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Cultura  |  27 febrero de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Los Díaz

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Un cuento del fallecido escritor colombiano Gustavo Rubio.

El asunto comenzó en la alberca del inmenso patio, a las seis de la mañana. Los Díaz disfrutaban los palaciegos momentos de alegría desde hace veinte años. Una familia respetable, poderosa y truculenta de Armenia. Un día llegaron los viejos, hombres y mujeres de la montaña, traían mulas cargadas de hachas, maíz amarillo, ponchos, carrieles y toda la jerga de sus ancestros: sinónimos, antónimos, adjetivos, epítetos, adverbios, el sustantivo escondido junto al dinero, el verbo penetró en bosques y derribar árboles, caminó en las calles, en las plazas de gentes señeras tocadas de insomnios prematuros.

El verbo proporcionó almacenes, bancos, escuelas, gerentes, alcaldes, policías, aparecieron cantinas y tangos, boleros, barrios, condominios, ciudadelas, norte y sur, prostíbulos, amoblados, Beatles, baladas, reformas, crímenes, asaltos a bancos, erótica de los muslos, vuestra nalga de muchacha de televisión, los videos de nuestra muerte amén; hubo contagió de sífilis y gonorreas, los sidas del momento en la penumbra de los cuartos oloroso a mariguana y bazuco, tan chévere el sexo, ¿no?, ya tan buenas las muchachas, dijo ladrón Díaz, el joven de la familia, nariz de águila, flaco de frente parecía de perfil, ojos caoba, vestido siempre con bluyín americano, camisa negra o blanca, veía el mundo con ojos seminales; eso de tanto clavar a las muchachas tiene sus bemoles, respondió Truhan Díaz, el mayor de los hermanos, ojos color vegetal, denso como su dinero, que sentado en el sofá exclusivo perdía la visión, por eso compraba lentes cada semana.

Ladrón tomó asiento en el sofá de su propiedad y dijo a su hermano: mirá que no debe meterse en las cosas de su hermano menor porque él se enoja y de pronto le pone una trampa al ciego de la familia, éste se cae y el menor no tiene la culpa, cosas de la vida. Después se los llamó a la mesa, desayunen sus señoras dijo el sirviente, estuvieron mirándose de soslayo y aparecieron los otros hermanos; Prevarico, el mudo de nacimiento que había aprendido lo bárico de un caballero de la alta sociedad; Cohecho el sordo que tuvo en el alma un enfisema de pegante y alcohol que jamás lo privó de apreciar vallenatos, música de carrilera y rancheras, usaba chaleco con bufanda a prueba de balas, gafas oscuras, fuma tabaco y gusta de burdeles.

También se sentó, pálida y ajada la hermana, Corrupción, que tenía un defecto que consistía en tocarlo todo, manosearlo hasta volverlo pedazos: ningún hombre se le acercó después que hubo destruido casi un centenar en menos de cinco años y dos meses.

A las seis de la mañana se levantaron y luego del desayuno hicieron tributos a su tradición, rezaron indefinidamente el yo pecador, cantar que orgullo me siento de ser un buen colombiano y rieron media hora para minimizar defectos propios, para luego pelear toda la mañana porque se rieron de mí y a mí no me gusta, en medio de la riña, Corrupción nerviosa, se comió los manteles y cuando acabó con ellos le dio por tragar billetes, también sus cucos amarillos. Los hermanos suspendieron patadas y coscorrones, saquemos a Corrupción, la llevaron a su dormitorio, pobre bestia.

Doce del día, asomaron los viejos. Hallaron el desorden, quién hizo esto, ninguno de los hijos respondió, era hora en que los más jóvenes incluida Corrupción, pagaban por sus peleas: la nalga desnuda para que los padres y la abuela aplicaran la paliza, y no lo vuelvan a hacer, decían en coro, a la próxima los colgamos, pero no los colgaban por pesar: los medios días fueron iguales por el estruendo de unas lágrimas y los reglazos en las nalgas.

El asunto comenzó en la alberca, un día de enero, apareció crucificado el más joven de los Díaz, Ladrón, en la parte superior de la cruz dos palabras, por hp. Sus hermanos lo bajaron del leño, llorando, el mudo escribió me voy a vengar, el ciego usó nuevos anteojos para cerciorarse del crimen, el sordo murmuró, que vaina y Corrupción estrujó con rabia la ropa ensangrentada.

La abuela gritó quítenle el muerto que lo destroza, se lo quitaron. El comandante Parodia, calvo y silencioso, hizo preguntas de pirueta, ordenó sacar fotografías, tomen huellas dactilares, revisen el cuerpo, carguen con él y llévenlo al carro. La familia dejó en manos de Cohecho los trámites del sepelio, venganza pronunciaban en la puerta de la iglesia, venganza decían frente al hueco del campo santo, venganza en el novenario.

En la madrugada del tercer día: lo vieron fabricando el amor en el sofá de vivo, a una dama más bien bella a la cual desnudó paso a paso con los dientes. Los hermanos gritaron, Corrupción tuvo antojo de las cortinas, gritaron milagro, Ladrón ha resucitado. Al día siguiente apareció muerto Cohecho, de un balazo en la sien. Los viejos ya no lloraron, Petrusca perdió las ganas de comer. Prevarico se encargó del discurso. Regresamos serios del cementerio. Tres días más tarde fueron dos los muertos que cargaban mujeres para sus sofás. Entonces Corrupción se ahorcó esa misma noche y no apareció su cadáver. Al cielo se fue la virgen titularon los medios. Un reportero en busca de la divina muerta.

En Armenia el obispo la declaró Santa Corrupción. Este hecho nos reanimó, empezamos a morir cada tres días, la casa se llenó de fantasmas que fuimos después. Sobrevivieron los perros que ya no ladraban a la luna, ladraban a los fantasmas. Fantasmas notorios, tuvimos vida más allá de la muerte, de modo que nos organizamos y continuamos las peleas de la mañana. Corrupción de nuevo comió sábanas, dinero y especie de misterio volvieron las rancheras, los boleros de Prevarico, el salón fue burdel y los viejos fornicaron con mujeres desdentadas. La vida y la muerte fantasmas también, confundidas habían cambiado, deambulaban por las calles de Armenia.

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