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Cultura  |  09 marzo de 2022  |  12:19 AM |  Escrito por: Administrador web

El humilde fogón de petróleo

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Por Roberto Restrepo Ramírez.

La cocina más antigua de los abuelos tenía una reina. Era la estufa de tapia, también conocido como el fogón de barro, que se sostenía en cuatro postes. Sobre la superficie sobresalían tres o cuatro orificios, llamados troneras, donde se colocaban las ollas para la cocción de los alimentos. En el interior del fogón, las llamas eran alimentadas con la leña que se cortaba en los montes y se avivaban para configurar la atmósfera ardiente, como un pequeño infierno.

Las cargas de leños eran un precioso artículo, que se compraban en los mercados de las plazas de toldos y se guardaban debajo del fogón, donde acababan de secarse con el calor de la base de tapia.

Sobre el fogón se avistaba una viga atravesada, donde se colgaban la carne tasajeada o los chorizos. Los pedazos de carne, cortados en tiras largas, habían sido previamente salados y aliñados. El humo terminaba de cumplir la misión de curarla o conservarla.

Esto ocurría en las primeras décadas del siglo XX, no solo en las casas campesinas. También en los núcleos urbanos recién fundados. Algunas cocinas acondicionaron chimeneas y eso adornó más el paisaje exterior, con el humo que escapaba del techo de tejas de barro. Ello dejaba entrever la existencia de ese largo conducto, igualmente relleno de arcilla, que llegaba al cielorraso de la cocina y transportaba el hilo grueso en forma de humareda. Cuántos bucólicos cuadros de artistas se plasmaron con esa imagen de la vivienda, donde sobresalía en su parte superior la pequeña cubierta de la chimenea, que dejaba escapar la columna de humo, como un minúsculo volcán que tenía su boca en el tejado.

En los años sesenta llegó otra princesa a la cocina. Reemplazaría al ya vetusto fogón de barro. Se acondicionó un mesón más reducido para colocarlo y ese adminículo se entronizó en dicho espacio. Era elaborado de latón, hasta conformar el recipiente redondo que contenía el petróleo. O también se fabricó de resistente metal, un poco más costoso que el usado por las familias más modestas. Ya se le llamaba "Esso candela” y se convirtió en el más práctico y novedoso objeto de la cocina. Solo un factor lo hacía vulnerable y fastidioso. Era el humo que tiznaba las ollas, agregándole un oficio más a las cocineras, para devolverle el brillo a los recipientes. En la hornilla del redondel sobresalían las puntas de mechas gruesas de algodón, que dejaban escapar las pequeñas llamas de la combustión. Esas hermosas flamas se desprendían de las puntas de las mechas, empapadas por el petróleo del recipiente. Eran como cordones umbilicales que se disponían en el interior de la modesta caja redonda. Para que siempre emergieran las puntas de algodón, se manipulaba un mecanismo que las subía, poco a poco, hasta la superficie de la boquilla.

Poco tiempo duró el principado del Esso candela. La cocina, unos años después, recibió otro soberano ocupante. Se trataba de la pequeña hornilla de electricidad, cuyos enroscados y delgados alambres se tornaban rojizos al conectarse a la corriente.

Pero el Esso candela se quedó en el reino más popular y siguió ahumando los trastes y los ambientes de las cocinas humildes, hasta recibir la estocada final. Ocurrió cuando se elevó el precio de la botella de petróleo, que se conseguía donde se compraba también el carbón vegetal en atados, y con el cual todavía se asan las arepas del consumo cotidiano. Esa situación mandó al humilde fogón de petróleo al cuarto del olvido.

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