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Cultura  |  07 agosto de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Recuerdos vagos e imprecisos

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Josué Carrillo

Quienes crecimos en Armenia y fuimos al kínder justo en la mitad del siglo XX vivimos en un mundo que hoy maravillaría a Subuso: pertenecemos a la generación que vio cómo nuestro pueblo pasaba de la mula al jet, cómo cambiaban nuestras costumbres y creencias, y conoció oficios que, hoy pocos saben qué cosa eran.

El alucinante cambio en el transporte, del que nuestra generación fue testigo, se aprecia al considerar que, a comienzo de los años 50, por las calles que conformaban la pequeña red vial circulaban unos pocos automotores, una flota grande de carretillas y un sinnúmero de bestias de carga; un par de veces al día llegaban a la estación del ferrocarril locomotoras procedentes de Cali y Manizales; eran viajes interminables de 6 y 5 horas, respectivamente. Lo más moderno en transporte era el avión, pero al lejano aeropuerto El Edén solo llegaban dos aviones pequeños, DC 3, día de por medio y su uso era para los más pudientes. Sin embargo, al finalizar esa década el pueblo, que ya tenía pretensiones de ciudad capital, contaba con un copioso parque automotor y al aeropuerto, ahora más cercano, llegaban y salían diariamente tres aviones DC 4, con destino a Bogotá, Medellín y Cali; de estos, los dos primeros vuelos hacían escala en Pereira. Solo tuvimos que esperar un par de años más para ver aterrizar aviones jet en El Edén. Tal vez de esos adelantos en el transporte no participaba toda la comunidad, pero tampoco fue demasiado lo que hubo que esperar para que su uso se popularizara y estuviera al alcance de muchos.

Con la apresurada transformación en ciudad llegaron algunas novedades: tuvimos estadio donde se pudo admirar a Pedernera, D’Stefano, Rossi, Pontoni y muchas otras figuras estelares del fútbol; vimos nacer al Deportes Quindío, que tuvo en esa década su edad dorada y consiguió la única estrella que ha logrado en toda su existencia. La ida al estadio cada quince días a verlo jugar fue la primera diversión masiva que hubo en Armenia. La radio alcanzó su apogeo, por ella seguimos las vueltas a Colombia en bicicleta y nos apasionamos por el “Zipa” Efraín Forero, José Beyaert y Ramón Hoyos; oímos la transmisión de los partidos de fútbol, y la familia reunida en torno al receptor escuchaba El derecho de nacer, El dolor de amar y otras radionovelas; seguimos cada dos años la elección de la reina nacional de belleza; pero sobre todo oímos abundantes y variadas cuñas comerciales. “Lo de hoy es mejor que lo de ayer”, decía la propaganda del laxante recién salido al mercado, Sonrisal… de oro, mientras Alka Seltzer le ripostaba “no todo lo que brilla es oro”. “Mejor mejora Mejoral” afirmaba otra. “Sol, sed, calor… no se acalore, tome Costeña”, y en esto de cervezas, Costeña la grande era tan buena como la chiquita. Los tocadiscos sustituyeron a las victrolas y se tuvo la música en casa; boleros, porros, merecumbés y chachachás trajeron aires diferentes de los del Conjunto América, los Cuyos y otros del mismo corte, que sonaban tarde y noche en los cafés de la carrera 18. Por la radio seguimos detalles de la tragedia ocurrida en Cali el 7 de agosto del 56, cuando estallaron varios camiones cargados con explosivos. Para los interesados en temas culturales había un programa radial en la Voz de Antioquia, Los catedráticos informan del cual hacía parte Antonio Panesso Robledo, Panglos.

También por la radio nos enteramos de que en 1954 había llegado la televisión a Colombia y en un par de años más vimos aquí los primeros televisores, unas cajas aparatosas que se adquirían por cuotas en el Banco Popular, y pudimos ver unos pocos programas en la casa de los dos o tres vecinos más acomodados del barrio; en horario limitado, por supuesto, pues la llegada de grupos de muchachos no siempre era bienvenida. Cada noche, después de verle la cara al presidente de la república y de oír las notas del himno nacional, veíamos al padre García Herreros entregarle un mercado a un matrimonio con seis o siete muchachitos en el programa El minuto de Dios. Vimos sin comprender muy bien de qué hablaban, el programa Seis mil cuatrocientos pesos por sus respuestas, que patrocinaba la Lotería de Manizales y daba ese premio al concursante que respondiera acertadamente las ocho preguntas que sobre un tema determinado le hacía un experto. En cada programa, que tenía lugar los jueves, podía ganar 800 pesos y continuar hasta llegar a la mencionada suma. También vimos uno de los primeros programas de concurso de la TV, El lápiz mágico, que presentaba Gloria Valencia de Castaño.

La expansión de la ciudad hizo que se perdieran muchas de las costumbres de nuestra vida pueblerina. Gran parte de nuestra niñez y adolescencia transcurrió en la calle, donde jugábamos pelota, guerra, lleva, bolas, balero, trompo; corríamos tras una cometa o una rueda de caucho y apostábamos carreras; nos divertíamos con poca cosa y nos reímos con cualquier chiste por tonto que fuera; nos quedábamos en la calle hasta que nos llamaran a hacer las tareas, o a dormir, o cuando apagaran el alumbrado público. Eran los tiempos en que jugábamos cinco partidos de fútbol en un día y no lo notábamos, pero tampoco tenía importancia. Los muchachos aprendimos a nadar en el río Quindío o en las quebradas, que aún no habían convertido en las alcantarillas a cielo abierto de hoy. Por lo general, quien tenía una bicicleta la ponía a la disposición de sus amigos y en ella aprendíamos a montar los muchachos del vecindario. Había grupos y barras, pero estas no eran bravas como las actuales; eran mal vistas las pandillas y en la casa nos advertían de los peligros de ser pandillero. Las mujeres, siempre más recatadas y cohibidas, tenían un horario restringido para jugar en la calle y sus compañías eran más escogidas; sus juegos eran diferentes, aunque a veces hacían juegos mixtos, pero estos eran más discretos y menos bruscos que cuando los jugaban sólo hombres.

Los de esa generación del medio siglo fuimos testigos de oídas de los espantos, los duendes y los maleficios; oímos decir y creímos que a un niño del pueblo se lo había tragado la tierra porque le corrió a su mamá cuando ella iba tras él para castigarlo. Ese cuento era un mecanismo de disciplina doméstica que guardaban las mamás para sacarlo cada vez que uno de sus hijos intentaba huirle de una pela. Y quién no oyó hablar del tiempo del ruido. También conocimos oficios que eran comunes en el pueblo y que hoy pocos saben qué eran, se desconoce hasta el significado de la palabra que los designa: de la arriería solo queda el recuerdo escrito en bambucos, seguramente aún la hay, pero lejos de la ciudad. Como no existen más las casas de bahareque, tampoco hay quien las emboñigue, que era el acabado final que se les daba a las paredes. No se volvieron a ver los amansadores, esos jinetes que usaban zamarros y domaban caballos para la monta; como tampoco se ven más los herreros, que hacían herraduras y se las ponían a las bestias. En las calles dejaron de oírse los voceadores de periódicos y los afiladores de cuchillos, los que soldaban ollas rotas, los zapateros remendones. Con la llegada de las cuchillas de afeitar, los señores dejaron de rasurarse donde los barberos y estos cerraron las barberías. Desde que desapareció la galería como punto de llegada de todo el pueblo no se volvieron a ver los culebreros ni los vendedores de menjurjes para desparasitar a los niños y calmar cualquier dolor. Las luxaciones y fracturas, tan comunes en los accidentes caseros, dejaron de ser tratadas por los sobanderos y componedores, a estos los desplazaron los traumatólogos. Las parteras cesaron su oficio, tal vez aún las haya, pero no en Armenia. Las farmacias de cadena determinaron la desaparición de las boticas y ya no hay el boticario que recibe la receta prescrita por el médico y la prepara. La costumbre de llevar al trabajo comida en fiambreras acabó con los portacomidas o gariteros. Hay muchos otros oficios como el de plañidera, el vendedor de telas puerta a puerta, el taponador de muebles, el carbonero, el cargador de mercados, pero de todos ellos apenas subsisten sus nombres, y de los taladores, que a golpes de hacha acabaron con todo lo que encontraron en la selva espesa que era el Quindío, solo quedó como recuerdo el monumento a los fundadores que hay en el parque homónimo en Armenia.

 

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