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Cultura  |  19 abril de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Una crónica para un cronista: Alirio Sabogal Valencia

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Alirio Sabogal Valencia, caricatura del maestro Jairo Ávarez Osorio (JairoÁ)

Para el Quindiano.com

Por Libaniel Marulanda

En  las rocolas de Calarcá, ya en  1965, comenzaba a acaparar níquel y  dejar huella en los corazones la voz del cubano Roberto Ledesma. Fueron muchos sus temas de éxito. Pero, entre todos, uno se convirtió en obsesión para Francisco Alirio Sabogal Valencia. Allá en la calle 32, entre carreras 24 y 25, residía nuestro personaje, justo enseguida de la casa de quien fuera su eterna, única novia y esposa: Luz Mery Martínez, estudiante del Instituto  Calarcá,  a quien sus padres trataban de alejar de ese vecino poco serio, impertinente, desertor colegial y  mal estudiante; pertinaz enamorado de la niña, a quien asediaba a mañana, tarde y noche dentro de una estrategia que comprendía papelitos con versos, pensamientos, llamadas telefónicas, visitas de portón o de ventana, abordajes en su camino al colegio, en fin… Sólo bastaba una canción que compendiara toda esa “traga” y ahí fue cuando llegó Roberto Ledesma a oficiar de portavoz del futuro radialista: “Ahí está la pared que separa tu vida y la mía, ahí está la pared que no deja que nos acerquemos”.

Cuando no estaba craneando una cándida declaración de amor, Alirio el desertor del  cuarto intento de trasponer el  primer grado de bachillerato del  Robledo, ocupaba su tiempo en hacer, a mano y en una hoja de cuaderno, un “periódico” al que llamaba “El  bla bla”, medio familiar que se encargaba de difundir entre él, su hermano Arley y su mamá, Rosita viuda de Sabogal, las noticias  de la cuadra. Este medio escrito también era leído por Alirio, teniendo cualquier pocillo por micrófono. La radio y el periodismo fueron sus alternativas románticas en aquellos años de quinceañero.

La consolidación de la Voz de Calarcá, un tiempo después, se constituyó en uno de los hechos históricos de resaltar en aquellos años  de la llamada década prodigiosa. La emisora que fundara Cecilia Latorre fue la cuna de algunas de nuestras mejores voces.

Alirio Sabogal, entonces, por unos días sustituyó el asedio a su noviecita, y su voz, cultivada al amparo de la soledad de una supuesta vagancia, fue la contraseña que le permitió el acceso a la emisora de la carrera veinticuatro. Llegó como control de radio y locutor principiante, de aquellos que ponían el disco, informaban su título y daban la hora durante todo el tiempo que cubría su turno.

Paralela a la irrupción en la radio, una nueva deserción escolar, esta vez en el Bachillerato Nocturno Jesús A. Idárraga,  Alirio Sabogal se le midió también a la quijotada de un periódico. Se llamaba El Contemporáneo, circulaba cada mes y  era editado en la imprenta de Henio Álvarez, en Armenia. Alcanzó la cifra record para un periódico municipal de ¡seis ediciones! Exhibía, eso sí, licencia expedida por el Ministerio de Gobierno, conseguida mediante la vinculación a la “junta directiva” de una persona mayor de edad: el poeta calarqueño Nelson Ocampo Osuna.

Toda la generación de radialistas, contemporáneos de este singular personaje que se nos fue el  30 de marzo de 2009, en Bogotá, habrá de recordarlo como colega de pequeña estatura, una voz inversamente proporcional a su talla, mucha chispa para el gracejo y el chiste callejero, destilador de ironía  y compañero de ruta de todos ellos. Como era usual, y creo que aún lo es,  todos los locutores quindianos pasaron por todas nuestras emisoras por causas tan disímiles como las leyes de la oferta y la demanda o el exceso de farras, amigas y amigos.

Con el  apodo de “Manzanero”, solía identificar la comunidad radial a Francisco Alirio Sabogal Valencia, hijo de un comprador de café de Calarcá, Don  Francisco Sabogal y doña Rosita Valencia de Sabogal (Q.E.P.D.). Su hermano menor, Arley Sabogal,  compartió con él, y  por unos años, la fiebre de la radio.

Creo que azuzado por el afán de ser cada día mejor en su oficio y merecer el beneplácito de su furibundo suegro, Alirio Sabogal recibió clases personalizadas de locución en Cali de parte de uno de los mejores radialistas de aquella época, a tiempo que obtenía la ansiada licencia de locutor profesional en Bogotá.

Tuvimos la oportunidad de conocer de primera mano  las reales causas de su retiro laboral de la Voz de Calarcá. Desde aquella época ha sido costumbre que la radio acometa con  entusiasmo la llegada de cada nuevo año. Las fiestas de despedida y año nuevo no eran concebibles sin una sonora radiola sintonizada en las emisoras de AM, a tiempo que los locutores de turno transmitían saludos, animaban la rumba y ponían todos los discos de éxito. Así las cosas, resultaba algo normal que los conductores hertzianos se desbordaran también de alegría y entre disco y disco degustaran licor y  viandas que el comercio enviaba a las emisoras para las promociones, sorteos y atenciones a los trasnochadores de la radio. Como Alirio no tenía por qué ser la excepción, luego de pasada la primera hora del año nuevo  la fatiga y los traguitos lo doblegaron sobre la consola, con el resultado del temible bache, ese silencio que en terrenos de la radio tiene la categoría de crimen, cuando un disco llega a su fin y la aguja queda girando y girando sobre el surco. Contaba Alirio, con más humor que preocupación, que su sueño fue cortado de un tajo con una violenta sacudida y un jalón de cabellera, entre los ácidos regaños de Cecilia Latorre, su patrona, quien mantenía treinta horas diarias con el radio pegado a su oído.

De ahí saltó a la Voz del Comercio de Armenia, y comenzó su incursión en el periodismo radial. Con su hermano Arley, a quien llamaban el Eduardo Aponte quindiano, permaneció durante algunos años en este medio. Al principio de la década de los setenta, se casó con su primera y única novia: Luz Mery Martínez, a la sazón estudiante de la Universidad del Quindío.

Como su temprana vocación de periodista siempre recibió la respiración boca a boca de la literatura, Alirio Sabogal, lejos de caer en la fácil seducción de los versos flojos, los lugares comunes y la copia, orientó sus sudores mentales hacia la narrativa. A partir de los años ochenta inició su producción de cuentos. Con la lentitud y precisión que requiere el género, finalmente en 1985 pudo editar un libro con un título excelente: “Inmortal de las tinieblas”. Cuando se haga una mirada seria, equilibrada, sin considerar apellidos ni influencias extra literarias, el Quindío admitirá que el cuentario de Alirio Sabogal mereció tener otra suerte, otra valoración y, desde luego, como lo pide a gritos la producción regional, difusión en todo el país.

Umberto Senegal, prologó ese cuentario de Alirio Sabogal y, con toda razón, afirmó en su momento que la temática de esa aparente pequeña obra era la primera en su género en el país. Una temática repulsiva para la mayoría de las personas y, que como es de parroquial ocurrencia, despertó uno que otro comentario adverso. Y claro, es que no se puede escribir  de algo como las cucarachas sin que se produzca escozor. Este primer libro de Alirio, para mí el mejor de cuantos escribió, como toda la producción literaria quindiana, nació condenado al anonimato. Me pregunto ahora: ¿qué habría pasado con “Suenan timbres”, de Luis Vidales, de  ser  editada en el Quindío?  

Alirio Sabogal, como era natural en una generación volcada hacia el humanismo, armada de sensibilidad social y razones en cantidades, como para soñar con un cambio enfilado a la equidad y la justicia, llevó hasta la cabina de transmisión sus inquietudes. Su programa de opinión tenía tanta carga ideológica que las llamadas recriminatorias no se hicieron esperar. Una de ellas, tal vez definitiva, fue la que recibió del Comandante del Ejército en Armenia, quien le aconsejaba mesura, mucha mesura…

A dueto con Carlos Enrique Rincón, estuvo una buena temporada bajo la tutela del Comité Departamental de Cafeteros del Quindío. Fue libretista alterno del programa Canta gallo. También escribió una radio novela, de la cual se conserva copia, de pequeño formato, titulada Fallaste corazón, dedicada al cuidado de la salud y los peligros de la ingestión de grasas.

Alirio emprendió viaje hacia Bogotá, luego de escribir y publicar otro libro de cuentos: “Un siglo en la memoria”, en 1989. Este libro, a diferencia del primero, está sembrado de reflexiones y devenires enlazados a su recién adquirido credo religioso, a cuyo ejercicio consagró buena parte del resto de su vida en Bogotá. Desde un 28 de diciembre de 1990, el periodista irónico, el cuentista, el radialista, se perdió del panorama del Quindío. En los años que siguieron, con la regularidad que disponen las fiestas aniversarias de Calarcá y las vacaciones de fin de año, el nuevo Alirio llegaba a  su casa natal. Era un poco evasivo con sus antiguos colegas, tan dados ellos a las celebraciones, la lúdica y la etílica.

Carlos Enrique Rincón, su compañero de ajetreos de radioteatro lo recuerda parado en cualquier esquina de Armenia, apertrechado de un periódico que le servía de permanente abanico. “Manzanero” estuvo siempre acompañado de una fobia: temía quedarse sin aire. El final de su vida, extinguida el 30 de marzo de 2009, una encelopatía  o tumor cerebral cerró su puerta. Le faltaron menos de cinco meses para alcanzar los sesenta años de existencia. Había nacido un 19 de agosto del año 49.

De su matrimonio de 38 años con Luz Mery Martínez Pulido, nacieron dos hijas que desde la infancia fueron orgullo del hogar por sus altos coeficientes: Beatriz Eugenia, astrónoma y profesora de la Universidad de Los Andes y Judy Elizabeth, música y destacada profesional del sector bancario y financiero. Alcanzó a solazarse con la ternura de un par de nietos: Daniel Fernando y Ana Sofía.

Durante el tiempo vivido en Bogotá, trabajó en las emisoras de Todelar como periodista del noticiero del mediodía. En  Nuevo Continente, fue  director del noticiero de la emisora. En Radio Melodía, AM y FM, se desempeñó como redactor económico de Últimas noticias para ejecutivos y columnista vespertino de Sistema Vida A.M.

 Aparte de la Iglesia de Jesucristo sobre la Roca, estuvo vinculado a varias iglesias cristianas, en las cuales desarrolló significativos proyectos orientados a la pedagogía y la comunicación social. También fue profesor de Periodismo y director del semanario Antorcha.

Además de los libros de cuentos ya reseñados, Alirio participó con algunos cuentos en publicaciones colectivas del género. Incursionó también en la literatura pedagógica con el texto “Esencia e integralidad de la geografía”, asociado a varios docentes de la Universidad Santo Tomás.

Como si hubiese presentido el desenlace de su periplo vital por las cabinas de radio, las aulas y los talleres gráficos, en la última fase de sus días se entregó a la escritura y revisión a fondo de tres obras inéditas: una de cuentos, otra de minicuentos, y una tercera de reflexiones de orden espiritual.

Su muerte no fue crónica anunciada y, por el contrario, el mal que emergió en su cerebro llegó en punta de pie, con artero sigilo, un par de semanas antes de su deceso. Por eso, para quienes tuvimos la alegría de su humor, los pinchazos de su ironía y la calidez de su amistad, entonces una vez más la vida misma abrió la tapa de su caja de amargas sorpresas.

 

 

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