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Columnistas  |  24 noviembre de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Faber Bedoya

Desde el séptimo piso

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Faber Bedoya

Buenos días, por favor, discúlpeme, gracias, hasta luego.

 

Fáber Bedoya Cadena

 

En aquellos tiempos idos era más fácil ser niño, vivíamos la vida que nuestros padres nos permitían. Teníamos por oficio y vocación jugar, estudiar, obedecer, ayudar a los padres en los quehaceres domésticos, y en los ratos libres hacer las tareas. Los niños aparte de las niñas. No podíamos inmiscuirnos en las conversaciones de los mayores. Se enseñaba Urbanidad, a saludar, dar las gracias, despedirse, a presentar disculpas y sobre todo a guardar silencio, a hablar lo necesario. El respeto por los mayores era la nota predominante. Fue la educación la tabla salvadora para muchos de nosotros. Allí no solo aprendimos conocimientos, esa microsociedad nos vinculó con el mundo, nos enseñó a relacionarnos con el otro, a reconocer a los demás, a comunicarnos entre iguales, con los superiores, a leer libros, a escribir, a hablar en público. A conversar, a escuchar y ser escuchado. Conocimos el valor que tiene la palabra bien dicha, el hablar bien, y emplearla en el momento preciso. El saber expresarse, marcó gran diferencia entre compañeros. La cultura se reflejaba en la expresión oral. Hablar, leer y escribir, además de funciones características de los humanos, empezaron a ser dones distintivos de seres inteligentes. Un buen manejo del lenguaje marcaba la diferencia, caracterizaba a los jóvenes educados. Y si a la expresión oral se le añadía la lectura, se completaba un cuadro personal de un joven muy interesante. Nos enseñaron a pensar antes de hablar. Era sinónimo de una educación en el hogar y en la escuela, el trato verbal que se le daba a las personas, el sostener una conversación, manejar temas con solvencia, y estar enterado de la realidad nacional e internacional. Aprendimos a respetar el uso de la palabra, el orden del día, a hacer actas, discursos, participar en concursos. Todo con el respeto debido. Pero en qué momento cambiaron tanto las relaciones personales, escolares, comunitarias, familiares. Nos volvimos lejanos, escasos para relacionarnos, para conocernos, darnos a los demás mediante la palabra, tanto que desconocemos el vocabulario que emplean los jóvenes y los temas que ocupan a los muchachos de hoy.  Han creado metalenguajes que excluyen a quienes no participan de su círculo, y con absoluta seguridad nosotros no estamos en su llavero. Otra vez es en la educación donde se recompone el camino, en la escuela todavía se enseña a relacionarse con el otro, a reconocer a los demás, a comunicarnos entre iguales, a respetar a los superiores, a leer libros, a escribir, a hablar en público. A conversar, a escuchar y ser escuchado, al buen trato del lenguaje. A la comprensión de lectura, el análisis, la síntesis, elaboración de juicios y la presentación de tesis, el cultivo de la dialéctica, el culto al logos. Sigo creyendo en la educación y sus efectos transformadores en las personas a través de las palabras. Quiero permanecer ignorante del nuevo orden lexicográfico, de la escasa fluidez verbal de ciertos cantantes, de la rebuscada semántica de los locutores de noticias. Romper las jaulas imaginarias que los conceptos nos construyeron y que adornadas con elocuencia nos llevaron a decisiones fatales. Quiero incumplir la cita con la tiranía de las nuevas palabras. Volver los ojos a la Palabra.

Somos muchos los vecinos del séptimo piso que estamos dispuestos a enarbolar las banderas reivindicativas del buen lenguaje, de exigir volver a saludar, a dar las gracias, a ceder el puesto, a presentar disculpas, a decir esas palabras sonoras y cantarinas, agradables de decir, pero mucho más de oírlas, “por favor”. No podemos participar, por razones obvias en marchas muy largas, para presentar un pliego de peticiones por el respeto a los derechos lingüísticos y del buen hablar, pero de corazón y espíritu, si estaremos presente y siempre combatientes. Recuerdo que en una cafetería de Tunja hay un aviso que dice “un tinto sin saludar vale $4.000, diciendo, Buenos días, cómo estas, por favor y gracias, vale $2.500.  

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