a la Casa de Poesía Silva evocó el final trágico de dos de los poetas ligados a esa casa y repitió, para sí, cierta frase que había escuchado: “Se nos adelantaron en el camino”. Entró al Café La Estación. Pidió un americano corto, sin azúcar, que bebió en dos sorbos y se encaminó hacia su apartamento. Cuando pasó frente a la Iglesia de La Candelaria escuchó un murmullo lejano que le trajo a la memoria una oscura escena de su infancia. Era el coro que cantaba un fragmento de la Misa de Angelis. En la esquina una mancha tenue se proyectaba sobre el pavimento. La mancha se alargó, al tiempo que se iniciaba una llovizna pertinaz. Esteban sacó de su chaqueta el llavero, introdujo una llave en la chapa de la puerta principal del edificio y, tras sentir en su espalda un impacto seco, escuchó, tendido en el suelo, una voz neutra, firme y educada que decía: Viejo canalla: ¡no se saldrá con la suya! ¡no se saldrá con la suya!

La sombra, que parecía la pincelada espesa de un cuadro de Corot, se esfumó entre la lóbrega tiniebla de la noche.

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