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Cultura  |  01 mayo de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Cuento: Heraclio y el maletín de Ponciano, segunda parte

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Un texto de Luis Carlos Vélez, cronista, compositor musical y escritor colombiano.

2. PONCIANO

El ascensor se abre y me asusta el olor a loción del hombre que entra y se ubica al fondo, a mi espalda. ¡Cómo olvidarla! No puede ser…. ¿Será Heraclio? Mi corazón se acelera; empiezo a respirar con dificultad y sé que hiperventilo porque el sudor moja mi frente y espalda. ¡¿Será Heraclio, el maldito Heraclio?! ¡Imposible, no! ¡Sería mucha coincidencia que después de tantos años se cruce ahora conmigo…! Me gustaría ver cómo camina, pero estamos encerrados, ¿cómo hago para verlo caminar?

Trato de tranquilizarme. De repente el cansancio me agobia. ¿Será miedo o qué? Mi maletín pesa demasiado… Mejor lo descargo. ¡No puede ser él, imposible! La ansiedad y la falta de aire fresco ya me produce sensaciones desagradables…sudo más y me enfrío. A mala hora aparece, cuando estaba seguro de no ver más a este… ¡Dios, ayúdame! Si es el maldito Heraclio no permitas que me reconozca… ¡Te prometo viajar al milagroso de Buga, este fin de semana, fijo…! Uf, vamos Ponciano, tranquilo, no te asustes…

Giro con lentitud para mirarlo por el espejo y estar seguro, cerciorarme: ¡Es él! ¡Sí, sí! ¡Es el maldito Heraclio, es él! No me queda duda. Cuando se aliso el pelo reconocí su prenda, y su pulsera. Además, desde que entró, su loción: ¡es la misma de toda la vida! ¿Y su pata, qué? No se la veo… me ahogo, me falta aire. Respira profundo, Ponciano. Cálmate…

Entiendo que debo moverme con cuidado, no dejar que repare en mí… Por el espejo veo su pantalón negro, sus zapatos de charol brillantes. Siempre impecable este desmadrado…Temo mirarlo de frente; mejor bajo un poco la cabeza para que la luz del techo no alumbre mi cara y me reconozca; sí, mejor me pongo las gafas oscuras para que no vea que vigilo sus movimientos… Si me reconoce, mejor dicho…

Pasan los minutos y quisiera equivocarme pero es imposible: veo que mete unos papeles en la revista…, y sí, su pulsera y anillo… ¿¡Cómo no me reconoce!? La cierra…y me mira por el espejo. Tuerzo la boca y arrugo la frente…y dejo caer los cachetes… y me veo ridículo, sudo, sudo, sudo, me enfrío…

Recuerdo la época que tuvimos negocios. Un montón de años… Éramos jóvenes, y con grandes perspectivas iniciamos una sociedad, pero quebramos, por mejor decir, la quebré...

Parece que no me reconoce… porque a veces me mira; otras, mira el tablero del ascensor. ¿Por qué no me ataca?

Al momento de liquidar, descubrió el faltante. Dinero que nunca restituí. El casino, las tragaperras, la ruleta… Abusos de confianza que cuestan caro; me pasó con él, pero, ¿qué? No tuve cómo ni con qué responder…; tuve enredarlo con promesas de pagarle para después...

¡Cómo demora este maldito ascensor!

Mi viveza ocasionó el fin de nuestra enemistad. ¡Cómo me reí después de su cara roja de rabia! Al principio no creía que su disgusto durara, pero me equivoqué. Se formó un lío tremendo: un día se cansó… Le mentí tanto disculpándome y diciéndole que hacía esfuerzos para devolver el dinero, salvar la empresa y recuperar su credibilidad, que se enfureció y me grito que a cambio de no verme más, no devolviera el dinero y marchara, me largara de la oficina. “No quiero verte más, malparido”, me gritó.

Pensé que era una rabieta entre socios. Los primeros días apenas me saludaba y me sentía un poquito avergonzado, pero un mes después, de tanto recordar a toda hora su insulto, mi vergüenza se esfumó, y con ella mi temor de que sus reproches y acosos en la oficina terminaran en trompadas…, que su mirada acusadora espiara mis pasos…

Otra vez me repara, me mira con disimulo… pero no me bajaré antes, no soy ningún cobarde… no, señor, Heraclio…, intente algo en mi contra, y me conocerá.

En adelante no me importó si terminaba en llegar a las manos con él, pero mi situación se hizo insostenible, y un día decidí ausentarme, por no decir “esfumarme”; dejar los negocios a su cargo para dar tiempo a una reconciliación que no llegó y terminó por no valerme un c... Total ya mis cuentas a favor no alcanzaban para dejárselas como parte de pago. Además, como él dijo que me largara y me madreó…

A veces me provoca enfrentarlo, pero, cálmate Ponciano, tonterías no…

A los pocos meses, sabiendo que todo era inútil, sin comentarle, viaje al exterior, donde permanecí muchos años, tantos que ahora que regreso, y como sé que es él, y tiene canas, tantas como yo, y está calvo, yo no; y flaco, no estoy gordo, me lleva cinco centímetros de alto…, vamos a ver si me reconoce...y me alcanza, porque ya sé qué hacer…

Tanto entrar y salir gente del ascensor me desespera… ¡Qué ansiedad! ¡Ayúdame, Dios!

Confieso que nunca olvidé ni me arrepentí del robo, y menos, de no pagarle. Meses después y por amigos que sabían lo sucedido, en el exterior supe que juró matarme donde me viera...y eso sí me preocupa y aterra ahora…, ahora que me mira por el espejo. ¡Dios, recuerda mi promesa, no me abandones! Vamos, Ponciano, vamos, nada de nervios, Dios está contigo, sí, sí…

Jamás imaginé que volvería a verlo. ¿No me reconoce, o se hace el tonto para darme confianza y sorprenderme cuando salgamos? ¿Cambió tanto mi cuerpo? Ojalá… Antes, mi cabellera era frondosa, ahora tengo coronilla de sacerdote; soy delgado pero no cojeo. A él el fútbol le dejó una lesión que, mal tratada, lo volvió cojo.

Ya estoy seguro: es él. Sí, sí. El tal Heraclio se ve bien con las cosas que no cambió: su loción, sus joyas, y su ropa fina.

A medida que baja el ascensor se acrecienta mi angustia por saber si puedo escapar. La conciencia, o ¿qué? ¿Cuál si el alma no suda? El cuerpo sí. ¡Qué cosas pienso! ¿Será por miedo? Ahora el ascensor se abre y entra una mujer bonita…, sale un anciano y entra otra en silla de ruedas. Piso por piso entran y salen otros. Nos apretujamos para dar espacio. Ya no aguanto. Quiero huir. Las piernas me sudan…y siento la espalda empapada…

Mira arriba y abajo a la primera mujer que entró; me observa insistente por el espejo y me siento, no como un león enjaulado, sino enjaulado con un león, que no es lo mismo… Ella oprime el botón antes del tercer piso, dice “adiós” a todos, y Heraclio trata de mirarle las nalgas, no cambia este...

La puerta se cierra y el perfume que dejó la mujer, por el calor, se hace tan fuerte que opaca el de él.

Siento la camisa más pegada a mi espalda… como un parche, creo que está de escurrir. ¡Qué agonía…tan malparida!

Por fin llego al primer piso, se abre la puerta y veo el pasillo del edificio como un camino salvador, y no dudo que Dios está conmigo porque ahora recuerdo que a dos cuadras, a la vuelta de este edificio, queda la terminal...; no lo pienses más, Ponciano: ¡corre, corre!, la vista adelante, fija. Ya no te importa saber si el maldito Heraclio cojea, si te sigue o no…

Entro rápido al terminal, y por si me sigue, trato de ocultarme entre la multitud que mira y tal vez piensa que me retrasé.

Llego a la casilla y ¡maldita sea, olvidé el maletín!, pero, nada de regresar, no quiero tropezarme con él. Pregunto a la mujer de los tiquetes por el bus que salga de inmediato… “¿A dónde viaja?”, pregunta y le digo que a cualquier parte. Me mira extrañada…”Está por salir el que va a…”, no la dejo terminar y digo “eso, para allá voy. Quiero un tiquete rápido. Gracias…”.

Saco el billete el bolsillo el mi camisa…, está mojado. Miro atrás. No veo a nadie que cojee pero me siento perseguido… lo busco entre la gente. Tiemblo, y tenso los músculos de la mano para pagar y recibir el tiquete que me llevará a cualquier parte… ¡a donde sea…!

La taquillera ve mi apuro, sonríe y me indica. “Señor, por la segunda salida, bus número treinta y siete, en cinco minutos sale”.

Corro hacia la sala de espera; me siento; reacomodo las gafas y miro a todos lados; lo busco y no lo veo. ¡Dios mío, gracias, gracias! ¡Gracias, Dios, gracias!

Respiro cuando el parlante avisa el número de mi bus; falta poco…miro por el vidrio y veo los otros buses estacionados. ¡Ahora será él quien no me vea nunca más en su puta vida! Ni yo a él en la mía…

¡Oh, Dios mío!, ¿qué pasa?

Una mano en mi hombro… Giro, no puede ser: ¡su maldita cara! Tiemblo, tengo la impresión de que convulsiono o me falta poco. Temo por mi vida…siento ahogo… sudo, me enfrío…, me agacho…Me paralizo…

Su voz… la misma, y su misma sonrisa…:

“Oiga, amigo, se olvidó de su maletín en el ascensor, véalo, aquí se lo traigo”.

Me extraña su desconcierto… se aparta y repite fuerte:

“¡Oiga, amigo, se olvidó de su maletín en el ascensor, véalo, aquí se lo traigo!”.

No puedo hablar… Sin decir más lo pone sobre la silla vecina y se dirige a la salida…

¡Qué alivio, Dios mío! Otra vez respiro profundo, muy profundo, agradezco a Dios. ¡Gracias, gracias…!

Me doy cuenta de que sudo menos…y poco a poco me tranquilizo.

Lo veo salir… ¡Cómo cojea, sí, sí, es Heraclio!

En el bus tendré tiempo y espacio para tranquilizarme… y (salirme de este cuento) viéndolo mejor, cuando me provoque y pueda voy a Buga, y pensándolo bien, en mi caso, sin remordimientos, no hubiera devuelto a nadie ningún hijueputa maletín.
 

Septiembre 14 de 1970.

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