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Cultura  |  18 septiembre de 2022  |  12:54 AM |  Escrito por: Administrador web

Aquella radio

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Este texto fue escrito por Yolanda Jurado R, y hace parte del libro antológico La radio en el Quindío

En el año dos mil diecisiete, recostada en la cama y con los audífonos puestos, escuché una canción que me hizo recordar los domingos cuando mi madre me llevaba de la mano donde Esther. Era una mujer simpática y rolliza que a sus cuarenta años no paraba de hablar mientras hilaba historias de tiempos pasados y presentes, que parecían unirse en una sola. Las dos se querían como hermanas, aunque hay hermanos que no se quieren tanto.

Sentada en una diminuta silla de madera, yo observaba todo en derredor gracias a los intensos rayos de luz que dejaban ver hasta el último rincón a través de los ventanales de la casa. En la sala, el padre y los hijos escuchaban el partido de fútbol cuyas jugadas comentaban con emoción, mientras el narrador exageraba los pormenores del partido, situación que me exasperaba.

Un día escuché unas notas de acordeón que provenían del segundo piso cuando la niña de la casa quiso alegrar la tarde, pero la melodía fue fugaz debido a la protesta de los que oían el partido. La alegría se tornó en desilusión.

Pasamos al comedor donde Esther, sirvió el chocolate con queso y galletas, ritual de todos los domingos, y mientras esperaba que se enfriara, porque lo habían servido muy caliente, observaba las florecitas estampadas en la taza de esmalte.

Al llegar la época de navidad, todos los días nos reunimos y escuchamos la música de acordeón que yo tanto ansiaba. La niña interpretó porros, cumbias y melodías decembrinas, animando las noches.

El treinta y uno de diciembre, recibimos la desafortunada noticia de que la familia tenía que trasladarse a otra ciudad por el trabajo del padre y ante la tristeza de mi madre, Esther, le dejó el radio como recuerdo. Yo estaba feliz; ya podía escuchar la música de mi agrado. Gozamos mucho tiempo de la alegría que nos producía el radio, hasta que llegó el momento en que al sintonizar una emisora, sentí que algo sonó dentro del aparato. La perilla dejo de recorrer el dial y el radio no sonó más por lo que yo me alejé y mantuve el daño en secreto.

Al día siguiente cuando mi madre fue a encenderlo para escuchar la “Escuelita de Doña Rita” de Caracol, se dio cuenta que no funcionaba. Yo intranquila en la escuela, no dejaba de pensar en el daño causado. A mi regreso de clases, mi madre me tomó del brazo y me llevó hasta el radio entre regaños y sacudones, tan enojada, que como castigo me prohibió visitar a mi amiga Consuelo. Se acabaron la música, las novelas... y cundía el silencio, como si la casa fuese un cementerio.

No pasaron muchos días en que mi madre, desesperada por escuchar las radionovelas, optó por pedir a su vecina, que le dejara oírlas. Después de mi castigo, volví a visitar a Consuelo donde al escuchar la música de mi gusto, cantábamos y bailábamos al son de las melodías de la radio. Regresaba a casa y de nuevo me cobijaba el silencio.

El aparato seguía dañado. No había dinero para llevarlo a reparar y por falta de información, no nos enteramos que un día lunes no había clases en las escuelas y colegios de la ciudad por falta de agua, lo que nos generó contratiempos.

Mi hermano, compadecido creyó poder repararlo y mientras lo desbarataba armado de alicates y destornilladores, yo estaba de pie a su lado, mirando sin parpadear cómo sacaba tubos, cables, una lámina con puntos de soldadura y un tubo de sulfito envuelto en hilo de cáñamo. Así estuvo toda la tarde. De pronto se levantó y dio un puño fuerte sobre la mesa, tiró a un lado el aparato y puso sus manos sobre la cabeza. Yo lo miré con temor y luego de algunos minutos, volvió a la tarea, pero al final se dio por vencido.

“Esta mierda no tiene arreglo”, dijo y abandonando las partes del radio desparramadas, salió lleno de ira de la casa. Mi desilusión fue tan inmensa, que hasta sentí que iba a llorar. Mi madre refunfuñaba, mientras depositaba en una bolsa lo que quedó del radio… El gran recuerdo de su amiga quedó en una bolsa plástica.

Un sábado en la tarde, yo jugaba en el patio cuando vi llegar a mi hermano con un paquete bajo el brazo, envuelto en papel de regalo, y mientras lo colocaba en el comedor decía: “Aquí les envía mi padre este obsequio”. No lo podía creer; era un radio nuevo marca Philips de cuatro bandas. Mi madre y yo estábamos felices, pues, lo considerábamos el mejor regalo que nos podían dar. Mi madre revivió la costumbre de oír las radionovelas y yo los boleros, la música colombiana, los grandes maestros y el bachillerato por radio de Sutatenza.

El tiempo pasó y el radio fue desplazado por el televisor a blanco y negro con un lugar privilegiado en la sala de las casas, mientras el Philips, aunque fue ubicado en una habitación, para mí seguía teniendo la misma importancia. No perdí la costumbre de escuchar la música, porque disfrutaba más escuchar la radio que ver televisión.

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