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Colombia  |  26 mayo de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

"Yo, el marihuano". Otra visión sobre el consumo recreativo

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Producción periodística: Víctor Chaves Rodríguez. Reportero Nómada. Fotografías y videos: Víctor Chaves. Cronista de ww.lanoticiasinfronteras.com

Crónica en primera persona. Una narrativa periodística cargada de emociones y otros sentimientos personales y grupales, que intenta hacer una radiografía casi íntima sobre el consumo fumado del cannabis sin más ánimos que el de estar o pasarla bien. Aporte para la discusión.

La curiosidad, traducida a unos deseos inmensos de probar “cosas” que me lleven a disfrutar de mi cerebro en otras dimensiones. Bueno, más o menos de eso se trataba, pero creo que fue lo que me llevó a probar la marihuana a una edad digamos temprana, para los años 70.

Pero a los 14 años, yo ya tenía en claro que era una persona propensa a este tipo de gustos calientes y prohibidos, y que, tal vez, así lo sería por el resto de mis días. Recuerdo dos hechos que me sirven como antecedentes: Cuando rondaba por los 10 años, vivíamos con mi familia, frente a un parque infantil. Mi ciudad natal, aún era poblada por gente noble, cargada de buena fe. Muy crédula. Por eso no había problema en que las pocas droguerías o farmacias que existían surtieran “a crédito” o que hicieran sus envíos a domicilio, enviando el pedido con uno de los hijos del cliente, sin importar de qué medicamentos se trataba.

Mi padre, cuyas crisis nerviosas o sentimientos de culpabilidad, eran siempre posteriores a dos o tres días de juerga, con altas dosis de consumo de aguardiente y hacían que su cuerpo se pusiera tembloroso, se llenara de brotes y por supuesto le disminuía el sueño, me envió un día a la farmacia del barrio para que Don Luís, el boticario, le enviara nada menos que un Valium, un medicamente siquiátrico muy fuerte, pero que popularmente se prescribía o vendía como algo ideal “para dormir mas y mejor”, que inclusive en la actualidad ya casi no se expende por los riesgos detectados en laboratorios de investigación. No era la primera vez que lo hacía. Es más, a esas alturas yo ya esperaba con anhelo ese momento.

Salí corriendo rumbo a la farmacia, en donde el viejo ya me esperaba con un par de pastillas del sedante envueltas en un pedazo de papel. Me entregó el pequeño envoltorio y simuló para mí que anotaba el nuevo débito en un viejo cuaderno.

Mi corazón empezó a latir con fuerza: tenía lo que quería en mis manos. Ahora a pensar cómo hacerlo. No fue complicado. Abrí el paquetico, saqué una de las pepas y la mordisqueé. El pedacito que quedó entre mis dientes era la mitad de la pastilla, más o menos. Lo diluí con la saliva y lo pasé por la tráquea hacia adentro. Hasta mi estómago, y de ahí, todo fue confuso. Divertido pero confuso. Recuerdo eso sí, que alcancé a llegar a la casa, que entregué el paquete, que el viejo, que para ese entonces no lo era tanto, las ingirió de inmediato, con avidez, sin reparar en que una de las pepas no estaba completa.

Ahora no estoy seguro de si hubo alguna alerta o un escándalo por lo que sucedió. Tal vez nunca alguien reparó sobre lo que había acontecido. No hubo sanción, no hubo castigo, no hubo pedidos de perdón, llantos de arrepentimiento o algo por el estilo. Estoy seguro de que esa noche con un Valium y medio dentro de su cabeza y yo con una pequeña porción del mismo platillo siquiátrico, todos dormimos demasiado plácidamente, soñamos cosas maravillosas y al otro día nos levantamos como recién salidos del confesionario: sin el menor atisbo de algún pecado.

De todas maneras, el miedo le ganó al arrojo en esta oportunidad. No volví a mordisquear un Valium, además porque si me mandaba a dormir a las 7 de la noche me perdía de muchos juegos y de todo lo que le gusta y hace un muchacho de esa edad.

Pero la curiosidad por lo que pasaba en las calles se mantuvo, aunque eso no significó que le huyera a la escuela o al estudio. Siempre me gustó la lectura y también escuchar y aprender cosas, para luego compartirlas. Unos 3 años después, comencé a notar que, desde el atardecer, cuando el sol terminaba de caer comenzaba a llegar al parque infantil gente que normalmente no se veía por esos lados a alguna otra hora. Promediaban los años 70, los muchachos de esa ciudad no andaban aún en grupos o pandillas, allá donde vivía. Eran más bien silenciosos y aunque en total no pasaban de cuatro o cinco, parecía que cada uno de ellos iba por su lado. Era una escena taciturna, más bien.

Estando ya más oscuro, y forzando la vista al máximo, desde la ventana notaba que ellos habían recostado su espalda contra las paredes de la biblioteca que estaba casi en el centro del parque. A cada momento se encendían los cocuyos por breves instantes y luego se volvían a apagar. Era evidente que fumaban, pero, ¿por qué tomaban su cigarrillo de esa manera? Lo apretaban entre el índice y el pulgar y los aspiraban de prisa, pero con profundidad.

Para contextualizar un poco más, puedo decir que el tema del hipismo y del consumo de yerba se escuchaba cada vez más de seguido en la mesa a la hora de la cena, cuando había visitas o cuando los más adultos de la familia estaban por esos lados. Nadie reparaba o se frenaba en sus argumentos, pensando en que había niños y niñas jugueteando por ahí. En varias ocasiones escuché que en medio de las emotivas conversaciones alguno de ellos se atreviera a vociferar:

"Yo sí me fumaría un marihuano de esos".

Esa fue la expresión que más influyó en mis inquietudes. Fue la posibilidad de contar con los argumentos necesarios para darle rienda a mí curiosidad, sin importar aquel día en que se comentó sobre los grises seres de los atardeceres en el parque:

"Son unos marihuaneros, mucho cuidado los menorcitos, esos tipos son monstruosos; se roban a los niños para cometerles toda clase aberraciones, dijo un tío".

Obviamente yo no me quedé con la versión de mi pariente: en cambio aprovechaba cada salida a la calle, para tratar de detallar más a esos seres extraordinarios, haciendo titilar sus porros (aún no se llamaban así), lo que se convirtió en una especie de lenguaje que me invitaba a seguir rondando por allí. Recuerdo que, en alguna ocasión, llevaba una pequeña canastilla para traer algunas cosas de la tienda o mercado de barrio, cuando noté que uno de ellos me llamaba haciendo señas con su mano. Me asusté y me emocioné tanto que un escalofrío recorrió de arriba a abajo todo mi cuerpo. Crucé la oscura calle sin demasiados vehículos que la surcaran a esa hora y caminé de prisa hasta donde estaban esos seres. Ya cerca, miré sus rostros, un poco pálidos, con sus pupilas algo irritadas. Sonreían al verme, con mucha malicia, aunque sin hacer demasiado ruido.

"¿Vives por acá? ¿cierto?, preguntó uno de ellos".

Ahá, respondí secamente, como con un graznido, porque no me salieron más palabras.

No fueron necesarias, el muchacho que me hizo la pregunta, sobre quién mucho tiempo después me enteraría de que se llamaba Samuel, y que era, por esos lados, uno de los primeros seres criados únicamente por su madre, ya que su padre jamás quiso saber algo de su existencia, estiró el cigarro de marihuana y yo traté de retroceder en el primer instante, pero fue tarde: me lo colocó entre los labios y yo no necesité más.

Lo aspire durante un microsegundo, creo, y enseguida fui abordado por un ataque de tos descomunal, que me sacó las babas y me hizo salir corriendo del lugar apenas pude. No había perdido la canastilla, pero si mi virginidad pulmonar. Nadie nunca supo nada de esto en mi casa. Fue un secreto que logré mantener en medio de temores y dudas. Y pasaría algún tiempo antes de volver a tener contacto con el cannabis.

El arribo a los últimos años del colegio coincidió con un cambio muy radical de ciudad de habitación, para todos en casa. Desde nuestra población originaria, fría y muy lúgubre en las noches, en donde todo se hacía en tono bajo, especialmente lo que tenía que ver con mañas y traiciones, llegamos con la familia a un lugar caliente, en muchos sentidos de la palabra. En este caso, puedo decir que, si yo pensaba en rebelión, experimentación, diversión más allá del límite, había llegado al sitio preciso.

En el barrio y en el colegio me recibieron siempre bien y mucho mejor y predispuestos para lo que sea aventura, los que a partir de ese momento, de paso hay que decirlo, comenzarían a construir conmigo la familia de la calle y la aventura. Entre ellos estaban los que me enseñaron a conquistar mujeres, primero y a besar y bailar enseguida, aunque no sé si en ese orden. También fueron los que me llevaron de nuevo a la marihuana, pero bueno, por fortuna fueron ellos, ya que también eran quienes les pusieron frenos a los excesos intentados por algunos de nosotros. De manera oportuna, casi siempre. Pero esas son otras historias.

La próxima estación en la ruta del cannabis fue en la universidad. Otro centro para la formación y también para la perdición, en el mejor sentido de la palabra para los dos casos. Estudié, sí, lo hice; aprendí, creo que sí, algunas cosas por lo menos; ¿me motivé por la profesión que había escogido? Indudablemente que sí, me motivé mucho más por la investigación documental y luego por el trabajo de campo, la reportería, mi razón de ser como periodista durante mucho tiempo.

Pero también parrandeé de lo lindo. La fiesta y la resistencia etílica en su máximo esplendor. Todos los excesos fueron válidos en ese momento y la marihuana era el paliativo para las resacas y los excesos, por lo menos para mí. Todas las mañas y el gusto excesivo por muchos tipos de fiestas, que se asimilaron en los alrededores del Alma Mater, fueron quedando atrás, pero algunas no se olvidaron. Jamás me alejé completamente del licor, por ejemplo, pero siempre me cuidé de ni exagerar con el ron o el aguardiente; nunca tuve una mala noche que pudiese haber terminado en una estación de policía, en un centro de salud, una tragedia o en algo por el estilo.

Con la yerba todo siguió siendo pura paz, alegría y relajamiento. Porque comenzar a utilizarla y continuar con ella por este ya largo camino, siempre fue una decisión propia, individual, que tuvo sus efectos, pero no causó nunca un daño grave, ni para mí, ni para mi entorno. Los momentos críticos de mi vida, algunos superados para bien, otros tristemente para mal, obedecieron a decisiones equivocadas que se tomaron y actitudes erróneamente asumidas. A estas alturas ya puedo decir, la historia es testigo.

No puedo negar nada de lo vivido, pero tampoco puedo evitar algunos ápices de orgullo: a lo largo de mi vida marihuana, la fumé con mis hermanos, siendo muy joven y también con varios primos, primas, tíos, cuñados y sobrinos, todos, eso sí, cuando ya eran mayores de edad; compañeros y compañeras de colegio, profesores, vicerrectores, celadores y secretarias de rectoría; soldados, policías, suboficiales y oficiales; alcaldes municipales, secretarios y secretarias de despacho, asistentes, auxiliares y mensajero; con gerentes de bancos, con el señor o señora de la tienda, con sus hijas e hijos; con futbolistas aficionados y profesionales y otros atletas. También con médicos y enfermeras; con el conductor de la ambulancia, con el del taxi...

Compartí el porro con los guerrilleros alzados en armas y también con los que por esos días le apostaban a la paz. Lo hice con algunos delegados del Presidente, con el embajador de un país europeo, con un asaltante callejero, con las y los trabajadores sexuales. En las salas de redacción en donde laboré siempre encontré por lo menos un marihuanero. Entre los reporteros gráficos, lo mismo y ni qué hablar de los editores, asesores comerciales, conductores, etc. Siempre en secreto o lejos del mundanal ruido, esa fue la consigna durante más de 40 años de prohibicionismo, tal como me tocó a mí.

No puedo decir que, en materia sexual, el cáñamo fuera un tonificante, o algo por el estilo, que estirara un pene, agrandara una vagina, o prolongara indefinidamente un orgasmo, en fin, pero siempre que lo hice fumado, gocé como nadie estos momentos de amor físico o pasión y si la pareja también estaba “poseída”, ni se diga, la diversión, la carcajada, superaban siempre el mero momento del orgasmo.

En cuanto al rendimiento intelectual, confieso que en la Universidad y en los primeros trabajos, yo estaba convencido de que un buen porro en el momento clave sería el inspirador ideal para desarrollar mis trabajos con mucha mejor calidad y sobre todo bañado en la laguna de la originalidad y lo genuino, es decir de algo único. Falso. Me auto engañé durante mucho tiempo, pero en algún momento terminé reconociendo que todo no era sino la disculpa que necesitaba para fumarme un porro nuevo. Así de sencillo. Eso no impidió tampoco que a lo largo de mi carrera obtuviera premios y reconocimientos por mis trabajos ejecutados, a nivel nacional, regional y local.

Pero tampoco me enfermó, ni me hizo más lento, más perezoso o más bruto. Nada de eso aconteció. En este caso también se buscaban entre la yerba las disculpas ideales para justificar los errores, las equivocaciones y las falencias cometidas. Entre los 38 y 48 años de edad, aproximadamente tuve una serie de episodios de afectación de mi salud. Tuve convulsiones, que se me presentaban de manera irregular, pero casi siempre mientras dormía; lo que seguía después era un tremendo agotamiento.

Me detectaron un déficit en las defensas del organismo. Intenté mucho con la medicina convencional, al comienzo, al ver que ni siquiera se acercaban los galenos a un diagnóstico preciso, sobre lo que padecía, opté por los métodos alternativos: medicina china, homeopatía, en fin... puedo decir que aunque estas últimas se aplicaban con consideraciones más sensibles y humanitarias, la verdad es que no puedo decir que me hayan servido absolutamente para todo lo que sentía padecer en ese momento.

Agotado de todo eso, opté por los aceites y esencias de cannabis y continúe con el porro. Finalmente todo eso pareció desaparecer. Los malestares, dolores e inflamaciones se fueron olvidando en la medida en que ya no se sentían. Un día me puse a hacer cuentas y había completado más de diez años sin nuevos episodios convulsivos. Todo eso quedó atrás de la misma manera como llegó. ¿ Qué tiene que ver el cannabis en todo esto? Yo digo que su utilización fue lo que evitó que los males que sufrí siguieran creciendo.

Son más de 4 décadas llenas de relatos sobre mi utilización particular del cannabis. Este escrito no es una confesión, pues no he cometido delitos ni pecados. Tampoco es una revelación ni un consejo para mis seres queridos, compañeros, conocidos y desconocidos. Estoy casi seguro que ya todos ellos saben de esto y sobre todo cómo acceder a la información relacionada. He omitido nombres de ciudades, de pueblos, de personas, de empresas, etc.

El asunto es conmigo, no todos están preparados para asumir una actitud como esta de contar cosas privadas. Simplemente quiero con este texto, aportar al conversatorio y a la discusión que son necesarios antes de llegar a la legalización de la marihuana para ser utilizada por adultos.

Fumar marihuana, una actividad clandestina. ¿Hasta ahora?  La ley 30 de 1986 autoriza la dosis mínima en Colombia. No hay registros sobre violencia generada por el consumo de yerba.

Galería fotográfica:

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