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Cultura  |  21 marzo de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

CUENTO DEL DOMINGO

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EL SEÑOR CURA Y EL SEÑOR JUEZ.

 

Por Mario Castro Beltrán

 

Desde hacía varias semanas corría la voz de que a San Lázaro habrían de llegar pronto dos personajes importantes: un cura y un juez. El cura sería el segundo del párroco; el otro personaje era el que ocuparía el cargo de Juez de Menores para todo el circuito del que San Lázaro era el municipio cabecera.

La expectativa se hacía mayor cada vez que pasaba un minuto más, y de ella no se escapaba nadie en el pueblo, ni siquiera M que mal podría estar interesado en quiénes serían el nuevo cura y el nuevo juez, más cuando mantenía ocupado en sus estudios y en sus juegos de adolescente de trece años.

Llegó el cura le dijo Roberto Duque a M cuando se dirigían al colegio esa mañana. Llegó anoche -le oí decir a mi padre.

¿Será jovencito? —preguntó M sin dejar de mirar para el suelo buscando de continuo una tapa de cerveza que iba empujando con la punta de sus pies hacia adelante.

No lo sé. Como tuve que salir a la carrera no alcancé a escucharle a mi padre nada más.

¡Ah! dejó sonar M como para que Roberto Duque no dejara de entender que le estaba prestando atención, pese a que seguía jugando con la tapa.

Si quieres vamos a merodear por la casa cural cuando salgamos de clases manifestó el compañero de M

 

Claro, vamos respondió M sin dejar de patear la tapa, la que fue a dar a una alcantarilla, unos segundos después.

Y luego de terminar las clases del mediodía, los dos amigos, en compañía de los de su pandilla, decidieron ir a husmear en las cercanías de la casa cural, pero no vieron al cabo de un rato, nada que indicara que dentro de ella había un nuevo sacerdote. Don Rodrigo, el sacristán de la iglesia, los sacó de su deseo de seguir esperando cuando les informó que la noticia no era cierta.

-No, muchachos les dijo. El curita no ha llegado; se le aguarda para la semana que viene, quizás.

Pero mi papá dijo que ya había llegado le rebatió Roberto Duque, al paso que se ruborizaba un poco. Pensaba que iba a quedar mal parado ante sus compañeros.

 

Una semana más tarde llegó otro personaje al pueblo. Quienes lo vieron pensaron de inmediato en que se trataba del nuevo juez, pues su fisonomía así lo indicaba. Hombre de mediana estatura tirando a la baja, de aspecto rubicundo, amplio de panza, sus ojos negros y vivarachos, de esos que se llenan de ese sabor particular que detalla a los hombres mujeriegos que ven ante sí a una bonita y atractiva mujer, cachetes colorados como los de un individuo de tierra fría, cabello castaño oscuro, orejitas pequeñas como recortadas por todos los rebordes de las  hélices y con un lóbulo corto, gordo, bien pegado a la piel del rostro, nariz aguileña, casi barbilampiño del todo, con manos pequeñas de dedos gráciles de hombre que nunca ha tocado una herramienta, cual no sea una máquina de escribir, y con un andar raudo de pasos cortos, a tal punto que se le veía caminar rápido pero no se le veía avanzar lo que habría de esperarse de tal rapidez.

Un hombre muy saludable por demás; y muy saludador que resultó ser, aunque en los primeros días, antes de que se supiera a ciencia cierta de quién se trataba, no cruzó palabra alguna con nadie en el poblado; sus labios semejaban a los de un Benito Mussolini en posición de jarras, con el cuerpo echado hacia atrás y lleno de arrogancia de hombre fuerte, de caudillo sabedor de lo que quiere para sí. Y por no cruzar palabras con ninguno de los habitantes del pueblo, fue por lo que se creó la confusión que se creó, y que fue propiciada también por el otro individuo que había llegado siete días antes, pues este, a más de que no era nada, nadita, de saludador, estuvo encerrado esa semana y unos días más en varios lugares del pueblo, los que, a la larga, nadie supo decir cuáles eran, al menos con precisión, porque las divergencias en ese sentido fueron demasiadas y no  hubo dos personas que estuvieran de acuerdo en esto.

Este otro forastero resultó ser también de estatura mediana, pero tirando a la alta. Con porte de cura, ni se diga que no, las pocas veces que se le vio por ahí andando por cualquier circunstancia antes de que asumiera sus responsabilidades, se le vio cachaco, bien trajeado; de gafas transparentes, bien caladas, con cara de buen mozo pero tirando a la de un seminarista pendejo, tenía toda su piel blanca como la leche: la piel de su rostro contrastaba en forma notable con el color grisáceo intenso de una piel bien afeitada, como que era tanta la fortaleza de las raíces de su barba y de su bigote que hasta tenía que afeitarse dos veces al día para parecer bien limpio y no como un hombre con cuerpo bien vestido y con una cara de hombre abandonado; sus ojos, pequeños, nada tenían de picarones y sí parecían los de un cura; su cabello castaño claro iba bien motilado por los lados y por la parte trasera de la cabeza, como lo acostumbraban los oficiales militares de la época; nariz recta, labios delgados, frente no muy estrecha, no muy amplia, cara bien pulida, con piel tersa y agradable a la vista; al contrario del otro forastero tenía un caminar no muy rápido, no muy despacio, pero sí plagado de pasos largos; de ser posible el poder colocar a los dos a caminar juntos una cuadra, se habría podido advertir que ninguno de los dos habría podido aventajar al otro en ningún momento del trayecto, pese a la disparidad del compás de sus andares; sus manos eran blancas y untadas de tenues vellos negros como el azabache, y más de dos mujeres suspiraron con deleite cuando tuvieron la oportunidad de vérselas.

Y la gente del pueblo seguía hablando sobre la llegada de los dos individuos. Roberto Duque, entre aflicciones por creer que había quedado mal ante sus amiguitos, le pidió explicaciones a su padre y este, luego de oírle decir lo que ocurrió ese día junto a la casa cural, le respondió que lo que él le había comentado no era otra cosa que lo que a él le habían dicho otros amigos, y que hasta ahí llegaba su conocimiento porque no había visto aún al cura. Todo, sin embargo, se aclaró días después de la llegada del segundo forastero, cuando se escuchó decir que había llegado la familia del juez. Ahí estaba el forastero al que todos creían que se trataba del cura, esperando a que se detuviera el bus que provenía de la capital del departamento, y entre la gente que bajaba del vehículo, todo ella conocida por los circunstantes, se apeó una mujer foránea, espigada, bien vestida, elegante, de edad mediana, blanca también como la leche; se apeó acompañada de un trío de niños de entre los cinco y los doce años, dos niños y una niña, y se dirigió hacia el forastero que también avanzó hacia ella para encontrarse: el forastero abrazó a la mujer elegante y en seguida besó y acarició a los mocosuelos, que también se veían bien trajeados.

¡No puede ser; si este es el cura! exclamó el padre de Roberto Duque, quien se encontraba expectante junto a muchos chismosos de San Lázaro.

¡No debe ser el cura, entonces! exclamó uno de sus amigos.

¿Quién está ahí, si puedo preguntar? tronó otro más de los vecinos que veían la escena.

Pues vean, ahí se acerca el juez dijo el padre de Roberto Duque. Vamos a ver en qué termina todo esto.

En efecto, los que veían la escena vieron que del otro lado se acercaba el extraño que la gente había tomado por juez; venía sonriente, hasta silbando, con sus cachetes colorados y hasta guiñándole el ojo a dos o tres bellas damitas que se atravesaron por su camino, al punto de que cada una no dijo nada porque se trataba del juez, y qué se iba a pensar que podría ser el curita, y, por el contrario, se sintieron halagadas ante la socarrona galantería del señor juez.

¡Hola, doctor!, ¿qué hace usted por estos lados? oyó la gente que le preguntó el que creían que era el juez al que creían que era el cura, cuando el primero estaba a unos diez metros del bus, al tiempo que saludó abriendo sus manos hacia adelante reforzando con este gesto el tono de su pregunta, a todas luces lleno de alegre sorpresa.

¡Hombre, padre, y usted qué es lo que está haciendo también por aquí! oyeron la respuesta del preguntado, quien se hallaba abrazado a su esposa, puestos sus brazos en su cintura.

La gente vio la realidad de las cosas: el que era cura no era el juez, y el que venía como juez no era cura.

Lo que son las apariencias musitó el señor Duque.

Sí, señor reforzó otro.  

 

 

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